domingo, 12 de marzo de 2017

HAY MOTIVOS... Y HAY SON

¡Qué día! La verdad que te has ganado el derecho a sentarte ahí con tu querida

máquina de escribir, en paz. ¿Cómo se te ocurrió la idea de dedicarte a las letras? Y

en este país nada menos. Tu padre te lo decía, el pobre, desde que te metiste en el

taller literario y te olvidaste de tu propósito -y su sueño- de estudiar ingeniería: hijo,

vas a cambiar la vaca por la chiva, y le faltó agregar que la chiva estaba enferma.

Pero tú eres cabezón: engavetaste los manuales y te enredaste con Vargas Llosa,

Cortázar, Carpentier, y otras yerbas que andan por ahí pinchando a inocentes

como tú para que se enfrenten con estoicismo y decisión a la siempre impresionante

cuartilla en blanco. ¡Ah! Pero dejemos eso, hijo, tu mal no tiene cura. Te picó el

bichito y ahora, aunque te riegues un cartón entero de Micocilén en todo el cuerpo,

vas a sentir la picazón hasta dormido. Mírate ahí sentado, listo para arremeter contra

esa Remington que increíblemente todavía funciona después de cincuenta años de

uso en varias manos y comenzar a llenar esa hoja, que eso sí fue un milagro que

pudieras conseguir, porque aquí ya no se ve papel ni en la Junta Central de

Planificación. La suerte te llevó a pasar por EL SIGLO XX y descubrir al negro de las

agenditas y los almanaquitos de bolsillo y las oraciones mimeografiadas -esas

menudencias que encuentran presa fácil en el río revuelto- y cuando notaste

aquellos bloques de hojas de papel gaceta -y sin rayas- por poquito le das un beso

al negro. ¿Y cuánto vale el bloque?, le preguntaste, y el negro se te quedó mirando

porque encima de cada trozo había una tarjetica con el precio que tú no notaste

porque estabas en éxtasis. Pero en fin, seis pesitos por un bloque de cien hojas no

estaba nada mal. No tenías dinero para más y decidiste ir comprando poco a poco

lo que te hiciera falta, pues el negro te dijo que él siempre tenía esas hojas. Eso no lo

compra nadie, te informó, y tú le sonreíste, alegrándote de que eso no lo comprara

nadie, pensando que ningún escritor había pasado por allí, porque no quedarían ni

los cartoncitos con el precio. Los escritores no entran en las tiendas de ropa, ¿para

qué?, razonaste, concluyendo en que tú eres un tipo raro de escritor. Pues desde

ese día te hiciste cliente del negro, pero como necesitabas pasar la novela con

copias tuviste que comprarle una docena de cuadernos: setenta y dos pesos

contantes. Pero al fin, después de padecer la espera de la búsqueda inútil ya tenías

tu papel para la novela y para ese cuento que ahora vas a comenzar a escribir.

Claro que la cosa no se resolvió tan fácil: cada vez que llegabas a la casa con un

bloque y lo colocabas junto a lo que te quedaba del anterior te dabas cuenta de

que las hojas no eran iguales: más largas, más cortas, más anchas, más estrechas,

y los colores y el grosor tampoco eran idénticos, pero qué importaba todo eso si por

fin tenías lo principal: papel para escribir. Bueno, pensaste, lo llevaré a cualquier

imprenta para que me lo emparejen con la cuchilla, y una mañana metiste lo que

tenías escrito y el resto de los bloques en un bolso de CUBALSE y te llegaste a la

imprenta de la Industria Gráfica de la calle Calvario, la que te quedaba más cerca.

¡Ja! La cuchilla, o sea, lo que llaman la guillotina, estaba rota. Te tomaste un café

aguado en un timbiriche particular y buscaste otra imprenta, y en la otra, que no

estaba muy lejos, te dijeron que el operador de la guillotina había salido a resolver

un problema personal urgente, que no se sabía cuándo regresaría, si regresaba, y

que allí nadie sabía usar ese aparato. No desesperarme, te dijiste, y con tu Cubalse

a cuestas, que ya te pesaba bastante, te encaminaste hacia el tercer intento. Y

efectivamente, el que persevera triunfa, en aquella otra imprentica que parecía un

puesto de frituras pudiste resolver tu problema. ¡Qué alivio! Un batido de zapote y

un boncito con pasta en el timbiriche de la esquina y a casa con tus mil doscientas

hojas exactamente iguales. O casi. Al menos en la forma, aunque de distintos

colores y espesores, que eso la guillotina no pudo unificar. Pero en fin, pudiste pasar

la novela en un mes y una semana, dando tecla a todo tren, y ahora vas a

comenzar a escribir ese cuento que ya tienes estructurado en la cabeza. No te

preocupes, tú verás qué bien te va a salir, después ya verás qué haces con él.

