domingo, 6 de agosto de 2017

92 HORITAS


Sábado 29 de abril de 2006, 14.00 hrs. Acabo de llegar de hacer las compras de la

 

semana y me dispongo a pasarme nada menos que ¡92 horas!... encerrado en mi

 

casa, sin salir ni siquiera a llevar la basura hasta el contenedor. ¡92 horitas!, como lo

 

oyen (o lo leen): hoy sábado hasta medianoche 10, mañana domingo todo el día

 

24, el lunes todo el día 24, el martes todo el día 24, y el miércoles hasta las 10 en

 

que por fin me decida a coger sol un rato, otras 10, o sea, nenes: 92 horas, ni un

 

segundo menos. Pero no, hombre, no, no estoy como una cabra, qué va, ni con la

 

gripe A tampoco, no te digo, ni condenado a reclusión domiciliaria, qué voy a

 

estar, qué ocurrencia, vaya, ni padezco de agorafobia (aunque confieso que me

 

encantan los espacios cerrados: en ellos me siento, sobre todo cuando hace un frío

 

de tres pares, algo así como cobijado, protegido, arrullado por ese espacio que me

 

acoge con verdadero placer, pero eso no viene al caso, al menos por ahora). No.

 

Es que yo los domingos nunca salgo, y como el lunes 1º de mayo y el marte 2 son

 

feriados, pues tampoco pisaré la calle, que los feriados son peores que los mismos

 

domingos y no se ve en la calle ni un mendigo con un cartelito. No. En esos días las

 

calles están más vacías que la esperanza de mi pobre amigo Marcelo de sacarse el

 

euromillón y salir de su aburrida situación de pobre de solemnidad. Porque eso tiene

 

la pobreza, que además de ser maligna es muy aburrida, y eso es lo peor que tiene

 

la muy cabrona. Pues eso, sí. Dice Marcelo que esta ciudad (no dice de mierda,

 

pero lo piensa) padece, o mejor dicho, hace padecer a sus habitantes inocentes

 

nada menos que ¡6 plagas! permanentes: frío, calor, lluvia, viento, polvo y ruido.

 

Cuando no hace un frío que te miniaturiza los huevos hace un calor que te derrite

 

la musculatura, cuando la lluvia no te ensopa hasta calarte la mandolina, el viento

 

se te pega en las mejillas y casi te empuja, arañándotelas literalmente, y cuando el

 

polvo no se te enchurra en los zapatos y los pantalones oscuros, el ruido te deja de

 

tapia y casi no oyes el pitazo del coche que por poco te manda para allá de un

 

tirón. Pero yo creo que a Marcelo le han faltado algunas otras plagas que padece

 

esta ubre (sic) y que padecen sus cinco millones de habitantes (que dentro de

 

poco van a ser tantos que no van a caber y entonces... bueno, vecino, ya

 

veremos...). ¿Que qué voy a hacer durante esas 92 horas metido en mi casa como

 

una babosa acurrucada en su concha? ¡Ahhhhh! Pues lo mismitico que hago

 

cuando no hay ningún puente, ni corto ni largo, y tengo que salir a la calle para

 

deleitarme con tantísimas y tan atractivas variedades que engalanan mis paseos:

 

asearme, desayunar, escribir tonterías en el IBM que ni El Tato se atrevería a intentar

 

deglutir, leer libros, revistas, periódicos, suplementos, tabloides, que es lo que más

 

hago diariamente, porque es un placer que tiene la gran ventaja de que es gratis,

 

además de solitario, silencioso, calmante, único, oír música, alimentarme, trajinar

 

con mis cosas y con las cosas del piso, que aunque no son mías es como si lo fueran,

 

porque tengo que darles mantenimiento no remunerado, a pesar de que pago un

 

alquiler que no voy a decir de cuánto porque hasta yo me asusto. Y por la noche

 

ver alguna que otra plasta de las menos malas que pasan por la caja idiota para

 

idiotas que consumimos las teleidioteces, y que conste, que yo me cuento entre

 

ellos, entre los idiotas, y en sus primeras filas, vamos. Ah, ¿que por qué no salgo a

 

coger fresco y así me entretengo por ahí? ¡Ahhh otra vez! Bueno, es cierto que para

 

gustos se han hecho las salidas (y las entradas) y que todo es según el color y eso, y

 

también que cada cual ve lo que le rodea según su estado de ánimo y su cuenta

 

bancaria, pero vamos, que la calle no es una feria colorida y con sonidos estéreo de

 

instrumentales de esos que aquí ninguna emisora se digna a pasar nunca (algo que

 

nunca me he podido explicar) y etc. Salir a la calle, leyentes (o a las calles) mientras

 

se está a pie o caminando, que parece lo mismo pero no es igual es encontrarse

 

en el paseo, dentro o fuera de los transportes tan espectaculares, las gracias de los

 

mozalbetes ociosos con sus patas encima de los asientos, el humo de los fumadores

 

implacables que te lo echan casi en tus mismas narices (y cuidado con protestarles),

 

los gritones que parece que están sordos y berrean como carneros trashumantes

 

para trasmitirse las tonterías que se les ocurren o para comentar los últimos partidos

 

de fútbol de sus equipos que están en picada sin que el cabrón presidente del club

 

haga algo para salvarlos de la ruina, los olores indescifrables que pululan por todos

 

los rincones, las zanjas, huecos, barandas, que impiden el libre traslado a patitas si

