domingo, 3 de diciembre de 2017

¿TAMBIEN ESTE DOMINGO?


ESTE DOMINGO MI CITA ES CON LA PATRIA, decía una valla colocada en la acera



del patio del círculo infantil. El hombre hizo una mueca, recordando que todavía



le faltaba la hamaca para completar su aditamento y poder declararse miliciano



cumplidor cuarenta aniversario del ejército rebelde. "Seguro que el domingo van a



chequear eso". Su unidad estaba comprometida a declararse lista para la defensa



en la tercera etapa y saludar el día del miliciano con la totalidad de sus



combatientes debidamente avituallados. Al pasar por el estanquillo compró el diario



local, que ahora salía una vez a la semana. En la primera plana de las cuatro que



tenía podía leerse en letras de enormes caracteres: DOMINGO: DIA DE LA DEFENSA.



Hojeó el periódico, lo dobló, y siguió caminando hasta su casa, a media cuadra,



frente al círculo. Repasó todas las cosas que había conseguido y que había comprado



para completar su atuendo. En su casa no había nadie. Al entrar, recogió un papelito



que alguien había echado por debajo de la puerta. Escrito a lápiz, en letra de imprenta



grande, el papelito decía: compañero, te recordamos que el domingo tenemos defensa.



No faltes. Entró al dormitorio, colocó el diario y el papelito encima de la cómoda, se miró



en el espejo, y se dijo que necesitaba un baño. Sacudió la cabeza y contrajo la nariz.



Quitándose la ropa, recordó que el primer domingo de ese mes había dedicado casi



toda la mañana a recoger papeles y basuras y a limpiar las yerbitas en el círculo. junto a



algunas tías y a otros vecinos de la cuadra, que se organizaron para cumplir la tarea # 17



del plan de trabajo del trimestre de su comité de defensa. Encendió el radio y escuchó el



final de una canción de moda que repetían cada treinta minutos, por un cantante



extranjero  que parecía tener un gato arañándole la garganta. Inmediatamente



que finalizó la canción el locutor lo hizo reaccionar: todos el domingo a la defensa



para alcanzar la condición de listos en la tercera etapa, no faltes a esta cita con la



patria. Apagó el radio. Recordó que el segundo domingo, o sea, el anterior, había



ido con sus compañeros de trabajo a una granja hortícola cercana a la ciudad,



donde se pasaron la mitad de la mañana esperando que apareciera algún jefe de



lote o algún responsable que les indicara lo que debían hacer y cómo y dónde. "Y ahora



este tercer domingo la defensa. “¡Manda pinga!". Entró en el baño. "Menos mal que



todavía me queda el último".  Volvió a mirarse en el espejo, encima del lavabo, y



se pasó los dedos por las mejillas. "También tengo que afeitarme". No había agua en



la ducha y comenzó a echarse jarritos sobre el cuerpo, de un cubo que su mujer



siempre tenía lleno por si acaso. Se enjabonó con una astilla y pensó que ella y el



niño gastaban demasiado jabón, y que la cuota de la bodega tenía ya cuatro



meses de atraso. Miró la mitad de otro jabón colocado en la jabonera



de la ducha, aunque éste era de lavar, y lo tomó en sus manos, pero volvió a



colocarlo donde estaba. "Estos casi no hacen espuma, y la picazón que dan es del



carajo". Terminó de bañarse y al acercarse al espejo y buscar en el interior del



botiquín descubrió que no tenía ni una sola cuchilla de afeitar. “Menos mal



que todavía no hemos sacado las que nos tocan este mes en la bodega". Se secó y



salió del baño. Regresó al dormitorio. Volvió a encender el radio. Ahora la voz del



locutor insistía en la importancia de llegar puntualmente el domingo a la defensa.



Comenzó a vestirse, y se puso un short viejo sobre el calzoncillo y un pulóver desteñido



Que usaba solamente para estar en la casa, pues no le gustaba tener el torso al aire.



Recordó la defensa: no se podía apartar de esa idea, porque el domingo había



pensado ir con su mujer y su hijo al monte, a casa de sus suegros, a pasarse el día



lejos de esta avalancha de tareas, actividades y reuniones que durante toda la



semana lo atosigaban, y a buscar frutas y viandas. La defensa, o sea, las prácticas



de la llamada preparación combativa de todos los ciudadanos menores de cincuenta



años, lo había marcado. "Total, ir allí a perder dos o tres horas, oyendo al sargento leer



un mamotreto que nadie oye en realidad, y después repetir malamente una parte de lo



que leyó". Pensó que si fueran prácticas de tiro se pasaría mejor. "El tiro le gusta a todo el



mundo, es entretenido y emocionante". Se dirigió a la cocina y calentó un poquito



de café. Encendió un cigarro y se sentó a leer el periódico. "Ahora sí estoy fresco. A



ver si este serial español de esta noche sirve para algo". Su mujer demoraba. Pensó



que probablemente la habrían citado para alguna reunión urgente de última hora,



cosa que acostumbraban a hacer en su centro de trabajo, y no se preocupó.



