domingo, 19 de abril de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 15

Cuando le doy la última toma a Bertica, la acuesto, y ella se queda rendida en su

cuna, me siento tan cansada que no sé qué hacer, y para colmo no tengo ni una

gota de sueño. Entonces me pongo a ver la tele, pero todo lo que pasan por la  tele

es una mierda que no hay quien se la dispare. Un aparato inútil, política y más

política y nada más. Enciendo el radio, pero igual, política, y las canciones que

me sé de memoria, muchas de ellas de contenido político. Aquí no existe nada que

no tenga que ver con la política. Mierda. Me queda el tocadiscos, pero no me gusta

la música tan bajito y no quiero hacer bulla, por Bertica y por los vecinos que se

ponen con sus cosas, aunque ellos hacen bastante. Así se me van las horas, viendo

revistas viejas, tomando café, aspirinas cuando me duele la cabeza, de la sala a la

cocina, de la cocina al patio, del patio a la sala por el corredor, y ni siquiera se me

ocurre llamar a Aleida y conversar con ella un rato. Estoy de anjá. Y cuando ya no

puedo más y me tiro en la cama empieza lo peor: la tía Emilia y el gato negro se me

confunden en los recuerdos, que si la tía, que si el gato, que si la tía se convierte en

gato negro para asustarme por las noches, que si el gato se convierte en una vieja

horrible en su silla de ruedas para aterrorizarme, y a veces ya no estoy segura de que

la tía Emilia haya estado aquí, o si todo fue un sueño, una de esas pesadillas que me

atormentan casi a diario, ni sé con certeza si ese gato negro del demonio se comió

mi carne o si son cosas que yo me he imaginado, y cada vez que me pongo a

pensar en todo eso me da un dolor de cabeza del carajo y tengo que tomarme dos

aspirinas para poder dormir un rato. Pero cuando me duermo vuelvo a tener las

mismas pesadillas, y la tía y el gato se me acercan juntos, amenazantes, con sus

uñas larguísimas y sus colmillos afilados, y no sé cuál es uno y cuál es otro, pero de

pronto los dos se transforman en un monstruo enorme, horrible, muy viejo, que va

derramando chorros de una sangre negra por la nariz y por la boca, y los huesos, las

uñas, los colmillos, el bastón, el cuchillo, la sangre... entonces me despierto dando

gritos... No sé cómo no se despiertan los vecinos... Cuando me tranquilizo y me

levanto camino por toda la casa para comprobar que todo ha sido un sueño, y un

silencio sobrecogedor envuelve todos los rincones. Bertica en su cuna, durmiendo,

siempre ajena a todo. Y aunque encienda todas las luces de la casa sigo en la

oscuridad y en el silencio. Tomo café, hojeo una revista, me echo agua en la cara,

tengo que dormir, tengo que dormir en paz sin tener que tomarme las pastillas, sí,

quiero soñar otra vez con la nieve, quiero olvidarme del silencio, de la soledad, del

gato, de la vieja, del telegrama, de todo. ¡De todo, coño! Ah, ya lo tengo: tan

pronto Aurelia se lleve a Bertica para el Internado me voy a poner lo primero que

encuentre y a la calle de cabeza. Porque aquí metida sin la niña no hay quien me

libre del siquiátrico. A la calle. Y en la calle me iré derechito hasta la casa de Marina.

Pues sí señor, que bastantes veces que me dijo mi mamá que cuando tuviera algún

problema serio fuera a ver a Marina. Aunque yo no tengo mucha confianza con esa

gente, no sé por qué me da por eso, pero Marina era la mejor amiga que tenía mi

mamá, sí, mi amorcito, si tú tienes un problema que no puedas resolver, corre a casa

de Marina, que ella te va a ayudar. La casa de Marina es un caserón muy grande y

muy viejo, tipo americano, rodeado de jardines por los cuatro costados, pero los

jardines ya no tienen flores, todas las maticas están patisecas. Me acuerdo de que

cuando yo era una niña venía aquí algunas veces, casi siempre con mi padre. Sí,

ahora me acuerdo muy bien, porque mi padre nunca me sacaba a ningún sitio

como sacaba a mis hermanos, pero a veces me decía hija, vamos a casa de

Marina, y me traía aquí, sobre todo cuando mi mamá estaba enferma, que era la

mayoría de las veces. Yo no sé qué le entraba a mi padre algunas veces con

traerme aquí. Yo me quedaba encantada con tantas flores de tantos colores que

había en los jardines, y mientras yo me entretenía con las flores y con las maticas, mi

