lunes, 26 de septiembre de 2016

ASAMBLEA DE SERVICIOS

--¡No hay quórum! -exclamó Valón, y sonriéndose se recostó en su silla.

A las tres y media sólo había treinta y dos trabajadores en el salón de reuniones. La

asamblea había sido convocada para las tres de la tarde.

--¿Nadie sabe dónde está Rina? -preguntó el Administrador, desde la única silla

ocupada en la mesa presidencial-. Bueno, que venga algún miembro del ejecutivo

de la sección sindical -miró su reloj pulsera-, que ya estamos atrasados -alguien en

el fondo murmuró "como siempre" pero el Administrador no le hizo caso.

Dos muchachas sentadas en el medio comenzaron a cuchichear. A la voz de

¿quién viene por fin? del Administrador, se levantó una de ellas, redonda como una

pelota de fútbol, y se acercó a la mesa con los labios apretados.

--Rina es la que tiene el control de todo -dijo, arreglándose el pelo y sentándose con

dificultad en la silla que le resultaba demasiado etrecha, junto al Administrdor-. Ella

es la que tenía que estar aquí con los informes y los planes y todo eso -agregó

moviendo su cabeza que desentonaba por pequeña con su amplia anatomía.

--¡Y los teques! -señaló Valón, y se escucharon numerosas risas.

El Administrador miró al fondo del salón, hizo una mueca, y le dijo algo a la gordita.

"Ya sabemos que Rina es la que tenía que estar aquí, querida Cira -la ironía no le

quedaba bien, pero él no lo sabía-, pero da la casualidad que no está" -se oyeron

nuevas risas.

--De todos modos, Angelito, no hay quórum -insistió Valón, encendiendo un pitillo-.

La asamblea no puede celebrarse.

Las risas se convirtieron en murmullos aprobadores.

--Primero vamos a pasar lista, porque tenemos unos cuantos compañeros que están

justificados.

El Administrador tomó un fail de encima de la mesa. En ese momento hicieron acto

de presencia dos miembros del ejecutivo municipal del sindicato que habían sido

invitados. Parecían dos guardaespaldas de algún ricachón de Las Vegas. Eran las

tres y cuarenta. La gordita miró al Administrador y éste le indicó a tan ilustres

visitantes que se acercaran y tomaran asiento junto a él. Después los presentó a la

masa.

--Aquí debería estar también el compañero Arias, de la empresa. No sabemos por

qué no ha venido, porque nosotros lo invitamos.

--Bueno, Angelito, ya son las cuatro de la tarde -Valón tiró la colilla del cigarro en el

piso-, vamos a meterle mano a esto, que yo estoy aquí desde las siete de la

mañana.

--Mira, Valón, no eres tú solo el que está aquí desde las siete de la mañana -volvió a

mirar su reloj e hizo otra mueca-, y todavía no son las cuatro.

El Administrador sacó un pañuelo ajado y se secó el sudor.

--Vamos a pasar lista -dijo.

Entre los presentes comenzaron a formarse pequeñas conversaciones en voz baja.

La gordita miraba al Administrador y movía la cabeza afirmativamente cada vez

que se nombraba un compañero que según él estaba justificado.

--Bien. Tenemos entonces que de setenta y cinco trabajadores en nómina hay tres

de vacaciones, dos enfermos, una de materniad, tres movilizados, dos de viaje,

y cuatro en prestación de servicios en otra unidad de la empresa.

El Administrador levantó la cabeza y miró a su auditorio. Se secó el sudor, puso el

pañuelo encima de los papeles que había llevado la gordita, y continuó:

--Si a estos compañeros les sumamos los que se encuentran prestando servicios

imprescindibles en el hotel en estos momentos, eso nos da un total de... -tomó

un bolígrafo y sacó cuentas en una hoja de papel usada- un total de veintiocho

compañeros que de ninguna manera pueden estar aquí presentes -la gordita le

susurró algo al oído-, y me informa Cira que dos compañeros se fueron al mediodía

por problemas familiares.