Vendría con el niño, seguro. Cuando terminó de leer el periódico volvió al dormitorio



y mecánicamente apagó el radio que había dejado encendido al salir. Eran las



siete en punto y comenzaba el noticiario resumen de esa emisora, cuyos titulares no



llegó a oír. "Me vuelven a repetir lo del domingo en la defensa y lo reviento contra



el piso". No tenía nada que hacer y al llegar a la sala se le ocurrió encender el



televisor. Al aparecer la imagen vio el rostro lindísimo de una joven que anunciaba,



con énfasis, que esa noche la televisión retrasmitiría el discurso pronunciado por el



Primer Secretario del Partido en el acto de recibimiento a las tropas que habían



cumplido una misión internacionalista en un país de Africa. Apagó el televisor y se



quedó en el medio de la sala como en éxtasis. Se tocó las mejillas. Se asomó por



las persianas y al mirar afuera sus ojos se clavaron en el letrero de la cerca del



círculo: ESTE DOMINGO MI CITA ES CON LA PATRIA... Movió la cabeza, cerró las



persianas, se dirigió al dormitorio y se tiró en la cama. "Así que el discurso del



Primer Secretario otra vez. Al carajo el serial". Se recostó y cerró los ojos. Pensó



que tenía que cuidarse, porque el infarto había pasado a ser la segunda causa de



muerte en el país.







Augusto Lázaro



@lazarocasas38



(recuerdos de aquellos años en la “nueva Cuba”)



pd: a partir de enero de 2018 no se publicarán más cuentos en este blog. En su lugar, se publicarán poemas y otras menudencias literarias y similares. Podrán encontrar cualquier cuento que deseen leer acudiendo al blog y buscando el índice o en la barra de búsqueda


domingo, 12 de noviembre de 2017

HORA DE ESTAR


(Cuento independiente de la novela EL AULA SUCIA, publicada en El Cuiclo por entregas semanales. Interioridades de una universidad cubana)





Cuando Marnia regresó de Dos Caminos, donde había pasado tres días ayudando a



su mamá, convaleciente de un fuerte ataque de asma, se encontró un papelito



que alguien había echado por debajo de la puerta. No había nadie en la casa.



Tomó el papel y lo leyó: "en la Plaza de Marte, a la una de la tarde". A lo mejor se



equivocaron, pensó, lamentándose esta vez de no haber participado en la anterior



asamblea donde se informó sobre el acto que se celebraría este sábado, "así no



tendría dudas". Ella estaba justificada, pero la molestaba no tener la información



exacta. Seguro que la trajo Adita, razonó, porque Adita era, de todos sus



compañeros del Departamento, la que vivía más cerca, y siempre que había algo



en el tapete, acostumbraba a pasar por su casa y darle la noticia. "Pero qué raro, a



la una de la tarde. Si el acto es a las cuatro". Colocó la citación encima del frío.



Esperaría a Mario a ver si él sabía algo, y si no, se llegaría a casa de Adita, después



del baño, la comida y las cosas de Aimée. "Y así saldré de dudas". Porque Marnia no



era de las que se quedan con algo por dentro sin saber a ciencia cierta, eso la



ponía nerviosa, y ella no estaba en esos días para nerviosismos inútiles...







Mario no sabía nada, por lo que ella decidió ir a casa de Adita después de comer.



Dejó a Aimée jugando en el parque y a Mario embobado con una novela de terror



de John Saul. Adita no estaba en su casa y Marnia se sintió frustrada por esa gestión



infructuosa. De regreso, la duda seguía molestándola, pues si la citación era



correcta, ella debía estar mañana sábado en la Plaza de Marte a la una en punto, y



aunque este tipo de actos no le interesaban, para Marnia la puntualidad -todavía-



era una virtud que seguía apreciando y practicaba, en la medida de sus



posibilidades, diariamente, en la Universidad. "Pero... ¿por qué me citan para la una,



si el acto es a las cuatro?". Lo había leído en el periódico y el periódico no podía



equivocarse. "Bueno, sí, puede equivocarse, se equivoca bastante, pero en una



cosa así, de esta envergadura, en primera plana y con letras enormes... no no no, no



puede". Ya frente a su edificio, miró su reloj y se dio cuenta de que había terminado



la novela extranjera que pasaban por la tele, por el silencio que se notaba en los



apartamentos, algunos de los cuales subían el volumen de sus aparatos hasta el



límite de decibeles que cualquier oído podía soportar. "Dentro de poco este será un



país de sordos". Mañana quería llevar a Aimée al zoológico, porque Marnia era de



los que piensan que se debe estudiar, trabajar, y dedicar tiempo y espacio al



descanso y al esparcimiento. A las doce de la noche ya Mario y Aimée se



acercaban al segundo sueño y Marnia seguía en la cama, pensando en el papel.



