--Usted
tiene algo así como... como un aire misterioso. No se ría. Quizás sea el aire
misterioso
que se respira en los museos de San Petersburgo. ¿O estoy fantaseando?
--Fantaseando
está usted siempre, querido huésped, como escritor que dice que es, y por
eso
pretende convertir la vida en una ficción. Pero la vida no es una ficción,
aunque se le
parezca.
Eran
mis primeros pasos de mi nueva vida de extranjero. Casi un mes en el hostal de
La
Rusa,
o sea, de Selene, hasta que me trasladaron al centro de acogida temporal donde
viví
nueve meses con otros cinco nuevos extranjeros, algunos de los cuales se fueron
y en
su
lugar llegaron otros que ocuparon sus habitaciones y el apartamento compartido
donde
era habitual el tema del exilio y sobre todo de las casi nulas posibilidades de
que
nos
concedieran el asilo político. A los seis meses exactos me lo concedieron y
tuve que
alzar
vuelo hacia la capital y aquí comenzó mi periplo de viviendas compartidas con
gente
que no era extranjera (aunque en dos ocasiones conviví con rumanos) ni tenía
nada
que ver conmigo. Y en estos siete años de post-asilo he tenido mucho tiempo
para
pensar,
analizar, recordar, conocer el país de adopción, especialmente su lado oscuro
de
las
cosas que es el lado a donde todavía tengo que acudir para obtener algún nuevo
papel
que me permita seguir sobreviviendo, a pesar de ostentar la nacionalidad que no
me
ha servido para nada. En la capital comencé a visitar a Selene, primero una o
dos
veces
por semana, después casi a diario. Hicimos amistad, aunque la falsa rusa no se
mostraba
muy dispuesta a intimar con un desconocido como yo de otra tierra ajena
totalmente
a la suya. Con el tiempo, demasiado tiempo quizás, fue haciéndose mi amiga
y
concediéndome algunas entradas, como ir a merendar, a almorzar, a cenar algunas
veces,
al cine, al teatro, a los museos, todo dentro de su escasísimo tiempo
disponible
para
acompañarme, porque no tenía a nadie a quien dejar a cargo del hostal. No
obstante,
nuestra amistad (ya no puede calificársela con otro sustantivo) avanzada hasta
el
punto de algunas confesiones, se mantenía estática, sin avances ni retrocesos,
como
alertándome
de que no insistiera, de que de ningún modo esa relación cristalizaría en
algo
más íntimo y profundo. Pero yo, humano al fin, como el perro huevero.
--Con
mi fantasía trato de cruzar el misterio de esa puerta de su habitación que
usted
mantiene
siempre... entrejunta.
--¿Entrejunta?
Su país debe ser una comedia permanente
--Gracias
a eso hemos sobrevivido.
--¿Por
qué no acaba de enseñarme algo de lo que usted escribe? A ver si me hace reír
tanto
como su presencia física.
--Dígame
una cosa: ¿se mira al espejo cuando se sonríe?
--Pues
no, no soy narcisista. Pero un día de éstos voy a hacerlo a ver qué es lo que
veo.
--Y
después me cuenta a ver qué es lo que vio, y si vio lo mismo que yo veo cuando
la
miro
sonreír.
Mis
travesías urbanas formaban una baraúnda que amenazaba con devorar mi tiempo
hasta
el punto de no dejarme ni leer el periódico de cada día: gestiones
burocráticas,
ruedas
para todas las gestiones, el comedor, el hospedaje, las visitas a La Rusa, las
compras
que aunque no eran muchas eran compras al fin, las horas dedicadas al sueño,
al
aseo, a las boberías que hace cualquier ser humano en su casa, los intentos
literarios, las
búsquedas
de empleo, los contactos con mis compatriotas afincados en este país,
llamadas
telefónicas, cartas, fotocopias, y sudor, caminatas, recogidas de ropa en las
parroquias,
en fin, que por suerte impidieron que la nostalgia martillara mi cabeza más de
lo
normal en estos casos.
--Fíjese
en esta nota: dice aquí que este país está a la cola de la Unión Europea en la
seguridad
ciudadana. O sea, que según este periódico, aquí es donde se cometen más
robos,
más atracos, más asaltos... bueno, para mí que están exagerando, yo no he
notado
la calle tan horripilante como dicen estos periodistas.
--Pues
yo les creo, porque aunque a mí nunca me han robado nada, conozco a varias
amigas
a las que sí les han robado y no sólo en la calle, también en sus casas.
--Bueno,
pero eso de que este país esté en la cola...
--Algún
país tenía que estar en la cola y nos tocó a nosotros. Y esos periodistas
comentan
el
informe que se publicó en Bruselas, no son cosas que ellos hayan inventado.
Realmente
me quedaba poco tiempo para darle mis vueltas a La Rusa. En varias
ocasiones
me la encontré con uno de sus hijos que estaba de visita vacacional.
Cuando
el hijo estaba en el hostal, mi asedio mermaba enormemente, porque no se
separaba
de ella. En cuanto a mis contactos, todos fueron inútiles: cada vez que
visitaba
a
un compatriota buscando alguna ayuda la conversación se reducía a que el
visitado
me
hablara mal de los otros compatriotas y a los pocos contactos dejé de visitar
exiliados
como
yo, aunque yo jamás caí en esa bajeza de hablar mal de los otros, una porque no
es
mi característica y otra porque no los conocía y no sabía de qué pata cojeaba
cada
uno.
