domingo, 31 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 54


El tiempo pasa lentamente cuando estoy sin hacer nada. Agosto aplasta a todas

horas, la humedad por encima de 90, muchos lugares cerrados, entre ellos la

escuela, yo con dos semanas de vacaciones sin que se me ocurra otra cosa que

dormir y dormir y dormir hasta que se me hinchan los ojos. Dormir y descansar. Y

tomar café. Y fumar como una primavera. Y agobiarme con el maldito calor. Eso.

Bertica en la casa por las vacaciones. Aurelia en el monte, aprovechando también

sus vacaciones, con su familia, descansando del alboroto de la ciudad. Y así las

cosas esta quincena se convierte en otra encerrona. Con el sueño atrasado se me

cierran los ojos cuando llevo a Bertica al zoológico o al parque de diversiones o al

cine infantil o a dar vueltas por ahí sin ningún itinerario, y menos mal que ya no

hace tantas preguntas, pues es como para ponerle un parche en plena boca y

darle una pastilla para que se duerma de un tirón. De Manolito no sé nada, pobre

niño, nunca pude ayudarlo y ahora me pesa, porque ahora me doy cuenta de que

en realidad no lo quise, pues un sacrificio más qué carajo me importaba. Y no sé con

quién podría averiguar algo sobre él. A Marina tengo que ir a verla, día a día voy

posponiendo mi visita y el reloj no se detiene. Nancy me invitó a ir a comer a su casa,

pero no quiero llevar a Bertica y no tengo con quien dejarla,a no ser que Aleida

quiera hacerme el favor, pero no es fácil pedirle esa ayuda. Todo un señor revoltillo.

Y de mi salida ni hablar del peluquín, me escribió mi mamá que Tony está en sus

trece, que de permiso nada, que ella está desesperada, que a veces le entran

deseos de regresar a Cuba a hacernos compañía, porque ve que pasa el tiempo,

que Bertica crece, y que Tony no le va a dar el permiso de salida nunca para que

podamos reunirnos todos en Estados Unidos. Lo único que me falta, que mi mamá

se me aparezca aquí, el día menos pensado, ja, y entonces sí tendré que decirle

adiós al cijú platanero, Dios me ampare. Pues sí, todo estancado. Y me paro frente

al espejo y para darme ánimos me digo bellaca, eres una bellaca, tienes un empleo

y estás estudiando, ya no te dan esas crisis depresivas, ¿qué te pasa ahora?, y el

espejo se me queda mirando y me dice no me pasa nada, es que no sé en qué

gastar mi tiempo ahora sin trabajo y sin escuela y me aburro, y el asma me sigue

molestando, cada día un poco más, se me aparece de improviso y a joder, y la

cuestión es que cuando salgo de una entro en otra y mi vida es un círculo vicioso

que no me deja estabilizarme totalmente. Este es mi presente, pero ¿cuál es mi

futuro? Ja. Ahí está el detalle: mi futuro. Casi nada. Algo así como decir espéralo

sentada, criatura, que cualquier día entra en tu casa sin tocar la puerta...

(continuará)

Augusto Lázaro


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domingo, 24 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 53


La muchacha del ring, porque en la Trocha el INDER había puesto un quiosco que

tenía la forma de un ring de boxeo, y todas las noches yo y el hombre vendado

nos subíamos a la plataforma a bailar desaforadamente hasta el amanecer. Yo

me ponía una blusita amarrada a la cintura, con el ombligo al aire y muy abierta

de escote, que eso se usaba mucho en aquellos carnavales, y siempre bailábamos

en el ring, pegados a la orquesta escandalosa que alternaba con otra igual de

escandalosa y a veces bailábamos con los mismos músicos de la orquesta que

estaba en descanso, estremeciendo la madera de la plataforma. Me divertía sin

pensar en nada más, porque el hombre vendado me hacía divertirme con su risa,

sus chistes, su alegría contagiosa que no parecía brotar de alguien como él que

no podía gozar del amor como cualquiera de nosotros que nos emborrachábamos

como si la vida fuera una panacea y valiera la pena vivirla a plenitud, aunque

fuera sólo en los pocos días que duraba la gran fiesta de todos. Pero yo, cada vez

que miraba al hombre vendado lo veía como lo había visto en el hospital, lleno de

esparadrapos y con los huequitos en la boca y la nariz, y me parecía que no podía

ser cierto que yo estuviera allí con él, bailando con su cara limpia de vendajes que

rozaba la mía en cada paso y en cada apretón que nos dábamos al son de la

música ruidosa de la orquesta. Noche por noche, sin descanso, tomando cerveza y

comiendo chilindrón, agotados pero sonrientes, en la mecánica del carnaval de

Santiago. Los  días de carnaval se dividían en dos mitades: por la noche y por la

madrugada a bailar, comer, beber, arrollar con la conga, tirar serpentinas, mirar las