"¿Será posible que un papel de porquería me tenga desvelada?". Pensó que la



gente del sindicato siempre exageraba, pero que ahora había apretado, por eso



creía que a lo mejor sería algo más serio que un simple acto político como tantos



que se realizaban diariamente. "Seguro que Adita estaba apurada y se le olvidó



aclararme en el papel". Pero de pronto Marnia recordó que el papel decía algo así



como hora de estar y después la una de la tarde. Se levantó cuidadosamente para



no despertar a su marido y tomó la citación que ahora descansaba sobre la



cómoda. Se dirigió al baño y encendió la luz para leerla por enésima vez. Y la leyó:



punto de reunión: Plaza de Marte. Hora de estar: 1.00 pm. "¿Hora de estar?" Se rascó



la cabeza, tratando de penetrar el misterio, pero llegó a la conclusión de que lo



mejor que podía hacer era acostarse y tratar de dormir. Mañana se enteraría



cuando llegara a la Plaza de Marte...







La mañana se le fue lentamente. Mario se llevó a la niña a casa de su hijo en El



Salado, y cuando regresó con Aimée se encontró a Marnia leyendo el papel.



¿Todavía con eso?, le dijo y le hizo señas a Aimée  girando una mano alrededor



de la oreja. Los dos se pusieron a trajinar en la cocina y el almuerzo mientras Mario



le contaba de su visita y de los niños. Cuando el digital del edificio dio las doce, ya



Marnia tenía listo un almuerzo digno del mejor de los sábados. Mario la miró y le



dijo báñate enseguida, nené, porque yo tengo que satisfacer el estómago y



acuérdate, querubín, que tienes que estar en la Plaza de Marte a la una en punto,



y se carcajeó con gusto....







Y a la una en punto Marnia entró en el área de la Plaza de Marte, sofocada, y se



metió entre el gentío que comentaba, reía, sudaba, con banderas en las manos,



cartones, telas con consignas, y enseguida buscó a sus compañeros de la



Universidad. Por fin divisó a Violeta, a Elvira, al doctor Oropesa y a Neysa, que



conversaban muy entretenidos, como si todos estuvieran en un baile de graduación.



Marnia llegó junto a ellos y los saludó. Recordó que en el periódico salió una



orientación de alguien que enumeraba una a una las consignas que debían



enarbolarse en la concentración. Parece que quien orientó esto se cree que somos



mongólicos... ¿o es que lo somos de verdad?, comentó con Violeta en voz baja.



Hace poco leí en una revista extranjera que Cuba es el único país del mundo donde



los trabajadores jamás desfilan para protestar por algo, le dijo Violeta en un susurro y



mirando a todas partes. Y ambas se integraron al grupo. ¿Un nuevo horario de



verano?, le preguntó Marnia a Adita tan pronto ésta llegó, enseñándole el papelito.



No, muchacha, le dijo Adita riéndose, es que el sindicato marcó como hora de estar



aquí la una, parece que para tener más tiempo para que la gente se organice, y



suspiró resignada, tú sabes cómo es la gente de regada y de impuntual, hay que



salir en bloques y bajar por Aguilera hasta el área del acto. Marnia se quedó



perpleja, más por la aceptación de sus compañeros (y de ella misma después de



todo) que por la exageración de citar a la gente tres horas antes del comienzo del



acto. ¿Qué haría ella allí una hora antes de salir en bloques, aparte de cuchichear



de lo lindo sobre cosas intrascendentes? Liliana se apareció a la una y media y



Marnia se distrajo, pensando que bien pudiera haber terminado la blusita que le



estaba haciendo a Aimée en esa hora allí perdida, pues ella había llegado a la una



en punto a la Plaza de Marte...







A las dos alguien gritó ¡nos fuimos! y el gentío se acomodó en sus bloques y



comenzó a bajar por Aguilera alzando las telas y coreando las consignas que



alguien repetía como solista de pie. Estaba nublado y no hacía mucho calor,



por lo que Marnia se sintió mejor caminando calle abajo. ¿Así que hora de estar?,



se repetía mientras caminaba muy despacio, pues la avalancha se detenía en



cada esquina al encontrarse con otros grupos que también participaban. Adita y



Violeta la sacudían de vez en cuando, porque Marnia caminaba abstraída, dándole



vueltas a ese invento de la hora de estar y de la hora de partir y de la hora de



llegar, que si salieron a las dos de la Plaza de Marte y a ese paso y con semejante



aglomeración en cada esquina, con más paradas que el tren lechero que iba a



Camagüey, llegarían a la Alameda a las tres, aunque el comienzo del acto sería a



las cuatro. Sin dudas, le dijo a Adita en un aparte, los que utilizan este recurso



subestiman el valor del tiempo, y con las responsabilidades que todos tenemos...



pero Adita se le quedó mirando como si no hubiera oído nada...