 

es que no quieres perder media hora esperando el transporte, los pedigüeños que te

 

salen donde menos tú te imaginas que vas a encontrártelos, entre ellos los genios

 

musicales del Metro, cada día más y más desafinados y con más opciones para que

 

se conviertan en concursantes televisivos de algún realllity show, y ya que estamos

 

en el Metro del Horror... los apretujones, empujones, pisotones... mejor ni hablar de

 

"uno de los mejores metros del mundo", sí, que vuela, por supuesto, y... las revistas

 

esas de famosetes con menos vergüenza que los políticos, que ya es decir, que

 

hojean sin siquiera leer muchas señoras que por su aspecto y almanaque ya no

 

están para ilusionarse con quitapellejos (léase liftings) y futuros (?) de millones y

 

Mercedes con Bautistas al volante de completo uniforme, el contenedor volcado

 

con regueros de papeles y basuras, el perro con las tripas tiradas en un charco de

 

no se sabe qué sustancia rojiverdosa (¡qué asco, carajo!), las fachadas que piden a

 

gritos uno o dos remozamientos desde los cincuenta... en fin, ciudadanos, que para

 

ver tanta mierda de otros me quedo con la mía, que será mierda también, sí, pero

 

es mi mierda, y tengo que disparármela aunque no me guste su olor ni lo demás.

 

No señor. De calle nada. ya bastante tengo con imaginarme lo que voy a ver una

 

vez más cuando no me quede más remedio que salir: las plagas, los olores, los

 

ruidos, los gordos, los idiotas (ambos in crescendo), basuras, cagadas de palomas,

 

papeles y más papeles desbordados o lanzados al suelo, inmisericordemente, gente

 

y gente por doquier, los lugares abarrotados, las discusiones en grupos, altavoces

 

humanos, ¡ay!, y... no, no, no. Ni pensarlo, majines. De eso nada. Déjenme aquí

 

metido como un macao terco, que así no veo nada y paso. Porque para ver y

 

disfrutar de cosas bellas, que las hay también, hombre, hay que tener pastilla, y yo

 

de pastilla lo único que tengo es aero-red para cuando no pueda expulsar los gases

 

del estómago por algún exceso de chocolatería, que es uno de mis pocos vicios.

 

Ayer mismo en la calle, como que ya por la edad estoy perdiendo las facultades,

 

aplasté un gran trozo de vidrio inglés que... ¿que no saben lo que es el vidrio inglés?

 

Si eso lo saben hasta los concursantes de los bolos y las pelotas... pues hijos míos, el

 

vidrio inglés es una cosa que de lejos parece mierda... y de cerca lo es. Nada, caca

 

de perro, que eso está de moda, y cuando regresé a mi casita, a trajinar con el

 

puto zapato embarrado para quitarle el olorcito, coño, que a pesar de mi extrema

 

restregada con jabón, lejía, betún, champú, desodorante, matacucarachas,

 

detergente y otros menesteres limpiadores, como decía mi pobre madre (q. D. t. e.

 

s. s. g.): la tengo interpretada en las narices (la mierda, por supuesto). Si por lo

 

menos el dichoso can hubiera sido el mío... pero es que yo no tengo can alguno.

 

No es que no me gusten los animales (en la ciudad hay varios millones, de dos y de

 

cuatro paticas, sí señor), es que ya no estoy para eso, vamos. Pues así las cosas, ya lo

 

dijo Gerónimo, el de Magia Roja: "¡nada por todas partes!" Sí. Aunque el autor, un

 

tal Geldherode, erró la palabra, pues debió decir ¡mierda por todas partes!, que

 

sería lo certero. Tal vez si hubiera conocido este laberinto de asfalto donde por

 

suerte vivimos (?) habría usado esa palabra, tan definidora para tantas cosas, para

 

tantas circunstancias y ocasiones. Pues sí. ¿La calle? Pues ahí se las dejo. Disfrútenla.

 

Paseen mucho, que eso es bueno para la salud. Cojan fresco, respiren aire puro si lo

 

encuentran, y así cuando regresen y se encierren en sus habitaciones o se sienten

 

en sus sofás a ver la tele, no les quedará más remedio que repetir la frase hecha y el

 

lugar común: "¡hogar, dulce hogar!". Yo aquí con mis 92 horitas, como un oso en

 

invierno, con el ventilador en la tercera velocidad, en short y camiseta (o sin ella si la

 

canícula se pone pesadita). Y ustedes, que disfruten de la calle, parientes. Buenas

 

noches y buena suerte... Ah, se me olvidaba: es que la Nati se fue al pueblo con su

 

querida madre que se moría de deseos de pasarse unos días allá, y como la noble

 

señora está ya de tirar, la pobre, no podía ir sola, y se lo dijo: oye, hija, ¿por qué no

 

aprovechamos este puente de 4 días para ir al pueblo, que tengo muchas ganas

 

de ver a mi gente? Y la Nati, como es tan buena hija y tan complaciente, pues allá

 

voy con mamá... y yo aquí, con la gran compañía de las 92 horas sonándome en

 

los oídos como un jazz con vitafón... Pues eso, gente, que disfruten de la calle, es

 

toda suya. Y otra vez buenas noches y buena suerte... que dicen que es loca. La

 

suerte, no la calle, vamos.

 

 

 

Augusto Lázaro

 

@lazarocasas38