comparsas, las carrozas, los payasos, presenciar los encuentros, a veces violentos,

entre las congas de los barrios que se enemistaban en ese tiempo de competencia,

y que a veces llegaban a la sangre en un encontronazo inevitable, clamando

victorias estúpidas o superioridades inventadas para dar salida al animal que todos

llevamos dentro. Este puñetero mundo no quiere soltarme, me dijo una noche,

pasado de tragos, ya son tres los accidentes, pero mírame aquí, aunque el último

me haya costado tan caro. Le gustaba la velocidad y sabía que eso iba a matarlo,

pero es que no puedo sustraerme a esa sensación de peligro excitante, no puedo,

Tania, lo he intentado y nada. Y todas las noches, hablando un poco de él y otro

poco de mí, terminábamos con una borrachera madre, haciéndonos cuentos de

relajo, tropezando con las sogas del ring y con las demás parejas que nos hacían

hueco para vernos bailar. Una noche me caí de nalgas y fui a parar a la escalera

de la tarima. Tuvieron que ayudarme a levantar mi cuerpo ya desmadejado, todos

riéndose conmigo, que en ese momento no sentía gota de dolor. Miraba a todas

partes y no veía ni hostias, sólo manchas moviéndose y luces parpadeando. Ya me

dolían el estómago y las mandíbulas de tanto reírme y cantar y gritar y llamar a

todo el mundo para darle besos y abrazos y parece que por esas cosas me hice

popular. La muchacha del ring... Si tú no vienes esto no sirve, y pero qué tarde llegas

hoy, mi niña, y ya estábamos tristes porque tú no llegabas, y oye, a partir de mañana

aquí a las seis en pnto, ¿oíste? Y así. Después de la caída, mi compañero extremó

sus cuidados conmigo: me sostenía por los brazos, por la cintura, por los hombros,

¿te duele la cadera?, ¿de verdad quieres seguir bailando allá arriba?, óyeme, ¿no

quieres ir a descansar un rato?, pero yo me reía y le decía ah, ¿descansar con lo rico

que está esto?, tú estás loco, hasta que me llamó a contar y me susurró para que

nadie lo oyera: está bueno ya, ni una sola cerveza más por esta noche, porque yo

sentía un pajarito picándome la cabeza y todo me bailaba alrededor y se lo dije,

oye el pajarito, ¿no oyes cómo canta en mi cabeza?, mira cómo dan vueltas los

quioscos y el ring, vamos, alcánzame una fría, anda, chico, ni una más ni nada, que

si sigues empinando el codo voy a tener que cargar contigo para el hospital, y esa

sola palabra tuvo la virtud de ensobriarme de súbito y le hice caso, está bien, tonto,

ya, ni una más, hasta dentro de un rato, ay, ay, ay. La otra mitad del día de carnaval

se la pasa la gente durmiendo, comen lo que pueden pinchar en las áreas y toman

la cerveza que pueden coger en la matazón de los quioscos y a dormir se ha dicho,

eso lo comenté después con Aleida, que nunca va al carnaval, dice que por la tele

se ve mejor, sin sudar y sin que lo apachurren a uno y lo dejen con la ropa hecha

polvo, pero eso no viene al caso. Lo que viene al caso es que a mí la alegría me

dura lo que un grano de maíz en un gallinero. A mitad del carnaval Charito me

avisó vía Aleida de que Mayra se estaba muriendo, que la habían traído otra vez

al hospital, que no sabía nada más y que la cosa era en serio. Mi compañero,

cuando se lo informé al llegar a la Trocha me dijo: si tú quieres vamos los dos a

verla, pero yo le aclaré que no podíamos entrar a verla y que ya todo era inútil. Nos

quedamos en la Trocha sin bailar, tomando cervezas y mirando a la gente, y yo con

mi vaso en la mano y las lágrimas cayéndole a la fría, en plena Trocha. Charito le

había dicho a Aleida por teléfono que Mayra parecía un esqueleto según le

informaron en el hospital y que ella no pensaba portarse por allí ni decirle a Marina

nada sobre Mayra. La imaginación siempre supera a la realidad y a mí me dio por

imaginarme la cara de Mayra en ese estado y sentí escalofríos. Después, con el

paso de los meses, de los años quizás, el remordimiento me despedazaría las

entrañas. Mayra muriéndose en el hospital y yo allí en la Trocha, divirtiéndome con el

hombre vendado. Me consolaba pensando que mis nervios no hubieran podido

resistir la agonía de mi tan querida amiga. Qué lástima con esa amiga tuya, me

decía mi compañero, solidarizándose en lo posible con el dolor que yo no podía ya

disimular... El tiempo pasó muy lentamente. Mayra no se murió en aquellos días de

carnaval, el destino le tenía reservada un agonía lenta y angustiosa, como tal vez