Faltando diez minutos para las tres el bloque llegó a la Alameda. Ahora todos



debían esperar allí mirando, conversando, pero sobre todo, en el caso de Marnia,



repitiéndose por qué razón la habían citado para la una si a las tres se encontraban



en el área del acto y todavía faltaba una hora larga para su comienzo. ¿No



dormiste anoche?, le preguntó Neysa, encendiendo un cigarro, y Marnia le confesó



que durmió mal, sin decirle por qué, y sin oír la bulla y la música de los altavoces



que aturdían por su volumen exageradamente alto. Y mientras salía el sol Marnia



sacó la cuenta de que para estar allí a las cuatro tenía que llegar a las tres, y para



llegar a las tres tenía que salir de la Plaza de Marte a las dos, y para salir de la Plaza



de Marte a las dos tenía que estar allí a la una, y para estar allí a la una tenía que



salir de su casa a las doce y cuarenta y cinco (suerte que vivía cerca), y para salir de



su casa a las doce y cuarenta y cinco tenía que almorzar a las doce, y para...



¡VIVAAA!, Adita la sacudió al corear el grito unánime, y Marnia volvió la cabeza, miró



su reloj y suspiró, comenzando a sudar: las tres y media...







A las cuatro menos cinco Marnia parecía más calmada. Pensó que también podía



haber arreglado la olla de  presión que no ajustaba bien y hasta dormir su siestica



sabatina, ¿por qué no?, si no la hubieran citado para la una (o si ella hubiera hecho



caso omiso de la citación), y otra vez se desentendió de la masa que envolvía su



grupo, pocos en realidad por el Departamento de Literatura. Marnia tenía deseos



de gritar, pero no para corear consignas, sino para quejarse, no sabía a quién, que



"óigame, con este método lo que se garantiza es la irritación, y se relaja el concepto



de puntualidad, y se crea una atmósfera de caos y de desconcierto al leer la



citación, y la hora de estar y la hora de comenzar y... ¡nooooo!", ahora, además de



pensarlo lo dijo, lo gritó, si para cada uno de los mil y un asuntos que tenemos entre



manos se necesita un tiempo para estar y otro para comenzar, y alzó la voz al



máximo de su garganta, llamando la atención entre la gente que rodeaba su



grupo, no, recoño, cerró los puños, pateó el suelo, el tiempo no es cosa de juego, y



entonces sintió la sacudida de Violeta y de Neysa y se dio cuenta de que sus



compañeros y parte del público cercano la miraban, y Violeta: ¿no almorzaste?,



y Neysa: ¿te sientes mal, muchacha?, y todos murmurando, mirándola fijamente,



pasmados, porque nunca la habían visto así... Cuando logró calmarse y les dijo que



no había problemas, que se sentía bien, etc., Adita le hizo señas y le dijo mira quién



acaba de llegar, y Marnia vio por encima de su hombro la sonrisa de Oscar y su cara



entalcada sin una gota de sudor. Oscar la saludó y le dijo ¿qué es lo que hay, cosa



linda? Marnia miró su reloj que marcaba exactamente las cuatro de la tarde, y fue



a decirle una barbaridad al Secretario del Sindicato, pero tuvo que pararse en firme



porque en ese momento comenzaron a escucharse las notas del himno nacional...







Augusto Lázaro



@lazarocasas38

domingo, 15 de octubre de 2017

LOS COMPLICES


La vecina la encontró tirada en el suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.

Cuando pudo reaccionar tras la impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la

cabeza entre las manos, ensartando palabras de consternación y aliento, tratando

de levantarla y colocarla en el sofá, y cuando lo logró, miró a todas partes, como

buscando algo o alguien que la ayudara a atenderla. Había oído gritos y golpes

que le hicieron temer lo peor, lo acostumbrado, pues no era la primera vez que eso

sucedía. Se sentó junto a ella, y sin preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía

muy bien, sólo atinó a exclamar: "¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi

amiga", y sin poder evitarlo comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que

ahora sustituía los quejidos de su amiga. Entonces le dijo:

--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a soportar esta situación?



En el Congreso de los Diputados, el portavoz del gobierno lanzaba improperios que

él consideraba críticas justas contra el principal partido de la oposición, que era en

realidad el único, pues todos los demás minoritarios se habían puesto de parte del

mandamás de turno, lo que era muy común en los cobardes y en los oportunistas.

Cuando tocó el turno al portavoz del único partido de la oposición, éste comenzó

a lanzar improperios que consideró críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus

secuaces, provocando una señora algarabía, una más, entre los asistentes, aunque

éstos ya no se asombraban por tales minucias. La mañana había estado movida,

plagada de gritos, aplausos, abucheos, silbidos, golpes en los escaños y alguna que

otra ausencia de los llamados padres de la patria, nombre algo irónico si se tiene

en cuenta lo mal que en realidad querían a sus hijos estos próceres que ocupaban

su tiempo en insultarse mutuamente, como buenos políticos, y ni se acordaban de

que existía una patria a la que tenían que dedicar sus vidas por entero, pues para

eso habían sido elegidos, unos por votos y otros por dedos, pero daba lo mismo:

todos tenían en común su convencimiento de que cada cual tenía la razón, de

que cada cual era el dueño de los caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo

que los demás, naturalmente, estaban equivocados. A las dos de la tarde seguía

activo el ring, sin que se vislumbrara un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera

del sagrado recinto, el único perdedor era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar

ese mísero detalle? Curiosamente, sus señorías no habían conversado ni un minuto

sobre el fútbol en los intermedios de las sesiones.



