domingo, 15 de octubre de 2017

LOS COMPLICES


La vecina la encontró tirada en el suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.

Cuando pudo reaccionar tras la impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la

cabeza entre las manos, ensartando palabras de consternación y aliento, tratando

de levantarla y colocarla en el sofá, y cuando lo logró, miró a todas partes, como

buscando algo o alguien que la ayudara a atenderla. Había oído gritos y golpes

que le hicieron temer lo peor, lo acostumbrado, pues no era la primera vez que eso

sucedía. Se sentó junto a ella, y sin preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía

muy bien, sólo atinó a exclamar: "¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi

amiga", y sin poder evitarlo comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que

ahora sustituía los quejidos de su amiga. Entonces le dijo:

--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a soportar esta situación?



En el Congreso de los Diputados, el portavoz del gobierno lanzaba improperios que

él consideraba críticas justas contra el principal partido de la oposición, que era en

realidad el único, pues todos los demás minoritarios se habían puesto de parte del

mandamás de turno, lo que era muy común en los cobardes y en los oportunistas.

Cuando tocó el turno al portavoz del único partido de la oposición, éste comenzó

a lanzar improperios que consideró críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus

secuaces, provocando una señora algarabía, una más, entre los asistentes, aunque

éstos ya no se asombraban por tales minucias. La mañana había estado movida,

plagada de gritos, aplausos, abucheos, silbidos, golpes en los escaños y alguna que

otra ausencia de los llamados padres de la patria, nombre algo irónico si se tiene

en cuenta lo mal que en realidad querían a sus hijos estos próceres que ocupaban

su tiempo en insultarse mutuamente, como buenos políticos, y ni se acordaban de

que existía una patria a la que tenían que dedicar sus vidas por entero, pues para

eso habían sido elegidos, unos por votos y otros por dedos, pero daba lo mismo:

todos tenían en común su convencimiento de que cada cual tenía la razón, de

que cada cual era el dueño de los caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo

que los demás, naturalmente, estaban equivocados. A las dos de la tarde seguía

activo el ring, sin que se vislumbrara un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera

del sagrado recinto, el único perdedor era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar

ese mísero detalle? Curiosamente, sus señorías no habían conversado ni un minuto

sobre el fútbol en los intermedios de las sesiones.



Muchas veces habían conversado sobre esa situación, insostenible según la vecina

y demasiado prolongada según su madre y algún que otro familiar cercano. Pero

Julia no se decidía a hacer nada para poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que

ese día ya no pudo más y por consejos y alientos de su vecina y amiga, tomó una

decisión:

--Iré a la policía. Tú tienes razón, esto no puedo seguir aguantándolo.

En la Comisaría presentó la denuncia, rellenó el formulario correspondiente, y oyó

que le prometían tomar nota de su caso. Para ella tomar nota no significaba nada,

pero al menos salió de la Comisaría con un poco de alivio. No le duró mucho: al

llegar a su casa, el hombre la estaba esperando. Un detalle que habían olvidado

ella y su amiga del piso colindante: cambiar la cerradura, detalle que estuvieron

lamentando muchos días después de aquél en que ella regresara de la Comisaría

y el hombre le propinara la paliza más brutal que ella había recibido. Desde que

por fin él se había ido de la casa sólo había vuelto un par de veces, y en ambas sólo

había vuelto para insultarla, golpearla y romper algunas cosas que él argumentaba

que eran suyas, pues las había pagado mientras vivió con ella allí. La paliza esta

vez fue tan bestial que ella perdió el conocimiento, y no se enteró de que algunos

vecinos, al oír los golpes, los ruidos y los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El

hombre salió y les pasó por delante, ignorando los insultos que varias mujeres le

gritaron, muy airadas, y las protestas de algunos hombres que no se sintieron con

valor para enfrentarse a aquel mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían

competir con los de Arnold Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no

podía hablar. No podía ni siquiera llorar.