me la tenga reservada a mí. El calor de julio fue borrándose de cada piel sudada en

el tumulto de la conga. Terminó el carnaval, las calles de Santiago se quedaron

huérfanas de vasos de cartón apachurrados junto a los tragantes, de hielo derretido

en el amanecer buscando las alcantarillas junto a los orines de quienes buscaban

en la fiesta grande olvidar sus poblemas y distraerse un poco pensando que todavía

les quedaba una esperanza. De la muchacha del ring sólo quedó un recuerdo, un

recuerdo quién sabe si de burla y risa o de buen rato juntos o de compasión o de

amistad. Un recuerdo que de todas maneras iría desapareciendo poco a poco. Y

del hombre vendado me quedó la nostalgia. Una nostalgia dulce, agradable,

apacible, como de sueño viejo...

(continuará)

Augusto Lázaro



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domingo, 17 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 52

No tengo ningún embullo para los carnavales, pero qué carajo, me voy para la

Trocha, bien temprano, con el sol todavía afuera, y sola, que ningún pegote se me

arrime, porque lo mando a la mierda sin darle chance a reaccionar, me voy así

mismo, ni siquiera estoy vestida con ropa apropiada para los carnavales, pero total,

a mí qué carajo me importa, a mí no me importa nada ya... Metida en la Trocha

me pongo a deambular de un lado a otro, como una barca que se va al garete,

como lo que soy yo, sudando, tropezando con la gente, buscando no sé qué coño,

porque no sé qué coño es lo que busco, ni siquiera sé qué hago yo aquí ni por qué

vine, porque lo menos que tengo es ganas de divertirme ni cosa que se le parezca,

ah, y que me molesta el gentío, me aturde la bulla, se me pega en la cara y en los

brazos la espuma de la cerveza, pero sigo aquí, porque quizás sea esto lo que esté

buscando, perderme entre el gentío, la bulla, el tropelaje, y no acordarme ni del

nomre que tengo, pero para eso tengo que echarme en el gaznate unas cuantas

cervezas y no traje dinero, a ver si me distraigo un poco, que mi vida se ha vuelto a

enredar otra vez y no puedo convertirla de nuevo en un drama lacrimógeno, pero

en fin, que a ver cómo me agencio de un par de frías sin un centavo encima, sin el

monedero que no me acuerdo dónde lo dejé, y en él están las llaves, así que como

no tengo llave tendré que pedirle a Aleida que me deje brincar por el muro, qué

show en plena madrugada, no tengo parangón, verdad que como yo ni Calamity

Jane... Camino y camino y el tiempo se me va en seco, tropiezo, me pisan, me rozan

y me empujan y me todo, me tocan, me cepillan, me zarandean, coño, la conga, y

yo tengo que hacer lo mismo para entrar en el juego y que el relajo sea con orden,

que aquí todo el mundo toquetea a todo el mundo y nada, es carnaval, la gente se

besa, se manosea, se emborracha, vomita en la calle, mea dondequiera, y al final a

dormir la mona hasta mañana, que en carnavales todo vale... Quiero cerveza, bien

fría, que me corte los labios, con trocitos de hielo flotando y el vaso perga sudando,

pero claro que no voy a pedírsela a ningún desconocido para que se crea que yo

soy la putica de estreno, no señor, que estos cabroncetes no vayan a creerse que

estoy buscando un ligue, no, tengo que pensar a ver qué se me ocurre, Tania, ¡ay!,

¿dónde diablos tienes la cabeza?, ni dinero ni llaves ni nada, en el limbo, Aleida se

va a convencer de que yo no tengo remedio, al siquiátrico de cabeza, de verdad,

la jodedera en grande, como dice la canción, bueno, al carajo, que no vine aquí

para ponerme a hacer análisis sicológicos de mi personalidad ni un carajo la vela,

porque seguro que no soy la única muchacha que está aquí sola, aunque no veo a

ninguna, no, los carnavales son de grupos, nadie viene aquí solo, a no ser esos tipos

que vienen a ligar, pero nadie más, y muchachas como yo menos, ¿a qué?, ¿a

comer mierda?, y ya ni los sapos ni los maqueros vienen solos, se juntan y forman las

cuadrillas de sapos y de maqueros a ver qué pueden sacar, pero yo, a desencerrar

problemas, a sacarlos al aire de la noche a ver si empluman y me dejan tranquila, y

a cuidarme, y si quiero a ligar yo también, ¿por qué no?, porque lo más fácil de los

carnavales es empatarse con alguien, que eso sí siempre aparece, lo que pasa es

que yo no estoy para eso ahora, y ni hablar de los tarros, no, ¡ay!, que aquí se los

pegan al más pinto, o a la más pinta, encuentros y desencuentros, ligues y fueras,