El exilio, además de ser un golpe demasiado fuerte, era una aglomeración de
organizaciones
divididas y cuya función principal era editar proclamas y papeles en
contra
del gobierno de nuestro país y despotricar de las demás organizaciones que
hacían
lo mismo, sólo que con otras firmas. Y como decía Juan Esquerza que la unión
hace
la fuerza, nuestro flamante exilio, al menos en este país, estaba condenado a
vegetar,
políticamente hablando. Una tarde pregunté a uno de sus principales personajes:
¿por
qué no se unen todos en una sola organización y así pueden luchar mucho más y
mejor
contra el tirano y su gobierno? No me contestó ni hostias, pero me invitó a
tomar
café
en la esquina, con la imprescindible palmada en el hombro y la esquemática
sonrisa
comprensiva y amistosa.
--Me
parece que usted se está aclimatando al ambiente, por las cosas que me cuenta.
--Bueno,
puede que sí, puede que no, es que si comparamos a este país con la totalidad
de
los países miembros de la desprestigiada ONU, no quedamos tan mal, yo diría que
quedamos
entre los primeros lugares, ¿no le parece?
--Usted
se me está volviendo un defensor de este país, lo que me confirma que por fin
se
ha
decidido a establecerse aquí.
--Cada
vez que converso con usted me asombro un poco más: no sólo es inteligente y
culta,
sino que tiene muchos aspectos de su personalidad que la hacen atractiva.
--Déjese
de cortejarme, que ya ni usted ni yo estamos para esas tonterías.
--¿Usted
cree que el amor es una tontería? ¿Qué la edad invalida ciertas actitudes?
--La
edad, amigo mío, invalida muchas cosas, y una muestra de que no me equivoco es
el
espejo.
Mire, cuando yo tenía veinte años me miraba al espejo y me creía que la vida
era
un
jardín de rosas...
--¿Y
ahora qué cree que es la vida?
--Ahora
he descubierto que no hay rosas sin espinas y lo peor, que en la medida en que
envejecemos
descubrimos más espinas y encontramos menos rosas. Claro que imagínese
lo
que sería la vida para nosotros si no encontráramos ningún atractivo a nuestra
edad.
--¿Atractivo?
No me haga reír. Ya lo dijo Borges: vivimos la espantosa humillación de
envejecer.
Y punto. Lo que sucede es que el hombre, mientras peor se encuentre, más se
aferra
a la vida. Es una reacción natural, si no, nadie llegaría a los ochenta, y hay
mucha
gente
que rebasa esa encantadora edad.
--¿Y
a usted le gustaría llegar a los ochenta... como le vaticinó ese amigo suyo?
--Depende.
Si llegara, valiéndome por mí mismo como hasta ahora, quizás. Ahora, si
tuvieran
que... bueno, ya sabe... entonces no, no me gustaría nada, no.
--Pero
no hay que pensar que vamos a llegar a los ochenta hechos unos andrajos.
--No,
claro que no, pero... es que ¿sabe una cosa? Bueno, en mi caso, yo no sé ni
siquiera
su
llegaré a esa edad ni cómo llegaré si llego. Yo no soy el dueño de mi vida: me
debo a
lo
que otros decidan por mí lo que tengo que hacer, a dónde debo ir, con quién
tengo
que
contactar, por qué puedo o no puedo tal cosa, cuándo me van a avisar, cómo debo
gestionar
tal servicio, y hasta el nivel de vida que puedo llevar, el dinero que voy a
recibir,
lo
que compro, lo que me pongo, las condiciones habitacionales al alcance de mis
posibilidades,
etc. Sí, ya sé que todo esto es difícil de tragar, pero... y lo más humillante:
todo
esto que le he dicho lo decide esa gente sin pedirme ni siquiera una opinión,
por
educación
o por cortesía... vamos, que no es nada fácil ser un exiliado viejo y pobre.
--Yo
no dudo que usted no pueda decidir por usted muchas cosas, pero me parece que
se
está autoconcediendo la categoría de mártir, y creo que no es para tanto.
--¡Nooo!
No es para tanto, no. Pues óigame: llevo ya ni se sabe cuánto tiempo dedicado
a
hacer gestiones para sobrevivir, no para vivir mejor ni nada que se le parezca,
no: para
seguir
sobreviviendo. Y en todas partes me dicen que espere, que tenga paciencia, que
ya
me avisarán, y en todas partes me piden documentos, papeles, fotocopias,
certificados,
declaraciones juradas, que quizás, que tal vez, que quién sabe, que a lo
mejor,
que no me desanime, que... ¡recoño! Es una jodienda. ¿Y acaso puedo yo decidir
cuándo,
dónde, cómo, por qué?
--Ya
se lo he dicho: en este país hay que tener mucha paciencia porque todo se
demora,
sobre
todo lo bueno. Recuerde que las cosas de Palacio van despacio.
--Se
me ocurre una idea: ¿está muy ocupada ahora?
--¿Ahora?
Pues... bueno, siempre tengo algo que hacer, pero... ¿por qué me lo pregunta?
--Porque
me gustaría invitarla a merendar. ¿Le gusta la comida ligera?
--¡Hum!
No sé qué decirle... me coge usted desprevenida.
--¿No
le apetece merendar en mi compañía?
--No
es eso, hombre, es que... oiga, que usted se las trae. Usted es imprevisible.
--¿Eso
quiere decir que acepta mi invitación?
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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