Los magistrados comentaban el partido de fútbol de la noche anterior, en el que

el equipo estrella se había dejado meter nada menos que tres goles, provocando

reacciones furiosas en sus fans, tan furiosas que uno de los deportistas recibió en la

frente un botellazo lanzado desde el graderío enardecido. Porque perder en propia

casa no se lo perdonaban ni al mejor futbolista millonario que casi no sabía articular

palabras cuando lo entrevistaban en la tele.

--Es una vergüenza. Con lo que les pagan y mira qué chorrada.

--Ya. Me imagino lo que sucedería si a este equipo le sacaran los extranjeros que son

los que le dan los pocos triunfos que tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso

del público también es una vergüenza. Vamos a tener que hacer algo al respecto.

--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse. ¿Otra cañita?

Ambos jueces, pasados de peso y de tripa, con rostros del color del tomate maduro,

se repocharon en los pullmans mientras se deleitaban con un filme de acción en el

vídeo del televisor de pantalla plana colocado en el salón del magistrado mayor.

Su invitado le había comentado que él también pensaba comprarse uno igual. De

algunos asuntos pendientes no hablaron. Entre ellos estaba la última denuncia por

malos tratos recibida días atrás, pero entre tantas, ¿quién podía acordarse?



Les costó mucho esfuerzo convencerla, pero los reporteros del canal 3 conquistaron

a Julia para acudir a una entrevista donde pudiera denunciar a su maltratador ante

todo el país.

--Señora, créame, lo que sale en la tele se resuelve. Los que mandan le tienen terror

a la tele, a lo que dice, y sobre todo, a que sus nombres, y mucho más sus caretos,

salgan en la pantalla chica. Créame, no se va a arrepentir.

Y llegó la noche de la entrevista. Hacía muchos días que Julia no sabía nada de su

ex y estaba preocupada, pensando siempre lo peor. La vecina la acompañó al

plató, donde no la maquillaron, con el fin de que pudiera mostrar los moretones

de la última paliza ante las cámaras. En su familia hubo voces que la aconsejaron

que no fuera, pero la mayoría la apoyó, al igual que casi todos sus vecinos que

conocían la tragedia. Era un paso que había pensado bastante, pero su situación

no podía continuar así. Porque su vida peligraba y ella no sabía a quién podía ya

acudir.

--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más. Por favor, necesito que me ayuden. Ese

hombre me ha amenazado varias veces y me va a matar. Por Dios que sí, me va a

matar. Por favor... necesito que me ayuden...



Habían formado un grupito en la cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías

con sus armas cortas, comentando un partido de fútbol y el coche nuevo que se

había comprado uno de ellos, dos de los cuales fumaban pitillos, precisamente

frente a la pared donde había una señal de prohibido fumar. Cerca del grupo se

veía a varios viajeros con cigarros en las bocas, pero nadie se daba por enterado.

Uno de ellos los miró y cambió de tema.

--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?

--Hombre, podíamos multarlos, eso está prohibido.

--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles. En primera, que esa multa no la van a pagar

jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te dicen que te han visto fumando aquí mismo?

--Bueno, pero...

--Mira, tío, esto es como todo: esto de las prohibiciones es un paripé, nadie cumple

nada y además, ¿para qué vamos a buscarnos problemas, si cuando tú detienes

a un delincuente, al día siguiente el juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el

mundo, tío, que este mundo no hay quien lo arregle.



Al día siguiente de su comparecencia por televisión, Julia sintió unos golpes fuertes

en la puerta. Enseguida supo que se trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,

pero el hombre, al darse cuenta de que su llave no servía, comenzó a llamarla a

toda voz y a dar golpes estruendosos en la puerta.

--Abreme, Julia, que sé que estás ahí. Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo

que quiero es llevarme algunas cosas que tengo y nada más. Vamos, ábreme, no

empieces a cabrearme. Acaba de abrirme de una vez, recoño. ¡Joder!

Mientras Julia temblaba, alejándose de la puerta, el hombre se desesperó. En esa

planta no había casi nadie a esa hora y la vecina estaba en su trabajo. El hombre

insistió una vez más, y al ver que no podía lograr que ella le abriera, le dio una

patada a la puerta.