días de aventuras cortas, de bicarbonato, de desbarajustes, ¿quién no tira su

canita al aire en carnaval? Bueno, voy a salir del medio de esta masa que ya me

está poniendo furiosa con tanta pegajera, esto no es para asmáticos, no, aquí

cualquiera se cae en plena calle, voy a buscar un lugarcito menos denso, si lo hay,

y... hay algo... me  parece que... sí, oigo una voz que yo conozco, pero no veo a

nadie conocido cerca, una voz ronca, sí, la oigo clarita, pero ¿de dónde sale? no

veo nada, hay demasiada gente, nada más que intentar caminar unos pasos y ya

me apretujan, esto es un descoque, la gente viene aquí a sudar y a perder peso, no

sé qué carajo hacemos los flacos en este gerbeteo, yo cuando logre salir de aquí

voy a pesar diez libras menos, ah... otra vez la voz... ¿dónde está el dueño de esa

voz? Es que me llega hasta la misma médula, ¿de dónde la conozco?, ¿dónde la

he oído?, Dios mío, ¿dónde? Ah... ya me acuerdo... esa voz es... ahora todos los

ruidos la han apagado, sólo veo rostros y bocas abiertas, dientes al aire, cabezas

con gorritos, manos con vasos perga con cerveza, luces, cuerpos que se estrujan

unos a otros,  que bailan al compás de las orquestas más cercanas, casi no se

puede distinguir a nadie, a nadie, a... la voz, ahora cerca, muy cerca, coño, si está

aquí mismo, doy vueltas y más vueltas, me voy a marear, letreros, serpentinas,

disfraces, pitusas, tennis, vasijas con hielo, cerveza, mucha cerveza, ese es el plato

fuerte de los carnavales, sin ellas esto no sirve, y a veces se acaban después de la

medionoche, porque la gente se las echa al pico como si fuera agua, y a las dos

de la madrugada no hay quien se dispare ese olorcito a revientacaballos o también

a sietepotencias, el sudor ligado con los orines, ah, y las carrozas y las comparsas no

pasan por aquí, hay que ir a verlas a la Alameda, pero ¿quién llega hasta allá?, y en

ese desfile de mamarrachos pasa una cada media hora y si no estás con alguien

para entretenerte entre una y otra te cae el desespero... esa voz otra vez, pero

coño, si la tengo aquí mismo, ya sé de dónde, aquí mismo, casi rozándome, ¡ay!,

¿estaré soñando? pero qué tonta soy, claro que me acuerdo, esa voz es de...

vamos, Tania, búscalo, rápido, antes de que salga de tu vida otra vez, busca al

dueño de esa voz inolvidable que ha aparecido por milagro, es tuya, no la dejes

escapar, no te quedes ahí parada como una simplona... cerré los ojos y los apreté

muy fuerte, sacudiendo la cabeza, cuando los abrí, el dueño de la voz era un

hombre que estaba de espaldas junto a mí, con una camisa muy guarapeteada y

una pachanguita en la cabeza y en la mano un vaso grande, conversando con

otros hombres en el corazón del carnaval. La primera noche de carnaval. Pero no

pude contenerme y toqué al hombre por un brazo. Se volvió, se me quedó mirando

con curiosidad y me paralicé. Aquel hombre tenía toda la cara agujereada, como si

le hubieran clavado cien punzones, pero se reía, y su sonrisa era muy dulce. Cuando

se me acercó vi sus ojos serenos, como un mar que no tuviera olas. Y vi sus dientes

blancos y parejos, como los de Mayra. Y observé otra vez su cara, a pesar de las

marcas se veía plácida, tranquila. Vencí mi neviosismo y mi estupefaccción, porque

el hombre sólamente me miraba, y miraba a sus amigos como diciéndoles quién

es esta loca, sin pronunciar palabra. Entonces le dije tú eres... tú eres el hombfre que

estaba en el hospital, ¿recuerdas? Me tomó por los hombros y me dijo, ah, sí, y tú

eres aquella muchacha que... Nos abrazamos y nos apretamos como si fuéramos

dos viejos amigos que hace tiempo no se ven... Tania, Tania, repetía mi nombre

cuando se lo dije, no sé si con alegría o con nostalgia. Se despidió de sus amigos y

comenzamos a desandar la Trocha con rumbo a la Alameda. Y esa primera noche

de carnaval yo y ese hombre, el hombre vendado ya sin vendas, un recién

conocido del que apenas sabía lo que él me había contado allá en el hospital, la

pasamos juntos, recorriendo los puntos neurálgicos del carnaval, atracándonos de

cajitas con chivo en fricasé con yuca y congrís, bebiendo cervezas a granel, vaso

tras vaso, bailando, abrazados y apretujados entre las parejas que tropezaban las

unas con las otras en la algarabía callejera y derramaban su sudor que se unía a

las salpicas de cerveza y al orín escurrido desde las casetas donde todo el mundo

evacuaba sus vejigas para volverlas a llenar enseguida, y a veces hasta sus

intestinos, mientras yo y mi nuevo amigo nos alegrábamos de pasar la noche juntos,

de divertirnos como dos seres normales, hasta que comenzó a amanecer cuando ya

sólo quedaban los restos de la noche dejados en aceras, calles, casetas, quioscos,

portales, en todos los lugares donde la gente se había divertido hasta la saciedad...

