A
la par que crecían mis gestiones iba conociendo las cosas malas del país. Las
buenas
había que pagarlas. Casi todas.
--Aquí
todo hay que pagarlo. ¿Qué esperabas?
--Lo
único que espero es que no espero nada. Me niego a seguir conjugando ese
maldito
verbo.
--¿Eso
quiere decir que te vas a suicidar? Porque me has dicho que el ser humano
debe
tener algo que lo impulse a seguir. ¿Has perdido la memoria?
--Puede
ser. Es que con el almanaque se va perdiendo todo, hasta que se pierde la
vida,
que es lo último, no la esperanza como dice el refrán. La esperanza es lo
penúltimo
que se pierde.
--Tonterías.
Tú tienes que tener algo que te impulse a vivir. Que no me lo digas es otra
cosa.
--Te
lo digo si tú me dices qué es lo que te impulsa a ti a vivir. Porque si no
tienes
nada
te acompaño al híper a comprar la soga.
--No,
querido, hasta ahora no se me ha ocurrido esa idea. Compra tú la soga y si
quieres
cuélgate, pero por favor, no te cuelgues aquí en el hostal, que ya tengo
bastantes
problemas sin un muertecito. ¡Ah! ¿Te ríes? Nada, que eres un jodedor
empedernido
y como siempre te estás burlando de mí.
--No
me digas eso que me pongo a llorar aquí mismo.
--Tú
no tienes cara de ponerte a llorar por cualquier cosa.
Me
preguntaba si aquí viviría mis últimos años, si no podría regresar nunca más a
mi
patria,
si me quedaba mucho o poco, si mejoraría, si podría publicar mis obras, si
volvería
a ver a mis hijos y mis nietos (a uno de ellos no llegué a conocerlo), si algún
día
sentiría otra vez la dicha bajo el cielo que era el hogar, si... pero no
encontraba
respuesta
a ninguna de mis inquietudes y me estaba cansando. Porque el cansancio
es
una etapa dentro de la etapa irreversible de la senectud y comienza de
improviso,
cuando el viejo todavía no se ha dado cabal cuenta de que se ha
convertido
en un viejo con todas las de la ley.
--Dime
una cosa: ¿para integrarse en esta sociedad hay que estar toda la vida
haciendo
gestiones y buscando papeles? ¿O es tu caso específicamente?
--No
es mi caso específicamente, aunque los asilados políticos tienen que gestionar
muchas
más cosas. Los inmigrantes económicos, o sea, los que no vienen porque los
hayan
echado de sus respectivos países, sino porque quieren mejorar de vida, como
se
dice en la prensa, pues ésos sólo tienen que acceder a los permisos de
residencia
y
de trabajo y ya. En cambio, a mí me trajinan desde que llegué, pasando por la
larga
etapa de solicitante, después de asilado, más tarde de nacionalizado y ahí
terminan
las ayudas, porque si eres un ciudadano nacional, arréglatelas como los
demás
ciudadanos nacionales, y al obtener el asilo pierdes automáticamente todas
las
ayudas que recibías como solicitante.
--¿Así
que tú no eres inmigrante, sino asilado político?
--No,
ya no soy asilado político, ya obtuve la nacionalidad. Pero nunca fui un
inmigrante,
aunque no tengo nada contra esa denominación, sólo es que no lo
fui
porque fui un refugiado o algo de eso. Yo no vine, me mandaron de una patada
al
aeropuerto, ¿comprendes? ¡Bah! Mejor no hablar de eso, el tema es aburrido y a
ti,
no sé, pero a mí me produce un escozor mitad rabia mitad no sé qué carajo por
verme
en esta situación que no tenía por qué habérseme dado. Tú misma lo dijiste: lo
peor
que le puede pasar a un ser humano es tener que vivir fuera de su patria.
--Tienes
razón, querido, mejor no hablar de eso, que no tiene remedio. No te pongas
tristón
y vamos a comernos un helado. Anda, ven, acompáñame, ahora que aquí todo
está
en calma.
Los
inmigrantes crecían como la hiedra y se reproducían como los curieles y
dondequiera
que
yo iba me los encontraba: organizaciones, instituciones, comedores, comisarías,
servicios
sociales, ambulatorios, incluso cuando me convertí en ciudadano del país de
adopción
seguí encontrándomelos, pues cada día aumentaba su número y en todas
partes
ya había más que las posibilidades de atención de que el Estado disponía. Pero
lo
curioso es que a pesar de que la mayoría no era mala gente, la gente del patio
comenzaba
a rechazar la gran cantidad de inmigrantes que pululaban, achacándoles
incluso
más barbaridades de las que cometían, aunque cuando los entrevistaban
decían
todo lo contrario a lo que de verdad pensaban. La sinceridad era ya parte de un
pasado
que no iba a volver. Si es que algún día lo hubo. Una noche en el hostal,
cuando
Selene
era La Rusa, salió a relucir por primera vez el tema de la inmigración.