Quizás pudieras enviarlo a España. Pero no, eso sería abusar del gallego que está

parando arriba en el apartamento de Pilar y no, ya está bien. Ahora es mejor pensar

en el cuento. Y qué suerte ese gallego, que te prestó una revista con convocatorias

de concursos, porque aquí las convocatorias extranjeras brillan por su lejanía y

cuando llega alguna se queda en la piña de La Habana que controla todas esas

tramas. Así que esmérate, conecta el ventiladorcito polaco y métele manos, ya que

escribes con ambas, que viste en esa revista un concurso que da mil dólares por un

solo cuento de ocho páginas, porque aquí en tu país por ocho páginas no te dan ni

las gracias por participar. Por un libro completo -que para crearlo, bosquejarlo,

revisarlo, pulirlo, corregirlo, copiarlo, encuadernarlo y enviarlo hay que tener más

cojones que Ulises- el CASA, que es el que más paga, te da sólamente tres mil pesos

cubanos, que al cambio callejero serían menos de doscientos dólares. Claro, eso si

te llevas el premio, cosa hartísimo difícil, hijo mío, por la competencia y por todo lo

demás. Y si acaso una foto en el Granma y muchas gracias, ¿desea tomar un café?

Bueno, hijo, la cosa es escribir. Escribir e insistir a ver si un día tocas la flauta como el

burro de la fábula, sin alusiones personales, ¿eh? Después de todo has estado

dichoso: mira qué fácil conseguiste ese papel carbón para pasar las copias de la

novela: en un descuido de la secretaria de Cultura le sacaste de la gaveta el

celofán que tan celosamente guarda y enseguida lo metiste en tu carpeta: treinta y

seis hojas del bueno, Pelikan, que a ella le manda su cuñada desde Canadá,

porque Cultura no da ni del opaco de la máquina del teletipo viejo que aparte de

ensuciarte las manos, cuando lo usas una vez ya tienes que tirarlo al cesto. Claro,

otra cosa fue conseguir la cinta de la máquina, ahí sí tuviste que sudar y gastar suela

de zapatos y si no desenvaninas los veinte que te pidió Erasmo ahora estarías ahí

sentado maldiciendo la hora en que el bichito te picó. Y menos mal que tenías la

máquina de tu papá, porque escritores con máquina de escribir que tú conozcas

son nones y no llegan a tres. Ese artículo no se encuentra ni en las tiendas de dólares

y quién te viera a ti zancajeando de aquí para allá, en las Casas de Cultura,

cogiendo turno para usar uno de esos tarecos que usan las secretarias cuando se

desocupara. Ah, no, eso para aficionados de los talleres literarios, tú ya pasas del

nivel y no puedes caer tan bajo. Lo tuyo es así como estás ahora, con la soledad

imprescindible, que esa al menos no te falta nunca. Short y chancletas, un termo de

café, el ventiladorcito cerca, y si acaso una que otra asomadita a las persianas para

ver si ya salió la niña del tercero que siempre sale a esta hora bien apretadita a

sentarse con otras de su especie a mostrar sus cualidades físicas y logorreicas. No es

fácil. Hay que tener sangre de cangrejo moro y además encomendarse a la divina

providencia, porque ¿de qué puede vivir un escritor aquí? Si se dedica a otra cosa

siempre será un aficionado o una promesa incumplida, y si nada más escribe se

muere de hambre. No en balde tu tía Carola te lo dice cuando se encuentra

contigo en la calle: sobrino, hazme caso, deja los libritos y la maquinita y ponte para

Cubanacán, que eso es lo que da, lo demás es intentar sacarle punta a un lápiz

mocho. Tu tía Carola, sí. Mira lo de la novela: mandarla a una editorial ni soñarlo,

tú no eres ningún consagrado ni una de esas figuras nacionales establecidas que

tienen un pequeño espacio para sus ocurrencias, y para quienes no viven en la

capital los recursos son pobres y de solemnidad: te mandan una carta sin haber

leído la novela y te dicen que está bien, pero que le faltan algunos detallitos y te

quedas con las copias y con la resaca del esfuerzo y el tiempo dedicados a ese

menester de dar tecla, y sin el dinero que te costó certificar el paquete, que ese es

otro capítulo digno de Arrabal: en el correo siempre le encuentran -¡oh casualidad!-

algunos detallitos al bulto que llevas: que no está bien pegado o amarrado,

compañero, que tiene que cortarle las esquinas, joven, que el papel de la envoltura

es muy flojo, óyeme, es como para incrustárselo a la empleada de la ventanilla en

la cabeza. Mejor deja eso, muchacho. ¿Y a un concurso? Idem de lienzo. Podrías

enviarla, pero llevarse el premio es como la aparición de la virgen de Fátima a las

doce a. m. en la Plaza del Mediodía de Marianao. Además, tanto esfuerzo por si

acaso quinientos pesitos que se te irían en frituras y batidos a los quince días. No vale

la pena. Por eso te decidiste: ¿por qué no se la doy al gallego de los altos para que

la entregue en alguna institución de su país? Y a mandar la obrita para la Madre

Patria a ver qué suerte corre, que con probar no pierdes más que lo que ya has

perdido aquí sentado mirando a la Remington con cara de idiota. Pero imagínate

si te publican la novela en España: serías un escritor internacional y entonces aquí

enseguida te publican cualquier bobería que escribas de un tirón y sin pulir. ¡Ja ja!