Comenzó a hacerse claro en un banquito, en la Alameda, donde yo y él nos

recostamos, agotados de tanto trajín durante casi doce horas, y donde él me contó

un gran trozo de su vida y me dijo que estaba condenado desde aquel accidente,

pero que tenía que seguir viviendo sin quejarse inútilmente, y que no se iba a suicidar

por eso. Me quedé como en éxtasis con su revelación. Sentí lástima, pero sólo por un

momento, porque el hombre minimizaba su tragedia, se reía de sí mismo y de su

situación, y me hacía reír con una mezcla de alegría y tristeza. Coño, me dije, otra

vez el destino jugándome sucio, amigos nada más como yo y Plácido, ¡ay!, pero por

razones muy distintas... Le conté mi vida, mis problemas, mi situación, él estaba peor

y sin embargo sonreía, bailaba, se divertía, contaba chistes, mientras yo me había

pasado casi toda mi vida sufriendo, llorando, lamentando mi suerte, maldiciendo mi

destino, y todo inútilmente. Quién lo creería, tragedias en pleno carnaval. Y cuántas

más habrían que no conoceríamos en esa fiesta grande que llamaba a todo el

mundo sin discriminar a nadie y donde todo el mundo se mezclaba sin distinción

de ningún tipo. Vamos, Tania, alegra esa cara, que la vida puede ser hermosa

todavía. Sí, la vida puede y debe ser hermosa todavía, por eso, a partir del día

siguiente, que ya era ese otro día, desde ese banco en la Alameda, mirando el mar

que todavía no reflejaba en sus olas los primeros rayos del sol que salía, todo sería

vivir, disfrutar del carnaval, alegrarme, borrar de la memoria todo lo que no fuera

esta especie de felicidad incompleta que ahora disfrutaba, y declararle la guerra a

la amargura, al dolor, a la desesperanza. Caminamos un rato y nos despedimos en

una esquina solitaria oyendo un traganíqueles cercano que no se resistía a postergar

su música hasta el anochecer de una nueva jornada del carnaval que ya daba un

respiro de doce horas, la vida es corta, a la gente desaparecida de las calles sucias

todavía sin barrer ni regar, y hay que vivirla, y hasta luego, mi amigo querido, nos

veremos otra vez esta noche, en el mismo lugar donde te descubrí oyendo tu voz,

tu inolvidable y entrañable voz, después no importa / si hay que morir... Y a los pocos

días comenzaron a llamarme la muchacha del ring...



(continuará)

Augusto Lázaro


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sábado, 9 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 51

Cuando la enfermera se alejó de mí, sentí que algo me estaba apretando por

dentro. Mayra continuaba en su poceso y el hombre vendado se había ido y yo no

volvería a verlo, porque lo único que conocía de él era su voz. Me puse nerviosa y

salí del maldito hospital maldiciendo otra vez mi destino. Y no volví más. Pasaron

unas cuantas semanas sin saber de Mayra, no me atrevía a llamar por temor a que

me informaran lo que yo no quería saber. Una noche, en el mismo momento en que

yo abría la puerta para ir a la escuela me topé con Miguelito, que ya alzaba su

mano para tocar. Estaba sofocado y traía cara de malas noticias. Entramos y me

soltó sin preámbulos que Mayra se estaba muriendo, que su enfermedad era algo

misterioso, y que la habían dejado salir del hospital porque ella repetía a gritos que

no la dejaran morir allí y los médicos ya habían perdido la esperanza. Miguelito me

contó que le habían puesto un plan hacía algún tiempo, un plan intensivo quizás

para aliviarle los dolores, y que Mayra debía ir ahora al hospital todos los días pero

que él estaba seguro de que no iba a ir. ¿Y dónde está, Miguelito? Ah, se fue para el

monte, dice que tiene familia por allá por San Luis. ¿Que tiene familia? ¿Y cómo no

vinieron a verla cuando ella estaba ingresada? ¿Y a mí me lo vas a preguntar? Yo y

Miguelito bajamos la avenida Garzón con Mayra en la cabeza, con sus cosas, con

su enfermedad. A mí se me había echado a perder la noche, porque a pesar de

sus locuras yo quería a Mayra, ella fue la única amiga que tuve en los días difíciles,

cuando mis padres se fueron del país y me dejaron sola. Y fue una amiga de verdad

que nunca me falló, aunque yo le había fallado cuando me llevó a Manolito a la

casa. Pero no podía imaginarme que la noche me reservara otra sorpresa, y antes

de separarnos, Miguelito me la dio. ¿Sabes que me llegó el telegrama? Tuve que

llenarme de valor para no echarme a llorar en plena calle, atravesando el parque

de la Plaza Dolores, donde Miguelito me soltó aquella bomba con los ojos mojados.