--Está bien, Angelito -dijo uno del centro del salón-, pero métele mano a esto, que

ya son las menos cinco.

El Administrador ordenó los papeles, apuntó algo en una hoja en blanco, se la pasó

a la gordita, y se volvió a secar el sudor con el pañuelo.

--Entonces, compañeros, ¿estamos de acuerdo que se celebre la asamblea

teniendo en cuenta los justificados que señalamos?

Algunos se encogieron de hombros, otros miraron a los que tenían al lado, tres o

cuatro encendieron cigarros, y los demás se quedaron en su lugar en posición de

descanso como si fueran soldados que reciben esa orden. El Administrador miró a

la gordita y a los del municipio, y después se dirigió a la asamblea.

--Vamos a hacer las cosas correctamente, compañeros. A ver, los que están de

acuerdo en celebrar la asamblea que levanten la mano -la mayoría la levantó-.

Los que estén en contra -nadie la levantó-. Los que se abstienen -uno del lateral

derecho comenzó a levantarla, pero al ver que sería el único desistió rápidamente,

rascándose la oreja para disimular su movimiento táctil. El Administrador se

repochó en su silla-. Aprobado por unanimidad -exclamó.

Las conversaciones susurrantes continuaron. Muchas manos comenzaron a mover

cartoncitos, periódicos, revistas. Un compañero del fondo se levantó y abrió la

puerta que daba a la calle. La ráfaga de aire detuvo por un momento algunos

abanicos improvisados. El Administrador se puso de pie, sosteniendo varias hojas

de papel gaceta y empezó a hablar en voz alta.

--Bien, compañeros, vamos a darle lectura al informe de la Administración, y después

lo discutimos, ya que la compañera Rina parece que no va a venir definitivamente.

--¿Y no hay orden del día? -preguntó una señora de pelo canoso que permanecía

muy callada en la primera fila.

--No hace falta, Carmen. Vamos a agilizar esto. Déjame leer el informe.

La señora hizo un puchero, se encogió de hombros, y miró al piso durante unos

minutos. A las cuatro menos cinco comenzó el Administrador a leer su informe,

después de aclarar -como si nadie lo supiera- que esa era la asamblea de servicios

que debía organizar y presidir la sección sindical en la persona de la compañera

Rina, que él ignoraba la razón por la cual no se encontraba allí presente. Los que sí

se encontraban presentes murmuraron un poco, hicieron sus conjeturas silenciosas

o en voz baja, y se miraron los unos a los otros, pero al fin se fueron acostumbrando.

Algunos miraban sus relojes, varios fumaban, otros susurraban, pero en todas las

caras el rasgo común era la impaciencia y el aburrimiento. El Administrador cambió

de lugar el pañuelo humedecido por el constante sudor de su cara y dio lectura

a los papeles con voz de bajo acatarrado. Planteó que en el hotel se había

generado un déficit de más de diez mil pesos en la ejecución del plan de prestación

de servicios, atribuido en lo fundamental al no funcionamiento de doce

habitaciones sometidas a reparación desde hacía ya cuatro meses y medio, a la

lentitud extrema en la atención a los usuarios -lo que había provocado cerca de

cincuenta críticas desfavorables aparecidas en el libro de quejas y sugerencias de

la carpeta, que ya se analizarían en su oportunidad-, a la disminución de la oferta

de alimentos por falta de medios adecuados para su elaboración y conservación,

a la falta de cooperación entre los miembros de los distintos bloques de trabajo, a

la pérdida numerosa de insumos por diversos motivos, y a otros factores que

prefirió no mencionar por considerarlos muy privados, que ya se discutirían a otros

niveles.

--Y menos mal que no tuvimos que cerrar por fumigación -dijo Valón, provocando

un estallido de risas que cortó el Administrador, exclamando con énfasis que la cosa

no estaba para chistes.

--¡Y todavía no hemos terminado! -añadió, intentando quitarse el sudor de la cara y

el cuello.