Las calles estaban, como siempre, llenas de gente que caminaba de prisa. Frente a

la tienda El Corte Inglés, dos mujeres maduras comentaban las rebajas, otras más

jóvenes hojeaban revistas de famosos y de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin

dificultades a esa hora temprana. El ruido y el polvo campeaban en todos los

rincones. Un hombre joven, vestido como un espantapájaros, lograba sonrisas en

los menos exigentes que lo miraban admirados. Un pequeño grupo esperaba el

semáforo para cruzar. En la parada del autobús se agrupaba mucha gente de

mirada ansiosa, esperando y comentando la tardanza en esa línea, que según un

hombre joven y algo escuálido, era la peor de la ciudad. No había ningún niño

alrededor. Los vendedores ambulantes pregonaban sus ofertas, colocadas sobre

mantas y sábanas en las aceras de la concurrida calle. El día estaba nublado, pero

no acababa de llover. Muchos jóvenes hablaban por sus móviles, entusiasmados.

Otros conversaban sobre el fútbol, mostraban el último compacto de U-2, y uno de

ellos hizo un comentario sobre la moto que pensaba comprarse cuando pudiera

sacarle el dinero a su padre, con el cual no se llevaba muy bien. Más allá de la

cafetería, una adolescente con uniforme escolar se lamentaba del mal rollo que se

había ligado con un tal Joaquinito, por culpa del dichoso examen de física, sobre

todo porque el profesor no era de los que se desviven por acercarse a sus alumnos

y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió a su compañera:

--Ese está allí por el dinero que le pagan, tía. No le interesa nada más.

--¿Y qué me dices de la profe nueva, con su ropa de pija y sus modales tan...

--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve que está en otra onda. No se ha dado cuenta de

que en estos tiempos hay que estar en la calle y con vaqueros.

La ciudad era la misma del día anterior, y seguramente sería la misma del día

siguiente: activa, dinámica, atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con

transportes lentísimos y aglomeraciones en las paradas y en las tiendas con rebajas,

inmigrantes caminando sin destino cierto, bodas de homosexuales, discusiones de

grupos de amigos en los bares sobre fútbol, política, coches, y si había mujeres en

esos grupos, sobre el famoseo, que ocupaba una gran parte del tiempo femenino.

Julia había sido enterrada en familia, en un funeral discreto a donde sólo acudieron

unos pocos vecinos y algunos familiares cercanos. Al día siguiente, unas doscientas

mujeres del barrio salieron a la calle en manifestación, en silencio, con pancartas y

telas, denunciando una vez más lo que llamaban la violencia de género. El canal

3 no asistió. Tampoco había ningún cargo político, judicial ni policial. El ex marido

de Julia, muy bien asesorado por un buen abogado que le recomendó demostrar

alteraciones del sistema nervioso en el momento del asesinato, cuando declarara

ante el juez, había quedado en libertad condicional con cargos bajo fianza, y por

el momento debería presentarse ante el juzgado cada quince días, hasta que se

celebrara el juicio. O hasta que el delito prescribiera.



Augusto Lázaro


@lazarocasas38 
La vecina la encontró tirada en el suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.

Cuando pudo reaccionar tras la impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la

cabeza entre las manos, ensartando palabras de consternación y aliento, tratando

de levantarla y colocarla en el sofá, y cuando lo logró, miró a todas partes, como

buscando algo o alguien que la ayudara a atenderla. Había oído gritos y golpes

que le hicieron temer lo peor, lo acostumbrado, pues no era la primera vez que eso

sucedía. Se sentó junto a ella, y sin preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía

muy bien, sólo atinó a exclamar: "¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi

amiga", y sin poder evitarlo comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que

ahora sustituía los quejidos de su amiga. Entonces le dijo:

--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a soportar esta situación?



En el Congreso de los Diputados, el portavoz del gobierno lanzaba improperios que

él consideraba críticas justas contra el principal partido de la oposición, que era en

realidad el único, pues todos los demás minoritarios se habían puesto de parte del

mandamás de turno, lo que era muy común en los cobardes y en los oportunistas.