padre y Marina entraban en la casa, cerraban la puerta principal, y cuando pasaba

un ratico y yo quería entrar y tocaba, mi padre gritaba desde adentro que me

quedara en el portal jugando un rato más, que ya me llamaría. Ahora me acuerdo,

sí. Ah, pero cuando era mi mamá quien me traía, yo recorría todas las habitaciones

de la casa, jugaba con Anita, que era casi un bebito todavía, y salíamos al corredor

y al jardín, y cuando nadie me estaba mirando yo arrancaba una flor y la escondía,

y después me la llevaba para mi casa, porque desde niña me gustaron las flores, por

eso ahora cada vez que puedo me pongo una flor en el pelo... Después no sé qué

pasó que mis padres no me trajeron más, aunque a veces Marina se aparecía allá

en la casa y se metía en el cuarto a hablar con mi mamá... Y ahora estoy aquí otra

vez, después de tantos años, sin mi mamá, sin mi padre, sin flores. Hace mucho

tiempo que no sé nada de esta gente, desde que se fueron mis padres. La casa está

en silencio y se ve algo abandonada, como si fuera una casa deshabitada. La verja

de hierro, el corredor, las puertas y las ventanas, todo sigue igual al parecer, pero un

poco más viejo y más gastado o descuidado, como si nadie se ocupara de esto.

Las casas, cuando nadie se ocupa de ellas, envejecen mucho más rápido. Como las

personas. Como me ha pasado a mí.  Cruzo los restos del jardín y me acerco a la

puerta principal. Estoy nerviosa, pero toco. No voy a echarme atrás aunque el

miedo me paralice. No sé por qué, pero esta casa me da miedo. Además, es la

primera vez que vengo sola y en esta casa hay un silencio muy parecido al

silencio de mi casa y eso no me gusta ni un poquito. Toco otra vez. El silencio me

da miedo, como la soledad, como la noche, como el sueño, como los gatos

negros. Todavía están aquí los cuatro balances blancos de madera y rejilla, no tan

blancos ya. Se ven destartalados. Aquí todo se ve destartalado. ¿Qué pasará con

esta casa? Pero estoy segura de que no me he equivocado, es aquí, número tres,

aquí mismo, recuerdo la fachada. Esta es la casa de Marina. Ah, me estoy dejando

impresionar por gusto. Aquí tiene que haber alguien. Toco por tercera vez, más

fuerte, y me doy cuenta de que la puerta principal está entornada y eso quiere

decir que adentro hay alguien. Pero nadie responde. Entonces me lleno de valor y

llamo a Marina una vez, dos veces, tres veces en voz alta, y nada. Casi sin darme

cuenta empujo la puerta y paso. El miedo y el valor se confunden, a veces van

juntos a buscar algo imprevisto, unas veces vence uno, otras vence el otro. Pero

cuando me veo dentro de la sala me asusto mucho más y casi lanzo un grito, como

en las películas de terror. Llamo a Marina una vez más y nada. Cuando estoy ya

decidida a salir de aquí, convencida de que no hay nadie y de que se olvidaron de

cerrar la puerta, me fijo en la puerta del cuarto que está junto a la sala: hay una luz

muy suave, algo raro, que no sé qué diablos es. Esa puerta también está entornada.

Es como si dentro hubiera alguien despertándose en este momento, porque oigo

murmullos o algo así. No sé cómo me atrevo, pero me acerco, empujo la puerta y

entonces me quedo paralizada del miedo, porque con la luz de una lamparita de

noche que apenas ilumina el cuarto veo una muchacha muy delgada, rascándose

la cabeza, que me mira con desgano, como no distinguiéndome del todo. La

muchacha se está poniendo un pulóver apretadísimo, porque estaba con las tetas

al aire, y debajo sólo tiene un blúmer estrechísimo y nada más. Por fin me decido,

ya que ella casi ni me nota, y le pregunto por Marina. Antes de contestarme la

muchacha enciende la luz fuerte del cuarto, me mira más detenidamente, bosteza,

y se estira el pulóver, dando la impresión de que debajo no tiene nada más puesto.