El Administrador estuvo hablando durante unos veinte minutos en su primera

intervención. Después, en otros diez minutos de exposición ininterrumpida, agregó

que además de los problemas señalados iba a decir "cuando me interrumpió Valón"

-y miró directamente al fondo de la sala- que había otras cuestiones que superar,

como eran sin dudas la débil gestión en las ventas, la mala calidad en la

elaboración de los productos, la ausencia de trabajadores en días completos

cuando iban a consultas en las policlínicas por las mañanas, las del todo punto

excesivas -y se golpeó el pecho con el puño de su mano izquierda- autorizaciones,

que eran de su entera responsabilidad, y la falta de exigencia y acometividad que

se observaba en algunas áreas de trabajo fundamentales para la buena marcha

de la prestación de los servicios del hotel. Miró nuevamente a la masa, intentó

aminorar el flujo de sudor que no dejaba de salirle de la cara, se sentó, colocó los

papeles frente a la gordita, y contempló por un minuto, fijamente, el ventilador de

techo que no funcionaba desde la penúltima asamblea general. Un silencio

desacostumbrado se impuso en la reunión.

--Los compañeros que deseen hacer uso de la palabra -dijo.

Nadie levantó la mano. La señora de la primera fila se dirigió a los miembros de la

mesa, con voz apenas audible.

--Oiganme, por lo que Angelito ha dicho, cualquiera piensa que lo mejor es que

cerremos el hotel.

Ahora los murmullos resonaron al unísono.

--No hay que exagerar, Carmen, que no es para tanto.

El Administrador cambió impresiones con los del municipio que permanecían en

silencio con sus caras tan inexpresivas que ni siquiera sudaban. La señora volvió a

hablar, esta vez aumentando el volumen.

--Bueno, compañeros... la verdad que estas cosas hay que discutirlas... para eso es

que estamos aquí, ¿no?

--Eso mismo dijiste en la última asamblea, Carmen, qué casualidad -Valón encendió

otro cigarro-. Y como si le echáramos jeringa a un muerto.

--Tampoco así, Valón -el Administrador dio un golpe seco en la mesa con el puño de

su mano derecha mientras con la izquierda se secaba el sudor-. Aquí hemos

discutido un montón de problemas que después se han resuelto, y eso aquí lo sabe

todo el mundo. Todo el mundo menos tú, al parecer.

Hubo murmullos aprobatorios, dudosos, negativos. Algunos hablaron entre sí, y

varios lo hicieron al mismo tiempo. Eran casi las cinco. El calor se ponía pesado, a

pesar de la puerta del fondo. La gordita se levantó, no sin esfuerzo, salió del salón y

enseguida regresó con un ventilador prehistórico que colocó en el piso, junto a la

mesa presidencial. Milagrosamente funcionaba, aunque haciendo un ruido de

noveno círculo.

--Bien, compañeros -el Administrador tomó el pañuelo, lo estrujó, y volvió a ponerlo

encima de los papeles sin pasárselo por la cara-. Los que quieran opinar sobre el

informe.

Un joven en el fondo cabeceó de pronto y el que estaba junto a él lo sacudió con

fuerza. Todos se volvieron y se escucharon risas en todo el salón.

--¿Quieres que te cambie la silla por un pim pam pum? -gritó el Administrador con

la cara del color de las uñas de la gordita, y las risas retumbaron.

El calor era húmedo e irresistible y el ventilador que había traído la gordita apenas

alcanzaba los pies de quienes se encontraban en la primera fila.

--Mira, Angelito -la voz de Valón no traía buenas intenciones-, aquí lo que hay que

hacer es dejarse de curitas de mercuro cromo y tomar medidas drásticas.

Hubo exclamaciones y comentarios y las voces impidieron que se oyera lo que dijo

la señora de la primera fila, malhumorada. Alzando mucho la voz, el Administrador

logró hacerse escuchar.

--Correcto, Valón, correcto. A ver: ¿qué medidas drásticas tú propones para que no

tengas que abochornarte cuando te pregunten en qué lugar trabajas?

--Bueno... lo primero que yo haría... -dijo Valón, mirando a todas partes como si

estuviera esperando a alguien que no acababa de llegar en una esquina céntrica-

lo primero que yo haría es... botar a toda esta gente de la sección sindical...