Dos pájaros de un tiro en la misma noche. Quise sonreírme y me puse a toser, pero

la tos se me quitó enseguida como por arte de magia y pude respirar sin aplicarme

el dichoso aparatico que me había enviado mi mamá del Norte, que se había

convertido ya en mi compañero inseparable. Entramos en La Isabelica y nos

tomamos dos cafés en silencio. Le pregunté cuándo se iba y nada más. Bajamos

hasta el Museo Bacardí y allí nos separamos lloriqueando los dos. Entré en la escuela

con una cara de velorio que no podía disimular. Ni siquiera oí lo que dijeron los

profesores en el aula. Cuando sonó el timbre de las once me quedé en mi pupitre,

abstraída, hasta que el profesor me trajo al mundo real. Tania, ¿qué te pasa? Eh, ¿te

sientes bien? Entonces yo pensé que ya todo se había perdido... Fui a despedir a

Miguelito una tarde que caía un aguacero estrepitoso. Queríamos decirnos tantas

cosas que apenas pronunciamos palabras, tonterías sin ton ni son, tratando de

eludir lo ineludible. Una aeromoza lo llevó hasta el avión con una sombrilla azul,

blanca y roja, los colores de la bandera, que usan los aviones de Cubana. Los

detalles se graban mejor en los peores momentos. Cuando el avión se me perdió

de vista me quedé en la terraza, pensando en Miguelito. Dentro de hora y media

estaría en La Habana y dentro de unos días Dios sabía dónde. Me quedé un rato

más dejando que la lluvia, ahora no tan fuerte, me cayera encima, mirando el cielo

que cada vez se oscurecía más. Pasadas las cinco ya era casi de noche. Caminé

un rato por los alrededores del aeropuerto. Qué sola puede estarse a veces entre

tanta gente. Yo miraba las caras que corrían a los taxis, a los pocos ómnibus que

llegaban a esa hora, a los autos de amigos o de familiares que venían a recoger,

a esperar o a despedir. Qué sería de mí si algún día yo me perdiera de vista en el

aire sin ningún par de ojos que me buscaran en las nubes. Y al llegar a algún

lugar extraño quizás no tuviera a mi mamá esperándome porque... y me horroricé

imaginándome que mi mamá pudiera haberse muerto y entonces qué me haría

yo en aquel país extraño sin ninguna mano amiga y protectora. Por primera vez

imaginé la muerte de mi mamá y se me erizaron los pelos en todo el cuerpo. Seguí

dando tumbos, caminando sin parar sin saber a dónde ir, dejando que la lluvia me

empapara. Regresé a la ciudad. Así como estaba me metí en un cine para ver si

lograba distraerme y olvidar, en lugar de encerrarme en mi casa a atormentarme

más. Dentro del cine seguía tiritando. Las imágenes de la pantalla pasaban por mis

ojos sin entrar en mi cerebro. Así estuve un buen rato, hasta que salí, y caminé por

el centro hasta cansarme. Por fin regresé a mi casa aguantando los deseos de

llorar, pero tan pronto cerré la puerta me tiré en la cama y me puse a llorar con un

desespero incontenible. Una vez más me convencí de lo frágil que seguía siendo.

Pensé otra vez en Mayra. No tenía noticias suyas y Miguelito era el único que podía

decirme más o menos cómo localizarla. Al día siguiente no fui a trabajar. Llamé a

Charito por teléfono a ver si sabía algo, pero en la casa de Marina estaban en las

mismas, y con esa incertidumbre se me fueron los días, las semanas, quizás los

meses, porque no me atreví a volver al hospital a ver si allí sabían algo, ni siquiera a

llamar. Y en esas me encontraba cuando oí comentar en la oficina que dentro de

apenas unos días comenzarían los carnavales de Santiago...

(continuará)

Augusto Lázaro


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domingo, 3 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 50

Tengo a Mayra aquí en mi casa. En mi cuarto. En mi cama. No hace más que

quejarse del dolor que siente, por muchos calmantes que le dé. Duermo en un catre

viejo que me prestó Aleida, con los nervios de punta otra vez. Y esta semana no he

podido traer a Bertica, porque con Mayra aquí como está ni hablar. Tremenda la

tareíta que me ha caído: cuidar a Mayra, que no se deja cuidar. Ya estoy cansada

de decírselo, que tiene que ir al médico, pero Mayra es más terca que una mula

vieja, trabajo me costó que viniera, ¿dónde coño te vas a meter, criatura?, si tú no