Cuando tocó el turno al portavoz del único partido de la oposición, éste comenzó

a lanzar improperios que consideró críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus

secuaces, provocando una señora algarabía, una más, entre los asistentes, aunque

éstos ya no se asombraban por tales minucias. La mañana había estado movida,

plagada de gritos, aplausos, abucheos, silbidos, golpes en los escaños y alguna que

otra ausencia de los llamados padres de la patria, nombre algo irónico si se tiene

en cuenta lo mal que en realidad querían a sus hijos estos próceres que ocupaban

su tiempo en insultarse mutuamente, como buenos políticos, y ni se acordaban de

que existía una patria a la que tenían que dedicar sus vidas por entero, pues para

eso habían sido elegidos, unos por votos y otros por dedos, pero daba lo mismo:

todos tenían en común su convencimiento de que cada cual tenía la razón, de

que cada cual era el dueño de los caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo

que los demás, naturalmente, estaban equivocados. A las dos de la tarde seguía

activo el ring, sin que se vislumbrara un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera

del sagrado recinto, el único perdedor era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar

ese mísero detalle? Curiosamente, sus señorías no habían conversado ni un minuto

sobre el fútbol en los intermedios de las sesiones.



Muchas veces habían conversado sobre esa situación, insostenible según la vecina

y demasiado prolongada según su madre y algún que otro familiar cercano. Pero

Julia no se decidía a hacer nada para poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que

ese día ya no pudo más y por consejos y alientos de su vecina y amiga, tomó una

decisión:

--Iré a la policía. Tú tienes razón, esto no puedo seguir aguantándolo.

En la Comisaría presentó la denuncia, rellenó el formulario correspondiente, y oyó

que le prometían tomar nota de su caso. Para ella tomar nota no significaba nada,

pero al menos salió de la Comisaría con un poco de alivio. No le duró mucho: al

llegar a su casa, el hombre la estaba esperando. Un detalle que habían olvidado

ella y su amiga del piso colindante: cambiar la cerradura, detalle que estuvieron

lamentando muchos días después de aquél en que ella regresara de la Comisaría

y el hombre le propinara la paliza más brutal que ella había recibido. Desde que

por fin él se había ido de la casa sólo había vuelto un par de veces, y en ambas sólo

había vuelto para insultarla, golpearla y romper algunas cosas que él argumentaba

que eran suyas, pues las había pagado mientras vivió con ella allí. La paliza esta

vez fue tan bestial que ella perdió el conocimiento, y no se enteró de que algunos

vecinos, al oír los golpes, los ruidos y los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El

hombre salió y les pasó por delante, ignorando los insultos que varias mujeres le

gritaron, muy airadas, y las protestas de algunos hombres que no se sintieron con

valor para enfrentarse a aquel mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían

competir con los de Arnold Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no

podía hablar. No podía ni siquiera llorar.



Los magistrados comentaban el partido de fútbol de la noche anterior, en el que

el equipo estrella se había dejado meter nada menos que tres goles, provocando

reacciones furiosas en sus fans, tan furiosas que uno de los deportistas recibió en la

frente un botellazo lanzado desde el graderío enardecido. Porque perder en propia

casa no se lo perdonaban ni al mejor futbolista millonario que casi no sabía articular

palabras cuando lo entrevistaban en la tele.

--Es una vergüenza. Con lo que les pagan y mira qué chorrada.

--Ya. Me imagino lo que sucedería si a este equipo le sacaran los extranjeros que son

los que le dan los pocos triunfos que tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso

del público también es una vergüenza. Vamos a tener que hacer algo al respecto.

--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse. ¿Otra cañita?

Ambos jueces, pasados de peso y de tripa, con rostros del color del tomate maduro,

se repocharon en los pullmans mientras se deleitaban con un filme de acción en el

vídeo del televisor de pantalla plana colocado en el salón del magistrado mayor.

Su invitado le había comentado que él también pensaba comprarse uno igual. De

algunos asuntos pendientes no hablaron. Entre ellos estaba la última denuncia por

malos tratos recibida días atrás, pero entre tantas, ¿quién podía acordarse?



