domingo, 30 de junio de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 24

--Usted tiene algo así como... como un aire misterioso. No se ría. Quizás sea el aire

misterioso que se respira en los museos de San Petersburgo. ¿O estoy fantaseando?

--Fantaseando está usted siempre, querido huésped, como escritor que dice que es, y por

eso pretende convertir la vida en una ficción. Pero la vida no es una ficción, aunque se le

parezca.

Eran mis primeros pasos de mi nueva vida de extranjero. Casi un mes en el hostal de La

Rusa, o sea, de Selene, hasta que me trasladaron al centro de acogida temporal donde

viví nueve meses con otros cinco nuevos extranjeros, algunos de los cuales se fueron y en

su lugar llegaron otros que ocuparon sus habitaciones y el apartamento compartido

donde era habitual el tema del exilio y sobre todo de las casi nulas posibilidades de que

nos concedieran el asilo político. A los seis meses exactos me lo concedieron y tuve que

alzar vuelo hacia la capital y aquí comenzó mi periplo de viviendas compartidas con

gente que no era extranjera (aunque en dos ocasiones conviví con rumanos) ni tenía

nada que ver conmigo. Y en estos siete años de post-asilo he tenido mucho tiempo para

pensar, analizar, recordar, conocer el país de adopción, especialmente su lado oscuro de

las cosas que es el lado a donde todavía tengo que acudir para obtener algún nuevo

papel que me permita seguir sobreviviendo, a pesar de ostentar la nacionalidad que no

me ha servido para nada. En la capital comencé a visitar a Selene, primero una o dos

veces por semana, después casi a diario. Hicimos amistad, aunque la falsa rusa no se

mostraba muy dispuesta a intimar con un desconocido como yo de otra tierra ajena

totalmente a la suya. Con el tiempo, demasiado tiempo quizás, fue haciéndose mi amiga

y concediéndome algunas entradas, como ir a merendar, a almorzar, a cenar algunas

veces, al cine, al teatro, a los museos, todo dentro de su escasísimo tiempo disponible

para acompañarme, porque no tenía a nadie a quien dejar a cargo del hostal. No

obstante, nuestra amistad (ya no puede calificársela con otro sustantivo) avanzada hasta

el punto de algunas confesiones, se mantenía estática, sin avances ni retrocesos, como

alertándome de que no insistiera, de que de ningún modo esa relación cristalizaría en

algo más íntimo y profundo. Pero yo, humano al fin, como el perro huevero.

--Con mi fantasía trato de cruzar el misterio de esa puerta de su habitación que usted

mantiene siempre... entrejunta.

--¿Entrejunta? Su país debe ser una comedia permanente

--Gracias a eso hemos sobrevivido.

--¿Por qué no acaba de enseñarme algo de lo que usted escribe? A ver si me hace reír

tanto como su presencia física.

--Dígame una cosa: ¿se mira al espejo cuando se sonríe?

--Pues no, no soy narcisista. Pero un día de éstos voy a hacerlo a ver qué es lo que veo.

--Y después me cuenta a ver qué es lo que vio, y si vio lo mismo que yo veo cuando la

miro sonreír.

Mis travesías urbanas formaban una baraúnda que amenazaba con devorar mi tiempo

hasta el punto de no dejarme ni leer el periódico de cada día: gestiones burocráticas,

ruedas para todas las gestiones, el comedor, el hospedaje, las visitas a La Rusa, las

compras que aunque no eran muchas eran compras al fin, las horas dedicadas al sueño,

al aseo, a las boberías que hace cualquier ser humano en su casa, los intentos literarios, las

búsquedas de empleo, los contactos con mis compatriotas afincados en este país,

llamadas telefónicas, cartas, fotocopias, y sudor, caminatas, recogidas de ropa en las

parroquias, en fin, que por suerte impidieron que la nostalgia martillara mi cabeza más de

lo normal en estos casos.

--Fíjese en esta nota: dice aquí que este país está a la cola de la Unión Europea en la

seguridad ciudadana. O sea, que según este periódico, aquí es donde se cometen más

robos, más atracos, más asaltos... bueno, para mí que están exagerando, yo no he

notado la calle tan horripilante como dicen estos periodistas.

--Pues yo les creo, porque aunque a mí nunca me han robado nada, conozco a varias

amigas a las que sí les han robado y no sólo en la calle, también en sus casas.

--Bueno, pero eso de que este país esté en la cola...

--Algún país tenía que estar en la cola y nos tocó a nosotros. Y esos periodistas comentan

el informe que se publicó en Bruselas, no son cosas que ellos hayan inventado.

Realmente me quedaba poco tiempo para darle mis vueltas a La Rusa. En varias

ocasiones me la encontré con uno de sus hijos que estaba de visita vacacional.