tienes ni dónde caerte muerta, anda ya, vamos para mi casa, y me tuve que poner

dura con ella, que si no. Ah. Para mí que Mayra es baracutey, nunca habla de su

familia, y todo el mundo tiene una familia. Ella no nació de una mona, aunque cara

de mona sí tiene la muy. Está flaca y desgarbada, la pobre, si la dejan sola en la

calle se cae y no hay quien la levante. Claro, tomadera, fumadera, con extranjeros

todas las noches, no digo yo. Yo se lo decía, te vas a enfermar, pero ella me tapaba

la boca diciéndome: el aura diciéndole puerco al perro. Y tenía razón, porque yo

me abandonaba también, suerte que recapacité y adiós. Eso de volar el turno del

almuerzo pasó a los recuerdos, se lo dije al Económico, no puedo seguir trabajando

sin comer, Salvador, lo siento mucho, pero si sigo así me dan la baja pronto, y él se

echó a reír, pero me dijo que tenía razón. Y bien, el caso es que Mayra está aquí,

está jodida, y yo no sé qué carajo voy a hacer con ella, de corre corre, el trabajo, la

escuela, la casa, la niña, los mandados, la cocina, los estudios, y ahora Mayra. Pero

los amigos se miden en los malos momentos, claro. Y esta cabrona está pasando por

su peor momento, con sus quejas, sus dolores, su inapetencia, y pasan los días y mi

vida se complica más, yo que vamos al médico y ella que no voy a ningún médico,

yo que sí y ella que no, ah. Pero mañana mismo voy a llevarla al cuerpo de guardia,

a la fuerza si hace falta y al carajo la vela, que aquí no se va a quedar toda la vida

hasta que largue el piojo. Además, yo la veo muy desmejorada. Y cataplún, cargo

con ella una mañana que amanece gritando del dolor y la cosa resulta que es peor

de lo que yo pensaba, esta joven está enferma de cuidado, hay que ingresarla, me

dice el médico. ¿Y qué es lo que tiene, doctor? Pero los médicos no dan muchas

explicaciones. Le digo a Mayra que debe quedarse allí ingresada, pero la muy burra

me dice que ella no se va a quedar en ningún hospital de porquería para que le

llenen los brazos y las nalgas de pinchazos, que ya se le pasará, que seguro que eso

es algo que me ha caído mal, no te preocupes, ya me pondré bien, pero Mayra,

¿serás tan estúpida que no te das cuenta de que estás de ingreso? Y otra vez para

la casa, sin hacerle caso al médico. Y a partir de ese día tengo que faltar a la

escuela, porque por las noches Mayra se pone peor, se queja del dolor gritando y

no hay Dios que la calme, y si esto sigue así voy a tener que faltar al trabajo y

entonces sí que la mula va a tumbar a Genaro, porque faltar al trabajo es algo

serio y además perdería dinero, dígame usted. Mayra enferma y yo sin plata, no,

no puede ser, de ninguna manera, tengo que hacer algo. Mayra no quiere comer,

cada día está más flaca, ya casi no puede mantenerse en pie, voy a llamar a

Aleida a ver qué me aconseja. Sí... Y una mañana sucede lo que yo temía: Mayra

amanece dando gritos estentóreos, pero llamo a Aleida al amanecer, corre,

Aleida, ayúdame, que esta muchacha se me va a morir aquí, fíjate cómo está,

vamos, apúrate, y Aleida viene corriendo de verdad en bata de casa, y le digo

vístete y acompáñame, ayúdame a cargar con esta cabezaloca para el hospital,

y al fin sacamos a Mayra cuando regresa Aleida ya vestida y a la fuerza con ella,

al cuerpo de guardia, Mayra todavía insistiendo en que no quiere ir a pesar de la

descarga que le echa Aleida, está bueno ya de tanta majadería, chica, te quieres

morir o qué carajo te pasa, cállate la boca y vamos, que ya tú estás muy crecidita

para que te pongas con esa blandenguería, y Mayra se desgañita dando gritos,

entonces llega una ambulancia que Aleida había llamado y nos vamos en ella para

el hospital. Cuando la examinan en urgencias le dan el ingreso enseguida y por fin

yo y Aleida podemos respirar tranquilas y nos sentamos a descansar en el pasillo.