Las exclamaciones, los comentarios, las protestas y los murmullos de la gordita y de

la otra muchacha del sindicato interrumpieron a Valón, que no por eso se desanimó

y movió las manos en señal de silencio, esperando después pacientemente. Al fin

lo dejaron que continuara.

--Figúrate tú -y miró directamente al Administrador-, ni siquiera vienen aquí a dirigir

una asamblea y lo único que hacen es cobrarle a uno la cuota, y para eso caerle

encima a uno para que liquide el año desde los primeros meses...

--No -interrumpió un hombre de mediana edad que no había abierto su boca a no

ser para bostezar sonoramente-, y además de caerle encima a uno con eso de la

cuota, como dice el compañero Valón, nada más que se acercan a nosotros para

pedirnos que vayamos al trabajo voluntario.

--Y siempre están con la pituita de que hoy a las doce hay un mitin relámpago y el

viernes a las cinco hay una actividad y el domingo a las seis de la mañana hay que

estar en el parque de las flores, donde por cierto no hay ninguna flor, para ir al

trabajo productivo y...

--Y los problemas de los trabajadores ¿qué? -pregunto un larguilucho del centro.

--Pero lo más lindo del caso -dijo por último Valón- es que la mayoría de las veces tú

no los ves en ninguna actividad.

--Sobre todo cuando hay que doblar el lomo -exclamó el señor de edad mediana

aguantando un bostezo que se aproximaba.

La mayoría hizo gestos afirmativos, movimientos de manos y cabezas, y aumentaron

los murmullos, mientras el calor hacía estragos en rostros y camisas sin distinción.

--Y ahora la han cogido con la gracia de hacer maratones de limpieza los sábados

-dijo una muchacha del centro con cara de yonofuí.

--Claro -dijo la otra compañera del ejecutivo de la sección sindical-, porque lo que

pasa es que las compañeras de la limpieza no limpian.

--¿Que no limpian? -gritó un muchachón del lateral izquierdo con voz de afilador de

tijeras sin pito-. ¡No limpian! Y claro, nosotros tenemos que hacerles el trabajo a ellas.

¡Pero qué bárbaro!

Los comentarios y las exclamaciones lograron que la gente se olvidara del calor, de

la hora, y de las ganas que tenían de largarse de una vez. Como por milagro, el

Administrador permanecía sin decir ni hostias.

--La verdad, compañeros -dijo la señora de la primera fila-, aquí hay que hacer algo,

porque si esto sigue así, no cuenten conmigo para la próxima asamblea.

--Si esto sigue así, apaga y vámonos -dijo la gordita rascándose el cuello, donde el

sudor y el polvo le habían colocado un precioso collar carmelita.

El Administrador decidió entonces que ya era hora de intervenir para poner el orden

que no había podido poner antes, y dejó de secarse el sudor.

--Bien, compañeros. Vamos a pedir la palabra. Vamos a ser disciplinados. Vamos a

aprovechar esta asamblea para que no hayamos estado aquí perdiendo el tiempo.

Sobre lo que dijo Valón, independientemente de que no lo dijo de la forma más

correcta, lo único que podemos decirle es que nosotros no estamos facultados para

sacar a nadie de la sección sindical. Eso lo tienen que decidir ustedes, que fueron los

que los eligieron. Pero bien, ahora lo que estamos discutiendo es el informe de la

Administración del hotel, así que vamos a concentrarnos en este punto.

Hizo una pausa, tomó el pañuelo, lo sintió tan mojado que volvió a colocarlo donde

estaba, y esperó. Eran las cinco y media largas. Los ánimos se habían apaciguado

un poco, pero nadie pidió la palabra.

--¡Es verdad! ¡Es verdad! -gritó una pelirroja teñida que se había quedado rendida

en medio del salón, despertándose súbitamente. Hubo risas, pero menos que antes.