Les costó mucho esfuerzo convencerla, pero los reporteros del canal 3 conquistaron

a Julia para acudir a una entrevista donde pudiera denunciar a su maltratador ante

todo el país.

--Señora, créame, lo que sale en la tele se resuelve. Los que mandan le tienen terror

a la tele, a lo que dice, y sobre todo, a que sus nombres, y mucho más sus caretos,

salgan en la pantalla chica. Créame, no se va a arrepentir.

Y llegó la noche de la entrevista. Hacía muchos días que Julia no sabía nada de su

ex y estaba preocupada, pensando siempre lo peor. La vecina la acompañó al

plató, donde no la maquillaron, con el fin de que pudiera mostrar los moretones

de la última paliza ante las cámaras. En su familia hubo voces que la aconsejaron

que no fuera, pero la mayoría la apoyó, al igual que casi todos sus vecinos que

conocían la tragedia. Era un paso que había pensado bastante, pero su situación

no podía continuar así. Porque su vida peligraba y ella no sabía a quién podía ya

acudir.

--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más. Por favor, necesito que me ayuden. Ese

hombre me ha amenazado varias veces y me va a matar. Por Dios que sí, me va a

matar. Por favor... necesito que me ayuden...



Habían formado un grupito en la cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías

con sus armas cortas, comentando un partido de fútbol y el coche nuevo que se

había comprado uno de ellos, dos de los cuales fumaban pitillos, precisamente

frente a la pared donde había una señal de prohibido fumar. Cerca del grupo se

veía a varios viajeros con cigarros en las bocas, pero nadie se daba por enterado.

Uno de ellos los miró y cambió de tema.

--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?

--Hombre, podíamos multarlos, eso está prohibido.

--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles. En primera, que esa multa no la van a pagar

jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te dicen que te han visto fumando aquí mismo?

--Bueno, pero...

--Mira, tío, esto es como todo: esto de las prohibiciones es un paripé, nadie cumple

nada y además, ¿para qué vamos a buscarnos problemas, si cuando tú detienes

a un delincuente, al día siguiente el juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el

mundo, tío, que este mundo no hay quien lo arregle.



Al día siguiente de su comparecencia por televisión, Julia sintió unos golpes fuertes

en la puerta. Enseguida supo que se trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,

pero el hombre, al darse cuenta de que su llave no servía, comenzó a llamarla a

toda voz y a dar golpes estruendosos en la puerta.

--Abreme, Julia, que sé que estás ahí. Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo

que quiero es llevarme algunas cosas que tengo y nada más. Vamos, ábreme, no

empieces a cabrearme. Acaba de abrirme de una vez, recoño. ¡Joder!

Mientras Julia temblaba, alejándose de la puerta, el hombre se desesperó. En esa

planta no había casi nadie a esa hora y la vecina estaba en su trabajo. El hombre

insistió una vez más, y al ver que no podía lograr que ella le abriera, le dio una

patada a la puerta.



Las calles estaban, como siempre, llenas de gente que caminaba de prisa. Frente a

la tienda El Corte Inglés, dos mujeres maduras comentaban las rebajas, otras más

jóvenes hojeaban revistas de famosos y de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin

dificultades a esa hora temprana. El ruido y el polvo campeaban en todos los

rincones. Un hombre joven, vestido como un espantapájaros, lograba sonrisas en

los menos exigentes que lo miraban admirados. Un pequeño grupo esperaba el

semáforo para cruzar. En la parada del autobús se agrupaba mucha gente de

mirada ansiosa, esperando y comentando la tardanza en esa línea, que según un

hombre joven y algo escuálido, era la peor de la ciudad. No había ningún niño

alrededor. Los vendedores ambulantes pregonaban sus ofertas, colocadas sobre

mantas y sábanas en las aceras de la concurrida calle. El día estaba nublado, pero

no acababa de llover. Muchos jóvenes hablaban por sus móviles, entusiasmados.