Todo se le marca, sus senos sobresalen con las puntas de los pezones delineados

debajo de la tela casi transparente, y en el borde inferior del pulóver creo ver los

vellitos del pubis, qué es esto, madre mía. ¿Tú no sabes nada? ¿Quién eres tú?,

me dice la muchacha, mirándome fijamente. ¿Nada de qué? ¿Le pasó algo a

Marina? Y antes de acercarse a mí para seguir hablándome, la muchacha saca un

cigarro de una caja aplastada que está encima de la mesita de noche, lo

enciende, se me acerca y me lanza una bocanada a la cara con fuerza y

desparpajo. Yo retrocedo hasta la puerta, con deseos de echarme a correr y salir de

esta casa. Marina está presa. Todos están presos. Los cogieron cuando se iban en

una lancha con los Izaguirre. ¿Quién coño eres tú?...

(continuará)

Augusto Lázaro


@augustodelatorr



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domingo, 12 de abril de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 14

Así que ese gato asqueroso se comió mi carne. Lo que me faltaba. La carne que yo

había dejado en la cocina, que se me olvidó meterla en el frío por lo distraída que

estoy. Nada menos que la cuota de toda la semana para mí y para Bertica. Y ese

gato asqueroso se la zampó todita. Gato desgraciado. ¡Mierda! Y negro, para más

desgracia, porque dicen las revistas de astrología que los gatos negros son todos

una salación y siempre están anunciando desgracias. Dígame usted. Y ahora ¿qué

comemos yo y Bertica? Gato de mierda. ¿Qué querrá decir eso? Por lo menos más

de una docena de desgracias. ¡Dios mío! Tengo que cuidarme. Sí, a partir de ahora

tengo que cuidarme de verdad y tengo que cuidar a Bertica, porque las desgracias

que me caigan le caerán a ella también. Pero esto no se va a quedar así, no señor,

que no se piense ese puñetero gato que se dio banquete a costa mía y de gratis.

No, que no se lo piense. Lo voy a vigilar, ya lo creo que lo voy a vigilar... Ya sé, voy

a dejarle un muslito de pollo que tengo ahí guardado para hacerle una sopa a la

niña encima del fogón y me voy a esconder allá atrás con un palo en la mano. Ah,

sí. Seguro que siente el olor y se tira de nuevo, haciéndose el cráneo de que va a

banquetearse otra vez el muy asqueroso. Sí señor. Se va a tirar del muro, porque yo

creo que ese gato viene del techo de la casa de Aleida. Y va a caer mansito, ya lo

creo, se va a tirar y va a subirse en el fogón, y va a empezar a remover el platillo con

el muslito de pollo, hasta que el platillo se destape y ¡bingo!, otro banquete. Gato

pendejo. Pero lo que él no se imagina es que yo voy a estar ahí, cazándolo como él

caza los ratones, y lo voy a dejar como una piltrafa. Sí señor, como una piltrafa. Me

le voy a acercar despacito sin hacer ningún ruido sin zapatos, por si acaso, y cuando

lo tenga al alcance le voy a meter un tarrallazo por el lomo que se va a quedar

pidiéndome perdón. Ni tiempo de maullar va a tener el muy cabrón. Claro que no

se va a morir del primer golpe, porque los gatos tienen siete vidas, lo dicen las

revistas. No. Seguro que va a empezar a arrastrarse, a moverse con dificultad, y

entonces tendré que propinarle dos o tres toletazos más, con toda mi fuerza, hasta

desguabinarlo todo. Cabrón. Desgraciado. Hijo de puta. Siete veces te voy a matar

para que no vuelvas a comerte ni un hueso de pescado a mi costa. Y no me va a

dar miedo. No, no me va a dar ningún miedo, porque la rabia que me enciende la

sangre va a ser más fuerte que todos los miedos que ese gato pueda darme... Ah,

pero tras esos golpetazos el gato todavía estará vivo, por eso le voy a dar golpes en

la cabeza, en el lomo, en la rabadilla, por las patas, por donde lo coja, asqueroso,

y el puñetero gato que no quiere morirse y yo que toma, cabrón, coge, asqueroso,

acaba de estirar la pata de una vez, maldito, él mirándome, clavándome sus ojos

como si fueran dos puntillas en los míos, pensando, como si fuera un ser humano

igual que yo, con rabia, con la misma rabia que ahora yo siento por su culpa, gato

del demonio, y yo veré el odio en sus ojos, maldito animal, y tendré que rematarlo,

una y otra vez, qué asco, tendré que cogerlo con mis manos con las tripas colgando

y la sangre saliéndosele por todas partes, y amarrarlo con una soga por el pescuezo,

y colgarlo... Sí, voy a colgarlo en el patio, en la tendedera, ja ja ja, a ver quién ríe