Poco a poco se fue haciendo el silencio. El Administrador insistió en que quienes

desearan opinar sobre el informe levantaran las manos. Los murmullos, comentarios,

y otros accesorios, aparecieron nuevamente, con mucho menos fuerza. Algunos se

pusieron de pie, caminaron, salieron del local y se quejaron inútilmente del calor.

Un joven de pitusa y pulóver anchísimo se escabulló por el lateral izquierdo y adiós

Lolita de mi vida. El Administrador pidió calma y trató de tranquilizar a los reunidos

que lo apremiaban a terminar con la tortura calurosa. Enseguida tomó la palabra

por decimonovena vez.

--Miren, compañeros, queremos plantearles una cosa -una jovencita vestida a la

última moda llegada desde el exterior en revistas traídas por manos amigas, se

asomó por la puerta y le hizo señas-. ¿Qué pasa, Arelis? -la joven entró casi en

puntillas, moviéndose camaleónicamente, se acercó a la mesa y le entregó un

papel. Enseguida salió, haciéndole guiños a varios hombres del lateral derecho.

El Administrador leyó el papel. Ahora la asamblea estaba adormecida en la

modorra del bochorno perpetuo. El Administrador puso el papel sobre la mesa

frente a la gordita y continuó.

--Aquí me llega una nota del compañero Arias, que pide que lo disculpemos, pero

que otros compromisos contraídos e inaplazables le impiden estar con nosotros.

--Un tipo duro ese Arias, ¿eh? -se rió Valón.

--¿Y no nos desea éxitos en la asamblea? -vociferó un godo barrigón desde la

última fila. Las risas despertaron escandalosamente mientras el Administrador y los

del sindicato municipal ponían caras de bull dogs amarrados mirando cuatro gatos

furiosos amagándoles. Bostezos, miradas a los relojes, sacudidas esporádicas a los

cartoncitos, lamentos y susurros, camisas desabotonadas, etc. Pero la asamblea, no

obstante, continuó.

--Silencio, compañeros. Vamos a hacer silencio, por favor. A ver, opiniones sobre

el informe. Vamos, gente, que no se diga -la gordita habló más de la cuenta. El

Administrador casi se desplomó en su silla, resoplando como un búfalo. Tenía la

camisa empapada. Cambió impresiones con los del sindicato municipal, registró

sus papeles, alzó la cabeza.

--Atiendan aquí: lo que nosotros queremos plantearles es lo siguiente -se puso de

pie y le dio lectura a lo que denominó plan de ataque frontal a las dificultades y

las deficiencias, con el que esperaban, contando con la cooperación de todos los

factores del centro y con la conciencia revolucionaria de todos los trabajadores

del hotel, recuperar los atrasos, eliminar el déficit y resolver a corto plazo todos los

problemas que se habían venido acumulando y que se habían discutido ya varias

veces en anteriores asambleas.

--Pero eso sí, compañeros: para llevar a feliz término este plan -exclamó con una

buena dosis emotiva- nosotros vamos a ser exigentes, de verdad que vamos a ser

muy exigentes. Con todos, comenzando por mí mismo.

El murmullo fue superior al tímido aplauso que se escuchó al final, después de que el

Administrador se sentó nuevamente, restregándose el pañuelo mojado en la cara.

Los presentes se miraron, comentaron, formaron microasambleas en varios puntos

del salón, despertaron por segunda vez a la pelirroja, y se quedaron en sus sillas,

esperando.

--Yo creo que lo que hay que hacer aquí es cumplir ese plan, Angelito -dijo la señora

de la primera fila-, lo demás es dilatar esto por gusto.

--Sí, sí -gritó la muchacha del ejecutivo que estaba entre la masa-, cumplir el plan,

compañeros, ponernos para la cosa, eso es lo que tenemos que hacer.

Al rayar las seis dos mujeres jóvenes se pusieron de pie. Una de ellas habló por las

dos.

--Con permiso, Angelito, Marta y yo tenemos que retirarnos, porque tenemos que

recoger a los niños en el círculo.

--Y yo tengo una reunión a las ocho -planteó un señor grueso que también se había

puesto de pie.