Otros conversaban sobre el fútbol, mostraban el último compacto de U-2, y uno de

ellos hizo un comentario sobre la moto que pensaba comprarse cuando pudiera

sacarle el dinero a su padre, con el cual no se llevaba muy bien. Más allá de la

cafetería, una adolescente con uniforme escolar se lamentaba del mal rollo que se

había ligado con un tal Joaquinito, por culpa del dichoso examen de física, sobre

todo porque el profesor no era de los que se desviven por acercarse a sus alumnos

y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió a su compañera:

--Ese está allí por el dinero que le pagan, tía. No le interesa nada más.

--¿Y qué me dices de la profe nueva, con su ropa de pija y sus modales tan...

--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve que está en otra onda. No se ha dado cuenta de

que en estos tiempos hay que estar en la calle y con vaqueros.

La ciudad era la misma del día anterior, y seguramente sería la misma del día

siguiente: activa, dinámica, atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con

transportes lentísimos y aglomeraciones en las paradas y en las tiendas con rebajas,

inmigrantes caminando sin destino cierto, bodas de homosexuales, discusiones de

grupos de amigos en los bares sobre fútbol, política, coches, y si había mujeres en

esos grupos, sobre el famoseo, que ocupaba una gran parte del tiempo femenino.

Julia había sido enterrada en familia, en un funeral discreto a donde sólo acudieron

unos pocos vecinos y algunos familiares cercanos. Al día siguiente, unas doscientas

mujeres del barrio salieron a la calle en manifestación, en silencio, con pancartas y

telas, denunciando una vez más lo que llamaban la violencia de género. El canal

3 no asistió. Tampoco había ningún cargo político, judicial ni policial. El ex marido

de Julia, muy bien asesorado por un buen abogado que le recomendó demostrar

alteraciones del sistema nervioso en el momento del asesinato, cuando declarara

ante el juez, había quedado en libertad condicional con cargos bajo fianza, y por

el momento debería presentarse ante el juzgado cada quince días, hasta que se

celebrara el juicio. O hasta que el delito prescribiera.



Augusto Lázaro

@lazarocasas38

domingo, 8 de octubre de 2017

DESDE EL PUNTO DE VISTA POLITICO


El alumno, decididamente, se merecía un 2. Marnia pensaba que él mismo lo sabía.

Sin embargo, insistía con una perseverancia que rebasaba los límites de cualquier

paciencia. "Es la tercera vez que tengo que calificarlo. ¿Será que todo el mundo

tiene que graduarse con un título universitario? Porque hasta en Suiza hay gente que

limpia las calles y cultiva la tierra". Pero Salomón quería graduarse, y a toda costa, y

por encima de todos los pronósticos. Marnia se lo había dicho:

--Mira, Salomón, ya no puedo ayudarte más de lo que te he ayudado, créeme que

lo siento de verdad.

El alumno no dijo nada y bajó la cabeza. Marnia sintió pena por él: era un buen

muchacho sin dudas, pero decididamente merecía un 2. Cuando el alumno se

convenció de que ella no iba a hacer nada más se dio a la tarea de pedir, reclamar

y rogar a los jefes del colectivo y del Departamento. Ambos lo comentaron con

Marnia. Primero se atrevió con Liliana, después presentó una solicitud por escrito

dirigida a Ernesto, y por último acudió nada menos que a la Decana, solicitándole

un despacho. "De verdad que este Salomón los tiene grandes, a pesar de que no

levanta más de metro y medio", pensó Marnia cuando Liliana le habló del caso.

--Nosotros tenemos la culpa -dijo en un aparte con Liliana y Violeta-: no hemos

sabido mantener la distancia alumno-profesor, los consentimos, los mimamos

demasiado, sobre todo a este tipo de alumnos.

--Es verdad -dijo Liliana-, hay profesores que hasta lloran cuando un caso así se les

presenta.

--No hemos sido capaces de enseñarles a los educandos a aceptar un suspenso

cuando se lo merecen -añadió Marnia-. Díganme qué alumno ha recibido un 2 en

un trabajo de diploma. Aquí todos se gradúan. Después, en la calle, cargan con el 2

en todas partes. Porque si algo no perdona, eso es la calle.