Muchas veces habían conversado sobre esa situación, insostenible según la vecina

y demasiado prolongada según su madre y algún que otro familiar cercano. Pero

Julia no se decidía a hacer nada para poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que

ese día ya no pudo más y por consejos y alientos de su vecina y amiga, tomó una

decisión:

--Iré a la policía. Tú tienes razón, esto no puedo seguir aguantándolo.

En la Comisaría presentó la denuncia, rellenó el formulario correspondiente, y oyó

que le prometían tomar nota de su caso. Para ella tomar nota no significaba nada,

pero al menos salió de la Comisaría con un poco de alivio. No le duró mucho: al

llegar a su casa, el hombre la estaba esperando. Un detalle que habían olvidado

ella y su amiga del piso colindante: cambiar la cerradura, detalle que estuvieron

lamentando muchos días después de aquél en que ella regresara de la Comisaría

y el hombre le propinara la paliza más brutal que ella había recibido. Desde que

por fin él se había ido de la casa sólo había vuelto un par de veces, y en ambas sólo

había vuelto para insultarla, golpearla y romper algunas cosas que él argumentaba

que eran suyas, pues las había pagado mientras vivió con ella allí. La paliza esta

vez fue tan bestial que ella perdió el conocimiento, y no se enteró de que algunos

vecinos, al oír los golpes, los ruidos y los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El

hombre salió y les pasó por delante, ignorando los insultos que varias mujeres le

gritaron, muy airadas, y las protestas de algunos hombres que no se sintieron con

valor para enfrentarse a aquel mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían

competir con los de Arnold Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no

podía hablar. No podía ni siquiera llorar.



Los magistrados comentaban el partido de fútbol de la noche anterior, en el que

el equipo estrella se había dejado meter nada menos que tres goles, provocando

reacciones furiosas en sus fans, tan furiosas que uno de los deportistas recibió en la

frente un botellazo lanzado desde el graderío enardecido. Porque perder en propia

casa no se lo perdonaban ni al mejor futbolista millonario que casi no sabía articular

palabras cuando lo entrevistaban en la tele.

--Es una vergüenza. Con lo que les pagan y mira qué chorrada.

--Ya. Me imagino lo que sucedería si a este equipo le sacaran los extranjeros que son

los que le dan los pocos triunfos que tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso

del público también es una vergüenza. Vamos a tener que hacer algo al respecto.

--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse. ¿Otra cañita?

Ambos jueces, pasados de peso y de tripa, con rostros del color del tomate maduro,

se repocharon en los pullmans mientras se deleitaban con un filme de acción en el

vídeo del televisor de pantalla plana colocado en el salón del magistrado mayor.

Su invitado le había comentado que él también pensaba comprarse uno igual. De

algunos asuntos pendientes no hablaron. Entre ellos estaba la última denuncia por

malos tratos recibida días atrás, pero entre tantas, ¿quién podía acordarse?



Les costó mucho esfuerzo convencerla, pero los reporteros del canal 3 conquistaron

a Julia para acudir a una entrevista donde pudiera denunciar a su maltratador ante

todo el país.

--Señora, créame, lo que sale en la tele se resuelve. Los que mandan le tienen terror

a la tele, a lo que dice, y sobre todo, a que sus nombres, y mucho más sus caretos,

salgan en la pantalla chica. Créame, no se va a arrepentir.

Y llegó la noche de la entrevista. Hacía muchos días que Julia no sabía nada de su

ex y estaba preocupada, pensando siempre lo peor. La vecina la acompañó al

plató, donde no la maquillaron, con el fin de que pudiera mostrar los moretones

de la última paliza ante las cámaras. En su familia hubo voces que la aconsejaron

que no fuera, pero la mayoría la apoyó, al igual que casi todos sus vecinos que

conocían la tragedia. Era un paso que había pensado bastante, pero su situación

no podía continuar así. Porque su vida peligraba y ella no sabía a quién podía ya

acudir.

--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más. Por favor, necesito que me ayuden. Ese

hombre me ha amenazado varias veces y me va a matar. Por Dios que sí, me va a

matar. Por favor... necesito que me ayuden...



Habían formado un grupito en la cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías

con sus armas cortas, comentando un partido de fútbol y el coche nuevo que se

había comprado uno de ellos, dos de los cuales fumaban pitillos, precisamente

frente a la pared donde había una señal de prohibido fumar. Cerca del grupo se

veía a varios viajeros con cigarros en las bocas, pero nadie se daba por enterado.

Uno de ellos los miró y cambió de tema.

--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?

--Hombre, podíamos multarlos, eso está prohibido.

--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles. En primera, que esa multa no la van a pagar

jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te dicen que te han visto fumando aquí mismo?

--Bueno, pero...

--Mira, tío, esto es como todo: esto de las prohibiciones es un paripé, nadie cumple

nada y además, ¿para qué vamos a buscarnos problemas, si cuando tú detienes

a un delincuente, al día siguiente el juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el

mundo, tío, que este mundo no hay quien lo arregle.