Los tres salieron callados por el lateral izquierdo, con las caras festivas. La reunión

había caído en un sopor que mantenía las bocas medio abiertas, las manos con

los cartones o los periódicos ventilantes inmóviles sobre las piernas, y las caras

con expresión de desaliento.

--¿Qué hora tienes, Julio? -preguntó la joven del ejecutivo.

--Las seis y cinco.

Algunos asistentes se pusieron de pie, se estiraron, bostezaron, etc., mientras los de

la mesa cambiaban impresiones en voz baja. Por fin el Administrador planteó que

si no había opiniones se procedía a votar el plan de ataque frontal propuesto,

que ya contaba con la aprobación de la compañera Cira y de los compañeros del

ejecutivo municipal (algunos se preguntaron cuándo lo habrían leído). Al final,

exclamó que el plan era aprobado por unanimidad.

--Ahora vamos a darle la palabra al compañero Rosales, miembro del comité

municipal del sindicato, para que haga las conclusiones de esta asamblea.

No hubo aplausos ni comentarios ni murmullos. Rosales se puso de pie. Con voz muy

pausada dijo que esa asamblea no se había efectuado en la forma establecida, y

que en realidad había resultado en la práctica una reunión netamente informativa

donde no se habían tomado acuerdos concretos y donde -hizo un gesto vago de

resignación- había que decirlo, se notó el desinterés, la apatía y la falta de

combatividad en la mayoría de los trabajadores allí presentes, y que eso era una

señal preocupante, sin dudas, de un pobre trabajo sindical en la base, cosa que

"tenemos que superar urgentemente". Apuntó que él estaba de acuerdo con

muchos de los planteamientos que se habían hecho y que no iba a repetir lo que ya

se había dicho -aunque lo repitió casi todo en el transcurso de su intervención-. pero

que el sindicato municipal esperaba que con el esfuerzo y la dedicación de todos

el hotel saliera del lugar tan bajo en que había quedado en la pasada emulación.

Se extrañó especialmente de que no se hubiera hecho ningún señalamiento al

compañero Angelito, que a pesar de llevar muy poco tiempo en el cargo de

Administrador de la unidad, tenía su parte de responsabilidad en los problemas que

se señalaron... -uno del centro lo interrumpió para plantear que en los últimos seis

meses el hotel había tenido tres administradores y que él consideraba que el único

que se había ocupado algo de esos problemas señalados era el compañero

Angelito, no porque estuviera allí presente, sino porque era la verdad, pero los

murmullos cortaron lo que parecía iba a ser una entonada intervención.

--¡Compañeros! -el rostro del dirigente sindical enrojeció-: para resolver todos estos

problemas y salir de esta bochornosa situación, es necesario que ustedes -y señaló

con el índice derecho a todos los presentes- tomen conciencia de eso, pues no se

puede resolver nada si no se está conciente de que hay que resolverlo. Tenemos

que redoblar los esfuerzos, compañeros, tenemos que trabajar sin descanso, hay

que dedicarse por entero al trabajo, cumpliendo y respetando la jornada laboral

que es sagrada, rescatando la disciplina, aprovechando al máximo cada turno de

trabajo, laborando horas extras si fuera necesario, elevando la calidad de los

servicios que le prestamos al pueblo, y todo eso con la vergüenza que caracteriza

a nuestro sector, con un alto espíritu de sacrificio, con abnegación, con entusiasmo

ante las tareas del Partido, de la Administración y del Sindicato, y desde ahora

mismo acometer con energía y vitalidad las tareas del plan propuesto por el

compañero Angelito, para así reconquistar el prestigio de esta unidad y ponerla a la

altura de la situación del país, a la altura de nuestra población, a la altura que la

Revolución nos reclama -hizo una pausa breve, sofocado- y proponernos que en

el más breve plazo posible este hotel se ganará el honroso título de UNIDAD

MODELO DEL PUEBLO Y PARA EL PUEBLO...

Pasadas de las seis y media la sala estaba totalmente vacía. En la acera la gordita

se acercó a Valón, que se disponía a atravesar la calle para tomar un ómnibus o

cualquier otro transporte que lo llevara hasta cerca de su casa.