Se te eriza la piel de pensar en la cara que pondrían algunos por ahí. ¡La novela!

La odisea de las hojas, del trabajo, de conseguir la ponchadora, las presillas, las

carátulas, no, hijo, Ulises es un comemierda al lado tuyo. Pero es inútil regodearse

con esos recuerdos calamitosos carentes de sustancia. Ya pasaste el puente, ahora

no mires a las cataratas no vaya a ser cosa que te marees y te caigas en plena

cascada. Si hasta goma de pegar conseguiste con la señora de los cucuruchos de

maní, que la hace de almidón, porque ni en el correo existe eso. Vamos, ahora a lo

tuyo, que con tu método casi siempre las cosas te salen campanudas: no sentarte

frente a esa hoja en blanco hasta tener bien alineada la historia que vas a contar,

sólo cuando te sientas, como ahora, en condiciones óptimas para darle a las teclas

(deberías ser pianista) que aunque ya son casi las ocho de la noche y todavía ni

baño ni comida ni nada, te ha entrado la corcomilla de escribir, y si aprovechas

va y lo escribes de un tirón, porque estás inspirado y no puedes dejarlo para luego.

Después lo guardas y a las dos o tres semanas lo revisas y comienzas a pulirlo, que

para eso tú nunca te has apurado. Y gracias que ya llenaste los tanques de agua,

no te pase como cuando escribías la primera versión de la novela, que cuando más

disposición tenías para armar un capítulo, ¡pum!, llegó el agua, movimiento

doméstico impostergable: los tanques, los latones, los cubos, el fregado, la cocina,

y el papel se quedaba esperando la caricia del lápiz, o de la máquina si ya habías

hecho un bosquejo, y cuando terminabas con esos trajines caseros ya ni tus manos

ni tu cabeza estaban para ninguna hoja en blanco.  Otras veces tenías aue correr

a la calle, que llegaron las papas, que hay huevos en la carnicería (y que hace

como un mes que no entregan, por cierto), que por fin trajeron el faltante del arroz

a la bodega... Así que ahora tienes que clavarte ahí, en esa banqueta ortopédica,

y a teclear se ha dicho, que después podrás bañarte feliz y comerte contento el

jurel y las papas hervidas y a dormir, porque esta noche en la tele lo único que van

a pasar es la comparecencia número mil ciento ochenta y seis del Presidente de la

Asamblea Nacional del Poder Popular repitiendo lo mismo que dijo en la número

mil ciento ochenta y cinco la semana pasada, por los dos canales, y eso tú no te

lo vas a disparar. Vamos, frótate las manos, que lo que tienes en la chola va a dejar

chiquito al pobre Rulfo, trae el Predom y ponlo cerca, que el barómetro está al

romper los 35 y la humedad por encima del 90, y escribir sin aire en este calorcito

delicioso y húmedo es una idea casi inquisitorial. Y a ver la vuelta que le das a eso

que quieres escribir, por si acaso, acuérdate de lo que le pasó a Armandito, el

pobre, que muy poco faltó para que lo acusaran de diversionismo ideológico por

aquel poema oscuro (como dijo Rubén) y ambiguo (como señaló la asesora del

taller literario) y hasta sospechoso (como recalcó ese gordo que aunque no es

escritor ni miembro del taller siempre acude a las reuniones a observarlo todo).

¡Cuidado! Y a ver después, porque fuera de la capital sólo puedes aspirar a la

benevolencia de Cultura que edita plegables de ocho paginitas recortadas de los

desperdicios de la imprenta y gracias, con doscientos ejemplares de tirada única

que circulan entre la misma gente que ya conoce el cuento o los poemas. No, no

es fácil. Y mira el mismo Carpentier que escribió en la misma cárcel en agosto de

1927 (preso por actividades políticas) la versión completa de su primera novela,

Ecué Yamba-o. ¡Ay, muchacho! Mírate ahí tú, que no estás en la cárcel, lo que

tienes que inventar para escribir el cuentecito ese... Pero vamos, hombre, acaba

de empezar de una vez, que ahorita te cogen las diez y no has tecleado ni la

primera frase... Así, así, tú verás que te va a quedar de rechupete. Estás en tu

mejor momento. Sigue, sigue... pero... ¡recoño! ¿Qué es esto? ¡Mameyes! Lo que

faltaba. Ahora sí... Precisamente ahora que tienes la musa en estado de gracia:

¡el apagón! Nada menos que el dichoso apagón. ¡Cojones! Y que hoy no estaba

programado...

Augusto Lázaro

(en días del primer período especial en Cuba)

Lea mañana en http://laenvolvencia.blogspot.com el post 372 titulado HAY MOTIVOS... Y HAY SON