Al día siguiente de su comparecencia por televisión, Julia sintió unos golpes fuertes

en la puerta. Enseguida supo que se trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,

pero el hombre, al darse cuenta de que su llave no servía, comenzó a llamarla a

toda voz y a dar golpes estruendosos en la puerta.

--Abreme, Julia, que sé que estás ahí. Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo

que quiero es llevarme algunas cosas que tengo y nada más. Vamos, ábreme, no

empieces a cabrearme. Acaba de abrirme de una vez, recoño. ¡Joder!

Mientras Julia temblaba, alejándose de la puerta, el hombre se desesperó. En esa

planta no había casi nadie a esa hora y la vecina estaba en su trabajo. El hombre

insistió una vez más, y al ver que no podía lograr que ella le abriera, le dio una

patada a la puerta.



Las calles estaban, como siempre, llenas de gente que caminaba de prisa. Frente a

la tienda El Corte Inglés, dos mujeres maduras comentaban las rebajas, otras más

jóvenes hojeaban revistas de famosos y de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin

dificultades a esa hora temprana. El ruido y el polvo campeaban en todos los

rincones. Un hombre joven, vestido como un espantapájaros, lograba sonrisas en

los menos exigentes que lo miraban admirados. Un pequeño grupo esperaba el

semáforo para cruzar. En la parada del autobús se agrupaba mucha gente de

mirada ansiosa, esperando y comentando la tardanza en esa línea, que según un

hombre joven y algo escuálido, era la peor de la ciudad. No había ningún niño

alrededor. Los vendedores ambulantes pregonaban sus ofertas, colocadas sobre

mantas y sábanas en las aceras de la concurrida calle. El día estaba nublado, pero

no acababa de llover. Muchos jóvenes hablaban por sus móviles, entusiasmados.

Otros conversaban sobre el fútbol, mostraban el último compacto de U-2, y uno de

ellos hizo un comentario sobre la moto que pensaba comprarse cuando pudiera

sacarle el dinero a su padre, con el cual no se llevaba muy bien. Más allá de la

cafetería, una adolescente con uniforme escolar se lamentaba del mal rollo que se

había ligado con un tal Joaquinito, por culpa del dichoso examen de física, sobre

todo porque el profesor no era de los que se desviven por acercarse a sus alumnos

y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió a su compañera:

--Ese está allí por el dinero que le pagan, tía. No le interesa nada más.

--¿Y qué me dices de la profe nueva, con su ropa de pija y sus modales tan...

--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve que está en otra onda. No se ha dado cuenta de

que en estos tiempos hay que estar en la calle y con vaqueros.

La ciudad era la misma del día anterior, y seguramente sería la misma del día

siguiente: activa, dinámica, atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con

transportes lentísimos y aglomeraciones en las paradas y en las tiendas con rebajas,

inmigrantes caminando sin destino cierto, bodas de homosexuales, discusiones de

grupos de amigos en los bares sobre fútbol, política, coches, y si había mujeres en

esos grupos, sobre el famoseo, que ocupaba una gran parte del tiempo femenino.

Julia había sido enterrada en familia, en un funeral discreto a donde sólo acudieron

unos pocos vecinos y algunos familiares cercanos. Al día siguiente, unas doscientas

mujeres del barrio salieron a la calle en manifestación, en silencio, con pancartas y

telas, denunciando una vez más lo que llamaban la violencia de género. El canal

3 no asistió. Tampoco había ningún cargo político, judicial ni policial. El ex marido

de Julia, muy bien asesorado por un buen abogado que le recomendó demostrar

alteraciones del sistema nervioso en el momento del asesinato, cuando declarara

ante el juez, había quedado en libertad condicional con cargos bajo fianza, y por

el momento debería presentarse ante el juzgado cada quince días, hasta que se

celebrara el juicio. O hasta que el delito prescribiera.



Augusto Lázaro


@lazarocasas38 
La vecina la encontró tirada en el suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.

Cuando pudo reaccionar tras la impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la

cabeza entre las manos, ensartando palabras de consternación y aliento, tratando

de levantarla y colocarla en el sofá, y cuando lo logró, miró a todas partes, como

buscando algo o alguien que la ayudara a atenderla. Había oído gritos y golpes

que le hicieron temer lo peor, lo acostumbrado, pues no era la primera vez que eso

sucedía. Se sentó junto a ella, y sin preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía

muy bien, sólo atinó a exclamar: "¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi

amiga", y sin poder evitarlo comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que

ahora sustituía los quejidos de su amiga. Entonces le dijo:

--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a soportar esta situación?



En el Congreso de los Diputados, el portavoz del gobierno lanzaba improperios que

él consideraba críticas justas contra el principal partido de la oposición, que era en

realidad el único, pues todos los demás minoritarios se habían puesto de parte del

mandamás de turno, lo que era muy común en los cobardes y en los oportunistas.