último, gato hijo de mala madre. Me quedaré mirándolo, hasta que no me quede

más remedio que rociarlo con alcohol y prenderle candela, y seguir mirándolo hasta

que largue el último pellejo que le quede... y yo me quedaré en el patio, riéndome a

carcajadas, disfrutando de semejante show, y diciéndole, aunque el muy puñetero

ya no pueda oírme, oye tú, gato de mierda, ya tú no vas a comerte un pedazo de

carne nunca más en tu cabrona vida, coño, porque esa vida se te está yendo, y

a reírme, a seguir riéndome, hasta que Aleida se asome por el muro y se me quede

mirando como si pensara que yo he perdido la razón de verdad...

(continuará)

Augusto Lázaro

@augustodelatorr



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sábado, 4 de abril de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 13

Ese es el problema: esos cabrones se largaron para Estados Unidos y le dejaron el

paquete a mis primas, porque parece que ya ni los hijos podían soportarla. Pero se

la dejaron a mis primas, no a mí, y yo no tengo por qué cargar con este muerto.

Qué se han creído. ¿Que yo me voy a convertir en el punching bag de toda la

familia? Pues están muy equivocadas si se creen eso. Muy equivocadas. Por eso me

fui derechito hasta la casa de esas churrimurris a decirles que tienen que llevarse a la

tía Emilia otra vez para allá, tal y como me la trajeron, que eso no es asunto mío ni

la cabeza de un guanajo. Nunca debí aceptarla, comemierda que soy, pero es que

no me dieron chance ni para reaccionar, porque enseguida que metieron a la vieja

en la casa levantaron las patas. Ah, pero de eso nada. No y no. Por eso me llegué

a su casa como una leona cuqueada. Y llego, toco, me abren, y en la puerta, pues

son tan groseras que ni me invitan a pasar, les digo todo lo que tengo que decirles.

Y una de ellas, la más atravesada de las dos, me suelta: chica, nosotras llevamos a

la tía Emi a tu casa porque eso es lo que nos pidió tu madre, en esa carta que leíste,

¿o es que no sabes leer? Y me dice la otra mona: mira, no jeringues más y arranca.

Sí, porque son frescas y chusmas las dos. Insisto, les digo que mi mamá no contó

conmigo para eso, y etc., y les digo que soy yo la que decide quién vive en mi casa

y que no me sale del papo quedarme con la vieja y demás, pero entonces una de

ellas me suelta: claro, bobita, tú lo que quieres es estar solita para andar por la libre y

formar un bayú en esa casa, listilla. Qué perra. Pero lo más bonito fue que me tiraron

la puerta en las narices, un show, los vecinos asomados y todo. Yo no sé si me puse

más rabiosa o más abochornada, pero el caso es que me eché a reír para disimular.

Y no tuve más remedio que volver a la casa a joderme con la vieja. Y cada día que

pasa, entre la vieja y Bertica me tienen que yo creo que no peso ni cien libras. La

vieja peor, no me deja encender la radio porque le molesta hasta una mosca en el

aire, y no hago una sola cosa de la que no se queje con gritos y pataletas. Y sí, yo

tengo que hacerme cargo del manejo de la casa, yo sola, porque una mañana la

vieja botó a Aurelia, que tanto me ayudaba, mire, señora, no ponga más un pie en

esta casa, que usted es la que tiene a esta chiquilla tan malcriada y engreída,

y la pobre Aurelia bajó la cabeza y se fue sin pronunciar una sola palabra, a pesar

de mis protestas, sollozando bajito. Vieja de porra. Me tiene los nervios alterados

esta vieja de porra. Algunos vecinos de la cuadra me dijeron que si yo quería ellos