Violeta no quiso quedarse callada:

--Bueno, esa es la herencia del promocionismo. Así que ahora...

Liliana apoyó a Marnia cuando se entrevistó con Salomón.

--Es que ya te hemos dado varias oportunidades -le dijo, aunque después le confesó

a Marnia que estuvo a punto de ceder ante las súplicas del muchacho. "Casi se me

arrodilla", le contó Liliana.

Pero la jefa inmediata de Marnia no era fácil de convencer. Tampoco Ernesto, que

utilizó la misma vía que el alumno y le envió una respuesta por escrito, rechazando

la posibilidad de un nuevo examen.

--Sí, compañeros, ustedes tienen razón: Salomón es un muchacho bueno, serio, muy

educado, muy decente, todo lo que ustedes quieran -dijo Ernesto en una reunión de

análisis de varios casos similares-, pero yo creo que no le hacemos un favor a su

país dándole un título que no se ha ganado.

Cuando el asunto llegó a la Decana ya Salomón había agotado todos los recursos.

Incluso había planteado que él necesitaba ese aprobado para poder ir a su país en

las vacaciones. Cuántas cosas más conversaría y con quiénes no lo supo Marnia, el

asunto ya caía pesado y ella estaba renuente a mencionarlo. Una mañana se lo dijo:

"por favor, Salomón, no vuelvas a mencionarme ese dichoso dos". La Decana

estaba, como siempre, atiborrada de trabajo, de reuniones, de papeles, y demoró

en concederle el despacho a Salomón. Ya había concluido el plazo de los últimos

exámenes y Marnia estaba algo aliviada de su carga por esos trajines. Al menos no

tenía tantas reuniones. "Si algún día algún economista matemático se interesara por

sacar el cálculo de lo que hemos perdido o dejado de hacer por estar de reunión

en reunión, no van a faltar los suicidios". A veces ella, que era una profesora de filas

-no pertenecía al Partido ni ocupaba ningún cargo en la sección sindical ni en la

Administración- tenía hasta tres reuniones el mismo día. "La verdad que es preferible

ir a la agricultura, por lo menos allí no me duele la cabeza". Una mañana Marnia se

encontró un memorando en su mesa de trabajo: necesito que venga a mi

despacho en cuanto llegue. Lo firmaba Milagros, la Decana. Como siempre que la

citaban para algo sin informarle nada, se generó en todo su cuerpo ese estado de

ansiedad que no había podido superar. Pero se sentó en su sitio con la nota en las

manos y la releyó. La Decana. Y urgente. ¿Qué habría hecho? Su memoria repasó

la agenda, buscando alguna clase no impartida, un informe no entregado a

tiempo, la ausencia a alguna reunión importante. Pero no, no había caído en

ningún incumplimiento. Colocó la nota en su carpeta y se dispuso a enfrentar ese

encuentro no planificado. La Decana se encontraba sola en su despacho y la hizo

pasar enseguida.

--¿Cómo le va? -le preguntó a manera de saludo.

La sorprendió con eso, porque en realidad Marnia no estaba muy segura de poder

responder con certeza si le iba bien o mal o regular. ¿Cómo le iba realmente en la

Universidad? No había pensado en eso, metida en esa baraúnda de tareas, clases y

reuniones, sin contar el tiempo que debía dedicar a la preparación de conferencias,

seminarios y exámenes,  fuera del edificio. No obstante, le dijo a la Decana que más

o menos bien. Milagros sonrió.

--Me alegro de que le vaya bien -le dijo.

Marnia pensó entonces que ese bien era válido sólo para ella, porque habría que

preguntarle a sus compañeros del Departamento y sobre todo a sus alumnos.

¿Cómo la verían sus alumnos? ¿Qué pensarían de ella? Porque consentidos y

mimados y todo eso, los alumnos tenían criterios muy firmes y entablar un debate

con ellos no era fácil. "Sí, sería bueno preguntarles, o que otros les preguntaran, a ver

qué responden. Es interesante saber cómo lo ven a uno los demás, porque uno

mismo siempre se ve bien, a veces demasiado bien, y uno es en realidad como lo

ven los demás. Ah, si fuera así de fácil, todos seríamos un plus ultra de lo bueno. Y

todos no somos tan buenos". La voz de la Decana la hizo reaccionar.