Cuando tocó el turno al portavoz del único partido de la oposición, éste comenzó

a lanzar improperios que consideró críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus

secuaces, provocando una señora algarabía, una más, entre los asistentes, aunque

éstos ya no se asombraban por tales minucias. La mañana había estado movida,

plagada de gritos, aplausos, abucheos, silbidos, golpes en los escaños y alguna que

otra ausencia de los llamados padres de la patria, nombre algo irónico si se tiene

en cuenta lo mal que en realidad querían a sus hijos estos próceres que ocupaban

su tiempo en insultarse mutuamente, como buenos políticos, y ni se acordaban de

que existía una patria a la que tenían que dedicar sus vidas por entero, pues para

eso habían sido elegidos, unos por votos y otros por dedos, pero daba lo mismo:

todos tenían en común su convencimiento de que cada cual tenía la razón, de

que cada cual era el dueño de los caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo

que los demás, naturalmente, estaban equivocados. A las dos de la tarde seguía

activo el ring, sin que se vislumbrara un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera

del sagrado recinto, el único perdedor era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar

ese mísero detalle? Curiosamente, sus señorías no habían conversado ni un minuto

sobre el fútbol en los intermedios de las sesiones.



Muchas veces habían conversado sobre esa situación, insostenible según la vecina

y demasiado prolongada según su madre y algún que otro familiar cercano. Pero

Julia no se decidía a hacer nada para poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que

ese día ya no pudo más y por consejos y alientos de su vecina y amiga, tomó una

decisión:

--Iré a la policía. Tú tienes razón, esto no puedo seguir aguantándolo.

En la Comisaría presentó la denuncia, rellenó el formulario correspondiente, y oyó

que le prometían tomar nota de su caso. Para ella tomar nota no significaba nada,

pero al menos salió de la Comisaría con un poco de alivio. No le duró mucho: al

llegar a su casa, el hombre la estaba esperando. Un detalle que habían olvidado

ella y su amiga del piso colindante: cambiar la cerradura, detalle que estuvieron

lamentando muchos días después de aquél en que ella regresara de la Comisaría

y el hombre le propinara la paliza más brutal que ella había recibido. Desde que

por fin él se había ido de la casa sólo había vuelto un par de veces, y en ambas sólo

había vuelto para insultarla, golpearla y romper algunas cosas que él argumentaba

que eran suyas, pues las había pagado mientras vivió con ella allí. La paliza esta

vez fue tan bestial que ella perdió el conocimiento, y no se enteró de que algunos

vecinos, al oír los golpes, los ruidos y los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El

hombre salió y les pasó por delante, ignorando los insultos que varias mujeres le

gritaron, muy airadas, y las protestas de algunos hombres que no se sintieron con

valor para enfrentarse a aquel mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían

competir con los de Arnold Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no

podía hablar. No podía ni siquiera llorar.



Los magistrados comentaban el partido de fútbol de la noche anterior, en el que

el equipo estrella se había dejado meter nada menos que tres goles, provocando

reacciones furiosas en sus fans, tan furiosas que uno de los deportistas recibió en la

frente un botellazo lanzado desde el graderío enardecido. Porque perder en propia

casa no se lo perdonaban ni al mejor futbolista millonario que casi no sabía articular

palabras cuando lo entrevistaban en la tele.

--Es una vergüenza. Con lo que les pagan y mira qué chorrada.

--Ya. Me imagino lo que sucedería si a este equipo le sacaran los extranjeros que son

los que le dan los pocos triunfos que tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso

del público también es una vergüenza. Vamos a tener que hacer algo al respecto.

--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse. ¿Otra cañita?

Ambos jueces, pasados de peso y de tripa, con rostros del color del tomate maduro,

se repocharon en los pullmans mientras se deleitaban con un filme de acción en el

vídeo del televisor de pantalla plana colocado en el salón del magistrado mayor.

Su invitado le había comentado que él también pensaba comprarse uno igual. De

algunos asuntos pendientes no hablaron. Entre ellos estaba la última denuncia por

malos tratos recibida días atrás, pero entre tantas, ¿quién podía acordarse?



Les costó mucho esfuerzo convencerla, pero los reporteros del canal 3 conquistaron

a Julia para acudir a una entrevista donde pudiera denunciar a su maltratador ante

todo el país.

--Señora, créame, lo que sale en la tele se resuelve. Los que mandan le tienen terror

a la tele, a lo que dice, y sobre todo, a que sus nombres, y mucho más sus caretos,

salgan en la pantalla chica. Créame, no se va a arrepentir.

Y llegó la noche de la entrevista. Hacía muchos días que Julia no sabía nada de su

ex y estaba preocupada, pensando siempre lo peor. La vecina la acompañó al

plató, donde no la maquillaron, con el fin de que pudiera mostrar los moretones

de la última paliza ante las cámaras. En su familia hubo voces que la aconsejaron

que no fuera, pero la mayoría la apoyó, al igual que casi todos sus vecinos que

conocían la tragedia. Era un paso que había pensado bastante, pero su situación

no podía continuar así. Porque su vida peligraba y ella no sabía a quién podía ya

acudir.