--Pero
usted es un inmigrante. No veo cómo pueden molestarlo sus compañeros de
andanza
como usted los llamaría.
--Yo
no los llamaría compañeros de andanza, que no lo son en realidad, a mí no me
molestan
como a tanta gente que se queja de ellos, y sobre todo, yo no soy un
inmigrante,
sino un exiliado, que no es lo mismo ni se escribe igual, señora.
--Pues
para mí es lo mismo un inmigrante que un exiliado que un extranjero cualquiera.
Como
ese filipino que usted encontró en la Cruz Roja.
--Tanto
como encontrarlo no, pues si él estaba perdido yo no lo estaba buscando, y en
cuanto
a su unificación de los de fuera, la respeto, pero no la comparto, porque sí
hay
diferencias, y muchas, entre los extranjeros que vienen aquí. Ojalá yo fuera
uno de
esos
inmigrantes que salió de su país porque allí pasaba hambre o no tenía trabajo o
cualquier
otra cosa, pero otra cosa muy distinta es tener que salir forzosamente por
pensar
con la cabeza propia y no aceptar lo que orienta, manda, ordena y obliga un
gobierno
despótico y totalitario. Me extraña que usted, que vivió bajo una dictadura
comunista,
no sepa ahora distinguir entre la arena y la cal.
--Vamos,
no se enfade, es que ya a mí ese tema... mire, yo tengo un hostal y de eso
vivo,
y muchos extranjeros me ayudan a mantenerlo, aunque últimamente vienen
pocos.
Pero de ellos muchos son inmigrantes pobres que por eso se hospedan aquí. O
sea,
que a mí me da lo mismo que vengan por economía o por política. ¿Me entiende?
--La
entiendo. Usted mira a través del cristal de su negocio, lo que es muy humano.
Pero
de
todos modos sería saludable que los distinguiera, porque no todos los que
vienen
son
de la misma catadura y los hay que cuidado, porque pueden ocasionarle
problemas.
--Entonces
he tenido suerte, porque a mí, los pocos que han venido no me han causado
ni
uno solo. Y en cuanto a lo que piensa y dice la gente esa que entrevistan, no
sé qué
decirle...
la gente es hipócrita, querido huésped, todos tenemos algo de hipócritas y
todos
tenemos derecho a guardarnos ciertas ideas para nosotros solos. ¿Por qué
pregonar
a los cuatro vientos lo que pensamos de los inmigrantes, de los terroristas, del
gobierno?
¿Qué sacamos con eso?
--Quizás
tenga razón. Si yo hubiera actuado según su criterio, quizás estaría en mi país
y
quizás con un buen cargo en el gobierno, viviendo como Carmelina. Es verdad que
nadie
es sincero del todo, pero por las cosas que he notado, en este asunto de la
inmigración
creo que las autoridades deberían tomar ciertas medidas, porque tampoco
por
congraciarse con las ONGs o con la oposición el gobierno tiene que admitir a
cincuenta
millones de inmigrantes... en este país no caben todos los que quisieran
venir,
supongo. Yo pienso que aquí les deberían abrir las puertas a quienes son
perseguidos
en sus propios países por alguna razón. Pero en cuanto a quienes quieren
mejorar
sus vidas... porque óigame, si esto sigue así... ¿se imagina cuántos millones
de
seres
humanos hay en el planeta que quisieran mejorar sus vidas? ¿Y dónde se van a
meter?
¿No sería mejor ayudarlos a que dedicaran sus esfuerzos a desarrollar sus
países
y
quedarse en ellos?
--Usted
podría ser profesor, orador, académico... ¡oiga! Tiene madera.
La
Rusa insistía en que escribiera mis puntos de vista y en que los enviara a
algún diario,
cosa
que comencé a hacer en aquellos días de recién llegado y de inocente, porque
aún
me quedaba mucho de inocente, y ya se sabe que la inocencia es tan bonita como
tonta.