Cuando el hijo estaba en el hostal, mi asedio mermaba enormemente, porque no se

separaba de ella. En cuanto a mis contactos, todos fueron inútiles: cada vez que visitaba

a un compatriota buscando alguna ayuda la conversación se reducía a que el visitado

me hablara mal de los otros compatriotas y a los pocos contactos dejé de visitar exiliados

como yo, aunque yo jamás caí en esa bajeza de hablar mal de los otros, una porque no

es mi característica y otra porque no los conocía y no sabía de qué pata cojeaba cada

uno. El exilio, además de ser un golpe demasiado fuerte, era una aglomeración de

organizaciones divididas y cuya función principal era editar proclamas y papeles en

contra del gobierno de nuestro país y despotricar de las demás organizaciones que

hacían lo mismo, sólo que con otras firmas. Y como decía Juan Esquerza que la unión

hace la fuerza, nuestro flamante exilio, al menos en este país, estaba condenado a

vegetar, políticamente hablando. Una tarde pregunté a uno de sus principales personajes:

¿por qué no se unen todos en una sola organización y así pueden luchar mucho más y

mejor contra el tirano y su gobierno? No me contestó ni hostias, pero me invitó a tomar

café en la esquina, con la imprescindible palmada en el hombro y la esquemática sonrisa

comprensiva y amistosa.

--Me parece que usted se está aclimatando al ambiente, por las cosas que me cuenta.

--Bueno, puede que sí, puede que no, es que si comparamos a este país con la totalidad

de los países miembros de la desprestigiada ONU, no quedamos tan mal, yo diría que

quedamos entre los primeros lugares, ¿no le parece?

--Usted se me está volviendo un defensor de este país, lo que me confirma que por fin se

ha decidido a establecerse aquí.

--Cada vez que converso con usted me asombro un poco más: no sólo es inteligente y

culta, sino que tiene muchos aspectos de su personalidad que la hacen atractiva.

--Déjese de cortejarme, que ya ni usted ni yo estamos para esas tonterías.

--¿Usted cree que el amor es una tontería? ¿Qué la edad invalida ciertas actitudes?

--La edad, amigo mío, invalida muchas cosas, y una muestra de que no me equivoco es el

espejo. Mire, cuando yo tenía veinte años me miraba al espejo y me creía que la vida era

un jardín de rosas...

--¿Y ahora qué cree que es la vida?

--Ahora he descubierto que no hay rosas sin espinas y lo peor, que en la medida en que

envejecemos descubrimos más espinas y encontramos menos rosas. Claro que imagínese

lo que sería la vida para nosotros si no encontráramos ningún atractivo a nuestra edad.

--¿Atractivo? No me haga reír. Ya lo dijo Borges: vivimos la espantosa humillación de

envejecer. Y punto. Lo que sucede es que el hombre, mientras peor se encuentre, más se

aferra a la vida. Es una reacción natural, si no, nadie llegaría a los ochenta, y hay mucha

gente que rebasa esa encantadora edad.

--¿Y a usted le gustaría llegar a los ochenta... como le vaticinó ese amigo suyo?

--Depende. Si llegara, valiéndome por mí mismo como hasta ahora, quizás. Ahora, si

tuvieran que... bueno, ya sabe... entonces no, no me gustaría nada, no.

--Pero no hay que pensar que vamos a llegar a los ochenta hechos unos andrajos.

--No, claro que no, pero... es que ¿sabe una cosa? Bueno, en mi caso, yo no sé ni siquiera

su llegaré a esa edad ni cómo llegaré si llego. Yo no soy el dueño de mi vida: me debo a

lo que otros decidan por mí lo que tengo que hacer, a dónde debo ir, con quién tengo

que contactar, por qué puedo o no puedo tal cosa, cuándo me van a avisar, cómo debo

gestionar tal servicio, y hasta el nivel de vida que puedo llevar, el dinero que voy a recibir,

lo que compro, lo que me pongo, las condiciones habitacionales al alcance de mis

posibilidades, etc. Sí, ya sé que todo esto es difícil de tragar, pero... y lo más humillante:

todo esto que le he dicho lo decide esa gente sin pedirme ni siquiera una opinión, por

educación o por cortesía... vamos, que no es nada fácil ser un exiliado viejo y pobre.

--Yo no dudo que usted no pueda decidir por usted muchas cosas, pero me parece que

se está autoconcediendo la categoría de mártir, y creo que no es para tanto.

--¡Nooo! No es para tanto, no. Pues óigame: llevo ya ni se sabe cuánto tiempo dedicado

a hacer gestiones para sobrevivir, no para vivir mejor ni nada que se le parezca, no: para

seguir sobreviviendo. Y en todas partes me dicen que espere, que tenga paciencia, que

ya me avisarán, y en todas partes me piden documentos, papeles, fotocopias,

certificados, declaraciones juradas, que quizás, que tal vez, que quién sabe, que a lo

mejor, que no me desanime, que... ¡recoño! Es una jodienda. ¿Y acaso puedo yo decidir

cuándo, dónde, cómo, por qué?

--Ya se lo he dicho: en este país hay que tener mucha paciencia porque todo se demora,

sobre todo lo bueno. Recuerde que las cosas de Palacio van despacio.

--Se me ocurre una idea: ¿está muy ocupada ahora?

--¿Ahora? Pues... bueno, siempre tengo algo que hacer, pero... ¿por qué me lo pregunta?

--Porque me gustaría invitarla a merendar. ¿Le gusta la comida ligera?

--¡Hum! No sé qué decirle... me coge usted desprevenida.

--¿No le apetece merendar en mi compañía?

--No es eso, hombre, es que... oiga, que usted se las trae. Usted es imprevisible.

--¿Eso quiere decir que acepta mi invitación?

Augusto Lázaro


@augustodelatorr


(continuará)

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