Qué muchacha más terca, óyeme, menos mal que salimos de eso, yo oigo sus gritos

a cada rato y me pongo, ya tú sabes, me imagino cómo estarás tú... Y a partir de

ese día, cada vez que tenía un rato libre me llegaba al hospital a saber algo de

Mayra, porque no me dejaban entrar a donde estaba. Mayra tenía algo raro, me

dijo el médico, pero había que hacerle muchas pruebas y muchos análisis a ver qué

salía. Un viernes por la tarde, al salir del trabajo, me llegué al hospital, y lo mismo,

no pude entrar a verla, está en la sala de infecciosos, y nada de decirme lo que

tenía. Caminé por el pasillo y se me ocurrió mirar por la puerta de otra sala, y en la

puerta vi un hombre sentado en una silla de ruedas que tanía la cabeza y la cara

vendadas. Me llamó la atención y me acerqué, mirando aquel hombre que apenas

se movía. Sólo se le veían la nariz y la boca. Lo estuve contemplando un rato, me

volví y salí del hospital. Después, cada vez que iba al hospital para saber de Mayra

pasaba por aquella sala, buscando al hombre vendado, y cuando lo descubría, me

le quedaba mirando embelesada. Una noche se me ocurrió preguntarle a una de

las enfermeras de la sala quién era ese hombre, qué le sucedió, por qué lo tenían así

vendado de esa forma. La enfermera se volvió, porque el hombre nos había oído

parece y se acercó a nosotras, quizás pensando que yo era alguien que había ido a

visitarlo. Entonces llamó a la enfermera y cruzó dos palabras con ella, muy bajito. La

enfermera se volvió hacia mí y me dijo ven, muchacha, que él quiere conocerte. Y

desde esa misma noche yo y el hombre vendado conversábamos un rato cada vez

que yo pasaba por el hospital. ¿Así que eso fue un accidente? Yo nunca le dije

quién era ni él tampoco me lo dijo, por eso tenía algo de misterioso y a mí me gustó

que aquello fuera así. Sólo me contó el accidente, y así conversábamos como si

fuéramos buenos y viejos amigos, ignorando nuestros propios nombres. Otra vez se

me despertó ese don compasivo que tantos problemas me había traído, no sabía

por qué tenía que interesarme por aquel hombre extraño que parecía una momia

y al que nunca pude verle el rostro en aquel hospital de todos los demonios. Me

repetía que no, que no lo vería más, que esa era la última vez, pero al día siguiente

de cabeza al hospital, más por ver a aquel hombre que por enterarme del estado

de Mayra, que por otra parte, para enterarme me bastaba con llamar por teléfono

desde la casa de Aleida. El hombre vendado tenía la voz ronca, pero suave, muy

delicada, y a mí me gustaba oírlo hablar, aunque no hablaba mucho, pero lo que

me contaba era una historia extraña y a la vez fascinante. Su voz se me grabó, a

falta de otro detalle de su físico que no podía ver. Era una voz que no podía

olvidarse y eso era lo único que yo tenía de aquel hombre, su voz y su misterio, su

incógnita, su enigma. Me hacía mil ideas de cómo sería su rostro, su cuerpo, sin

embargo, fue él quien habló de mi voz, me gusta tu voz, me dijo, la encuentro

musical, una voz como la tuya tiene que salir de una boca sensual, de una cara

bonita. ¿Sí? Pues mira, a lo mejor si me ves te desencantas. El hombre vendado

movió la cabeza y me dijo que no, yo nunca me equivoco en mis corazonadas y

contigo tengo una que no te voy a decir todavía. El accidente había ocurrido en

la carretera turística y aunque él no me aclaró detalles me dio por pensar que ese

día o esa noche él estaba borracho, de parranda, porque me contó que ellos

(no me aclaró quiénes) regresaban de San Pedro del Mar a millón, todos pasados,

es que me gusta la velocidad, ¿tú sabes?, es excitante. Esa noche salí para mi casa

sin acordarme de la pobre Mayra, alejándome de ese hombre que se había metido

en mi vida sin siquiera proponérmelo, y sin saber en realidad quién diablos era ni

cómo sería ni nada. Con la mano le dije adiós, como si él pudiera verme,

sonriéndole con una mezcla de compasión, tristeza e interés, dándole gracias a

aquel desconocido por haberme hecho pasar noches tan agradables, con un

sentimiento extraño de solidaridad no acostumbrado en mí, y mientras caminaba

repetía en susurros gracias, querido, volveré para verte y para que me veas cuando

te quiten esos trapos horribles, porque los dos nos veremos algún día, cómo no, nos

conoceremos, y podremos unir nuestras desgracias para intentar entre los dos

convencernos de que a pesar de todo la vida puede ser hermosa... Cuando los

exámenes comenzaron me dediqué a estudiar todo el tiempo, tomando pastillas

para no dormir y seguir hasta altas horas de la madrugada quemándome las

pestañas, y por supuesto dejé de ir al hospital. Al terminar las pruebas, que saqué

con bastantes buenas notas, me llegué una tarde al hospital a continuar mis

conversaciones con el hombre vendado. Pero al llegar y no verlo le pregunté a la

enfermera. No, ya se fue, le dieron el alta hace unos días, cómo preguntaba por

ti, muchacha, me decía enfermera, ¿no ha venido hoy?, ¿por qué no viene?, ay,

yo creo que me ha olvidado... Y cuando la enfermera se alejó de mí, sentí que algo

me estaba apretando por dentro...

(continuará)

Augusto Lázaro



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