--¿Por qué no hablaste cuando terminó Rosales? -le preguntó.

--¿Estás loca? Si sigo hablando me proponen para el sindicado, mija. Y yo no estoy

para eso, manita.

La gordita se quedó en la acera mirando a Valón que se perdía entre el tumulto en

la parada. Miró al cielo, que estaba muy nublado, se encogió de hombros, abrió

el bolso comando que llevaba, y sacó un paraguas de colores que recién había

comprado en el mercado paralelo.

Augusto Lázaro


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domingo, 4 de septiembre de 2016

AHORA LOS VECINOS...


Doy tres golpes en la puerta y espero. El viento mueve el único bombillo encendido

en la esquina del frente. El chirrido de la verja de hierro me hace recordar un cierto

poema que comienza cuando se abre la reja de tu jardín, Marta mía. ¿Mía? Todas

las palabras posesivas andan conmigo hoy. Ahora especialmente. Antes de abrir

oigo su voz que dice ¿quién?, pero no espera mi respuesta y abre. Me doy cuenta

de que es un poco tarde y de que el viejo debe estar soñando con la plaza de toros

de Sevilla. Ella lleva puesto un pulóver malva, el color del luto en la semana

santa, según me dijo el viejo un día. ¿Irónica? El caso es que ella está preciosa o...

no sé, es que nunca he podido definirla como yo quisiera. Detrás de su pulóver se

ve todo el pasillo hasta el fondo de la casa. Es una casa kilométrica. Cuando cierra

la puerta me mira y me dice:

--Ahora los vecinos se van a creer que vienes a acostarte conmigo.

¡Los vecinos! ¡Qué frase! La noche duerme demasiado plácida para que alguno se

levante, Pero ella... Mis ojos se prenden de su pulóver malva hasta que nos

acomodamos en un espacio reducido al fondo de la casa. Ella está haciendo unos

pinceles para sus niños, según me dice.

--Sí, ahora tengo un grupito de niños a mi cargo, de aquí del vecindario. Les enseño

a pintar y a muchas cosas. Me entretengo con ellos cantidad.

La miro. Ella sigue trabajando sus pinceles y me mira algunas veces. Pero yo la miro

siempre. Se rasca. Mis ojos siguen todo el movimiento de sus manos. Sus manos se

escapan de cualquier descripción literaria. Toman la cuchilla de afeitar y sacan

astillas de la madera blanda. Sus dedos juegan con el mechón de pelo que está

sobre la mesa y ponen un pedazo en la punta afilada de cada pincel. Después los

pega. Se dedica a todo lo que hace con verdadero amor. Cuando termina el

último pincel me trae un libro viejo sobre astronomía que acaba de encontrar no sé

dónde y me lee algún párrafo, muy entusiasmada. Me contagio cuando leo varios.

--Es un sinvergüenza -le digo del autor del libro.

--No, qué va, si este libro...

--Quiero decir: es un poeta.

--¡Ah! -sonríe-, porque es que está escrito todo así, como si fuera una leyenda. Es que

parece una leyenda, por eso me gusta. Me atrapó desde que comencé a leerlo.

--¿Así que a ti te pueden atrapar?

Nos reímos. Sí, porque a ella todo hay que pedírselo. Al menos yo. Dentro de la casa

parece que se está muy lejos de todo cuanto nos rodea. A veces el silencio se hace

insoportable. Demasiado espacio para dos personas. Le hablo de mi novela y de

uno de sus personajes secundarios muy interesanres: una anciana paralítica, tía de

la protagonista. Me dice que ella conoció a una anciana parecida y me la describe

y ojalá hubiera traído mi grabadora. Pero confío en mi memoria. Entonces se me

ocurre ponerle un toque de misterio a la visita.

--Ven acá y dime una cosa: a que no adivinas dónde está encerrada esa anciana

paralítica.

Pronuncia mi nombre, abre los ojos y me mira muy seria. Seca los pinceles y casi me

arrepiento de la broma, pero confío en su entereza y a los pocos minutos el asunto

declina. Me levanto, porque cuando se lo pido me dice que hoy no tiene café, y

fumarme un cigarro así en seco nunca ha sido mi costumbre.