--Bien. Yo quería conversar con usted sobre ese alumno suyo que desaprobó su

asignatura, ese alumno extranjero...

Entonces Marnia se acordó de Salomón. "Ese cabrón todavía dando guerra". Pensó

en sus protestas, con el tono de humildad que acostumbraba utilizar, en sus pedidos,

en sus solicitudes, en su perseverancia. Y por supuesto, dedujo que al fin se había

entrevistado con la Decana.

--Según me han informado, no hay dudas de que ese alumno se merece el dos que

usted le ha dado -Milagros se quitó los espejuelos y la miró, muy seria-. En eso no hay

problemas. Ya Liliana y Ernesto me dijeron que ustedes han tratado de ayudarlo.

--Los tres hemos tratado. Y varias veces.

--Sí, claro. Lamentablemente, parece que ese alumno no asimila esa asignatura. O

será que tiene dificultades con el idioma, tan distinto al que ellos hablan en su país.

La Decana se refirió al comportamiento intachable de Salomón, lo que ya resultaba

aburrido para Marnia. Pero como ocurría muchas veces, la inteligencia no tenía que

estar relacionada con la buena actitud, igual que la belleza en las mujeres, tantas

veces alejada de sus méritos mentales. La vida era absurda, pero era la vida, lo

demás era querer fabricar sueños irrealizables, aunque hermosos, y Marnia estaba ya

bastante escarmentada en su batalla para arreglar el mundo. "No, pretender ese

cambio está más allá de la posibilidad humana". Tras un silencio embarazoso, la

Decana le planteó que había oído que Salomón quería irse a su país en el verano y

que ya había logrado vencer otras asignaturas con las que tenía similares

problemas. Por lo tanto, para lograr su deseo tenía que aprobar la que Marnia

impartía, pues eso estaba establecido por el gobierno de su país.

--Es la única que le falta -le dijo Milagros lastimosamente.

Marnia pensó si ella sería demasiado exigente, si sería una cuadrada como

abundaban en la Universidad, si sería uno de esos profesores que no es capaz de

transigir, de comprender, de perdonar, pero se acordó de Liliana y de Ernesto, que

pensaban como ella. Entonces se preguntó qué habían hecho los profesores que

ayudaron a Salomón a aprobar sus respectivas asignaturas.

--Nosotros -la Decana no aclaró quiénes eran nosotros-... hemos analizado el caso

de ese alumno, ya desde el punto de vista político, y...

Marnia no necesitaba escuchar más. Le dio por pensar en un puente  construido por

un ingeniero al que se hubiera concedido el título como un favor: esos casos

abundaban en la Universidad. Sobre el puente corría una rastra cargada de piezas y

equipos, una rastra larga y ancha y alta, pesada, abarrotada, con catorce ruedas

que pulverizaban hasta las piedras que encontraban a su paso. Y de pronto,

cuando la rastra se hallaba en la mitad del puente, éste se derrumbaba

estrepitosamente...

--¡Profesora! ¿Usted me está escuchando?

Marnia volvió a la realidad del despacho y le pidió a la Decana que disculpara su

distracción.

--Se ve un poco cansada. La verdad que este trabajo nuestro no es coser y cantar.

La Decana se volvió a colocar sus espejuelos y ordenó un poco los papeles que

tenía sobre el buró.

--Pues le decía -continuó- que nosotros habíamos decidido consultar con usted para

que por favor considerara la posibilidad... -hizo una pausa, moviendo la cabeza-

claro que una última posibilidad, de ayudar a este muchacho a ver si puede al fin

sacar su asignatura.

--Comprendo -dijo Marnia.

Y ahora tenía a Salomón frente a ella, esperando su reacción ante la hoja con el

último examen que el alumno acababa de entregarle.



Augusto Lázaro

(Santiago de Cuba, en los 80, cosas de la Universidad)

@lazarocasas38