--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más. Por favor, necesito que me ayuden. Ese

hombre me ha amenazado varias veces y me va a matar. Por Dios que sí, me va a

matar. Por favor... necesito que me ayuden...



Habían formado un grupito en la cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías

con sus armas cortas, comentando un partido de fútbol y el coche nuevo que se

había comprado uno de ellos, dos de los cuales fumaban pitillos, precisamente

frente a la pared donde había una señal de prohibido fumar. Cerca del grupo se

veía a varios viajeros con cigarros en las bocas, pero nadie se daba por enterado.

Uno de ellos los miró y cambió de tema.

--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?

--Hombre, podíamos multarlos, eso está prohibido.

--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles. En primera, que esa multa no la van a pagar

jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te dicen que te han visto fumando aquí mismo?

--Bueno, pero...

--Mira, tío, esto es como todo: esto de las prohibiciones es un paripé, nadie cumple

nada y además, ¿para qué vamos a buscarnos problemas, si cuando tú detienes

a un delincuente, al día siguiente el juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el

mundo, tío, que este mundo no hay quien lo arregle.



Al día siguiente de su comparecencia por televisión, Julia sintió unos golpes fuertes

en la puerta. Enseguida supo que se trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,

pero el hombre, al darse cuenta de que su llave no servía, comenzó a llamarla a

toda voz y a dar golpes estruendosos en la puerta.

--Abreme, Julia, que sé que estás ahí. Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo

que quiero es llevarme algunas cosas que tengo y nada más. Vamos, ábreme, no

empieces a cabrearme. Acaba de abrirme de una vez, recoño. ¡Joder!

Mientras Julia temblaba, alejándose de la puerta, el hombre se desesperó. En esa

planta no había casi nadie a esa hora y la vecina estaba en su trabajo. El hombre

insistió una vez más, y al ver que no podía lograr que ella le abriera, le dio una

patada a la puerta.



Las calles estaban, como siempre, llenas de gente que caminaba de prisa. Frente a

la tienda El Corte Inglés, dos mujeres maduras comentaban las rebajas, otras más

jóvenes hojeaban revistas de famosos y de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin

dificultades a esa hora temprana. El ruido y el polvo campeaban en todos los

rincones. Un hombre joven, vestido como un espantapájaros, lograba sonrisas en

los menos exigentes que lo miraban admirados. Un pequeño grupo esperaba el

semáforo para cruzar. En la parada del autobús se agrupaba mucha gente de

mirada ansiosa, esperando y comentando la tardanza en esa línea, que según un

hombre joven y algo escuálido, era la peor de la ciudad. No había ningún niño

alrededor. Los vendedores ambulantes pregonaban sus ofertas, colocadas sobre

mantas y sábanas en las aceras de la concurrida calle. El día estaba nublado, pero

no acababa de llover. Muchos jóvenes hablaban por sus móviles, entusiasmados.

Otros conversaban sobre el fútbol, mostraban el último compacto de U-2, y uno de

ellos hizo un comentario sobre la moto que pensaba comprarse cuando pudiera

sacarle el dinero a su padre, con el cual no se llevaba muy bien. Más allá de la

cafetería, una adolescente con uniforme escolar se lamentaba del mal rollo que se

había ligado con un tal Joaquinito, por culpa del dichoso examen de física, sobre

todo porque el profesor no era de los que se desviven por acercarse a sus alumnos

y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió a su compañera:

--Ese está allí por el dinero que le pagan, tía. No le interesa nada más.

--¿Y qué me dices de la profe nueva, con su ropa de pija y sus modales tan...

--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve que está en otra onda. No se ha dado cuenta de

que en estos tiempos hay que estar en la calle y con vaqueros.

La ciudad era la misma del día anterior, y seguramente sería la misma del día

siguiente: activa, dinámica, atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con

transportes lentísimos y aglomeraciones en las paradas y en las tiendas con rebajas,

inmigrantes caminando sin destino cierto, bodas de homosexuales, discusiones de

grupos de amigos en los bares sobre fútbol, política, coches, y si había mujeres en

esos grupos, sobre el famoseo, que ocupaba una gran parte del tiempo femenino.

Julia había sido enterrada en familia, en un funeral discreto a donde sólo acudieron

unos pocos vecinos y algunos familiares cercanos. Al día siguiente, unas doscientas

mujeres del barrio salieron a la calle en manifestación, en silencio, con pancartas y

telas, denunciando una vez más lo que llamaban la violencia de género. El canal

3 no asistió. Tampoco había ningún cargo político, judicial ni policial. El ex marido

de Julia, muy bien asesorado por un buen abogado que le recomendó demostrar

alteraciones del sistema nervioso en el momento del asesinato, cuando declarara

ante el juez, había quedado en libertad condicional con cargos bajo fianza, y por

el momento debería presentarse ante el juzgado cada quince días, hasta que se

celebrara el juicio. O hasta que el delito prescribiera.



Augusto Lázaro

@lazarocasas38