En mis primeros pasos encontré a Marcelo en el primer comedor que me
asignaron,
que era uno para refugiados solamente, en la calle Canarias. Allí conocí
también
a algunos inmigrantes que habían solicitado el asilo político como yo. Entre
ellos
había no sólo diferencias, sino discrepancias, y en algunas ocasiones se
armaban
bandas
en barrios de la capital según conversaciones que solía escuchar. “Claro, mi
hermano,
aquí hay mucha gente que viene a joder y a armar líos, porque quiere vivir
de
panza, sin disparar un chícharo, a costa del Estado, y el Estado es un
bobalicón que
los
mantiene y hasta les concede privilegios que a los propios de aquí no les da y
eso,
macho,
no puede caerle bien a estos tíos”, me decía Marcelo. A La Rusa tampoco le
caían
muy bien algunos, sobre todo los de Europa de Este, quizás porque ella era de
allá.
--Precisamente
esta mañana leí en el periódico un artículo de un periodista que comenta
el
asunto de la inmigración. Dice este periodista que la mayoría de los actos
delictivos que
se
cometen los cometen los inmigrantes.
--Bueno,
yo creo que ese periodista está un poco pasado de rosca. ¿Usted qué cree?
--Ya
le he dicho que yo recibo aquí a todo el que venga, y que he tenido suerte,
pero
hay
cosas que hay que reconocer. Mire, algunos periodistas comparan los delitos que
cometen
los habitantes del país con los que cometen los inmigrantes, y vamos, hombre,
que
se creen que somos estúpidos, porque dicen que los del país cometen muchos más.
Pero
el país tiene cuarenta millones y los inmigrantes no llegan a dos.
--O
sea, que tendría que sacar el porcentaje comparativo a ver qué sector comete
más
delitos.
--Eso
mismo. Usted me entiende. Pero en fin, que estamos tocando un tema que no tiene
solución.
En todo el Primer Mundo hay cada día más inmigrantes y cada día habrá más y
con
el tiempo habrá muchos países del tercer mundo que desaparecerán.
--¿Quiere
decir que se quedarán sin población?
--Más
o menos. Todos se mudarán a nuestros países y aquí estaremos como latas de
sardinas.
Aunque no creo que eso usted y yo lo veamos.
Los
inmigrantes continúan llegando por aire, mar y tierra. Y las encuestas señalan
a los
inmigrantes
como la tercera, cuarta o quinta preocupación de los habitantes del país.
Siempre
después del desempleo, del terrorismo y de la seguridad ciudadana (¡qué
nombrecito!).
La prensa, la radio y la televisión hacen su agosto con estos temillas que
siempre
están en el orden del día. Y no se acaban: sigue el desempleo, sigue el
terrorismo,
sigue
la inseguridad ciudadana, siguen los inmigrantes, y sigue la jodienda con otros
tantos
problemas importantes que parece que los políticos quieren olvidar, como el
maltrato
a las mujeres (que se mantiene sobre todo con la complicidad de los jueces que
no
castigan a los maltratadores) y dentro de este maremágnum de asuntos sin
resolver yo
también
sigo pero no jodiendo sino jodiéndome porque mi situación continúa sin
variación
a
más y mejor como tantas voces amigas quieren vaticinarme: “yo creo que este año
tu
situación
va a mejorar” (Ascensión, mi asistenta social), “pero claro que vas a mejorar,
todo
el mundo si se lo propone mejora su vida” (Ana, mi mejor amiga, ingenua como
una
amapola),
“pues yo me pasé seis años comiéndome un cable, hasta que encontré este
trabajo,
y ahora me siento mucho más desahogada, así que no te desesperes” (Leila, mi
mejor
compatriota, alumbrada por la suerte y sus esfuerzos), “ya tendrás trabajo y
ganarás
un
sueldo, y tendrás amor y una familia, ánimo, hombre” (Manuel, el optimista a
ultranza).
--Bueno,
pensándolo bien, tú y yo formamos parte de esa mitad de la población que está
arriba.
¿Te imaginas cuántos millones de negros, de indios, de suramericanos, de
asiáticos,
no
tienen ni una cama donde acostarse a dormir y a soñar que un día serán ricos?
Pues
a dormir la siesta, Victoriano, que se me cierran los ojos después de la enorme
paella
que
me tocó en el comedor de ancianos (esto no es un eufemismo) San José, a donde
voy
a almorzar vía dos metros y un tren de cercanías, ¡ah, Catana! Y gracias, que
conozco
a unos cuantos que con un bocadillo a las dos de la tarde se despiden hasta el
día
siguiente.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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