--¡Qué calor! -le digo, sacudiéndome la camisa.

Sus ojos brillan. Se levanta, corre a la ventana y la abre.

--¿Cómo no se me había ocurrido antes? Ahora los vecinos van a pensar que tú te

has acostado conmigo.

Otra vez la niña. ¿Cómo es posible que le importen tanto los vecinos? Le doy un

halón de pelo y me voy hasta el cuarto de desahogo a registrar las cosas tiradas

unas encima de otras. Por casualidad descubro que en un clóset hay un espacio

hueco encartonado. Doy varios golpes y ella viene enseguida y me pregunta qué

estoy haciendo. Cuando le comunico mi descubrimiento se pone muy nerviosa,

se mete en el clóset y comienza a golpear el cartón para romperlo. Halo sus brazos

y la convenzo de que deje eso para mañana. Volvemos a la sala. Volvemos a

sentarnos. Volvemos a conversar como antes. Trato de penetrar sus ojos y de saber

qué piensa. Creo que la quiero bastante y se lo digo, pero no le digo cómo es que

la quiero. No se lo digo porque yo mismo no lo sé. Con ella todo siempre resulta

indefinible. Pero todo atrae. Seguimos con la astronomía y yo le digo que cuando

nació Napoleón el sol no estaba en Leo como creen los astrólogos. Me dice que

los astrólogos, para sus predicciones, siempre han tenido en cuenta todas esas

diferencias de tiempo y espacio. ¡Ja! Realmente es deliciosa. ¿Cómo podría yo

descubrir sus posibilidades de delicia? Me dan ganas de darle un cocotazo. Me dan

ganas de restregarle en la boca la ternura posible.

--Te queda bien el malva -le digo, cuando en mi reloj ya pasan de las doce y la

noche se empeña en seguir con nosotros.

--Me gusta ese color, aunque no tengo mucha ropa así.

--Ese color te da un toque de misterio... pero te hace más bella.

Y es verdad. Por lo menos para mí es verdad. A ella no le miento, aunque tal vez

en la mentira haya más atractivo. Pero esta noche la verdad me llena, de sueños

y de imágenes. ¿Estoy filosofando? No, con ella no. Con ella la poesía.

--Me voy. Acompáñame a la puerta, no vaya a ser cosa que tu abuelo se despierte

y me dé un bastonazo.

Se ríe. Quisiera ver su cara siempre en risa. Cuando se ríe parece más ingenua, más

tímida, más niña. Me voy en realidad. En el portal hay un pedazo de muñeca rota,

una pierna. Qué raro. Al llegar no lo vi. También hay dos balances blancos ya casi

destartalados y me pareció ver uno solo. ¿Qué me pasa? Aunque no me extraña,

con ella siempre están apareciendo cosas. Recojo el pedacito de muñeca y se lo

tiro y se pierde en el pasillo detrás de su pulóver malva. ¿Tendrá miedo? Ojalá que

duerma bien. La miro con todo el cariño que se puede ofrecer con los ojos. Entonces

se acerca y me dice:

--Vete pronto, los vecinos se van a imaginar que te has acostado conmigo.

La miro con deseos de decirle me cago en los vecinos... pero no en ti, me vaciaría

en ti, me encontraría quizás... Y no la miro más. Cruzo la calle y el aire suaviza mi

piel. Es más de media noche. Vista Alegre duerme demasiado tranquila. ¡Ah, sí!

¡Los vecinos! Quisiera ver alguno. Siento deseos de fumar y entonces veo sus ojos,

sus ojos en el pulóver malva, en los pinceles, en sus manos, en las paredes blancas

de su enorme casa, en el mechón de pelo negro, en la verja de hierro... sus ojos,

siempre tristes y solos, que me sacan eso tan cercano al amor, eso que puede

sentirse por una muchacha que nos dice que los vecinos se van a creer, van a

pensar, se van a imaginar que nosotros...



Augusto Lázaro

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