me echaban una mano, en cualquier cosa que necesites, Tania, no tengas pena, tú

sabes que los vecinos estamos para ayudarnos unos a otros, pero qué va, como yo

estaba en esos días no quería ni que me saludaran, no, muchas gracias, para qué se

van a molestar, adiós, y por poquito las mando a la mierda, porque tenía ganas de

mandar a la mierda a todo el mundo, de entrarle a toletazos a la vieja, a la

puñetera vieja que me hacía la vida imposible. Cada vez que me acuerdo... Yo no

conversaba con nadie cuando salía, y salía constantemente, llevándome a Bertica

en su coche, a veces a comprar los mandados, a veces a darle una vuelta a la

niña, pero sobre todo, para quitarme a la vieja de encima, esperanzada en regresar

a mi casa y encontrármela tiesa. A veces le llevaba a Bertica a su abuela y

entonces me quedaba mucho rato conversando con ella sobre el único tema que

ocupaba mi cerebro en esos días, no la resisto más, Aurelia, se lo juro por Dios que ya

no la resisto más, me voy a volver loca, estoy a punto de hacer un disparate...

Un día se aparecieron en mi casa unos vecinos del comité, el presidente con ellos,

con el cuento de querer ayudarme, porque siempre se están metiendo en la vida

de todo el mundo. Me preguntaron si yo tenía problemas con la vieja. Qué buena

pregunta. Mire, Tania, perdone la molestia, es que queremos saber si usted necesita

alguna ayuda, cualquier cosa, de verdad, es que la vemos aquí sola, batallando

con su hija y con su tía, que... no lo tome a mal, pero confíe en nosotros, queremos

ayudarla. Así me dijo el presidente, pero enseguida una vecina de esas que siempre

están metiendo su cuchareta, me soltó que qué me pasaba con la viejita, así mismo

la llamó, la viejita, que ellos pasaban por aquí y oían las peleas, y que por aquí y que

por allá. Yo la dejé que terminara su perorata, y cuando terminó me desplayé. Y a

ustedes qué coño les importa lo que pasa en mi casa, vamos a ver. Qué les

importa. Por qué se meten en mi vida si yo no los he llamado para nada, a ver,

por qué se meten, y patatín y patatán... El presidente intervino para calmar los

ánimos, porque la muy zoqueta empezó a decirme cosas, pero ya a mí no me

calmaba ni un pomo de fenobarbital, por eso les tiré la puerta en las narices como

me la habían tirado las primas, después de decirles hasta del mal que iban a morir, y

me fui para el fondo de la casa gritando, son unos frescos, son unos chismosos, se

meten en la vida de todo el mundo, coño, qué cansada me tienen, todos viven

pendientes de todos mis movimientos, de todo lo que yo hago o dejo de hacer,  

qué aburrida me tienen, recoño, obstinada es lo que estoy de esta cabrona casa,

de esa gente, de todo, de todo, de todo, hasta cuándo, Dios mío, y dando tirones

y portazos, halándome los pelos, qué sé yo, porque del tiro se me había olvidado

que la vieja estaba allí mirándome y oyéndome, ¡ay!, maldita sea la hora... La fresca,

la chismosa, la que se mete en la vida de todo el mundo eres tú, tú misma, eres tú, 

degenerada, y poco faltó para que le rompiera un búcaro en la cabeza, porque yo

tenía ganas de reventarla de verdad. Y los gritos que empezó a dar esa vieja

cuando la amenacé con el búcaro. Cómo chillaba, coño, como si la estuvieran

descuartizando, la muy perra. Se alborotó la cuadra entera, y Bertica con tremenda

perreta en su cuna para tapar el pomo. Yo gritando, la vieja gritando, Bertica

gritando, un infierno. Y para acabar de joderme se apareció el asma, aquí estoy yo

también para acabar contigo, chiquilla. La vieja además de gritar, soltaba cada

palabrotas que aquello daba grima, un rosario de cochinadas, de cosas que yo no

se las había oído ni  siquiera a mi padre. Lo último que recuerdo es que llegaron unos

vecinos y sin saber cómo, de pronto los vi en el medio de la sala, tratando de

calmarnos a mí y a la vieja que seguía desgañitándose, y yo les dije óiganla, ustedes

que tanto la defienden, óiganla, se está dando gusto hablando horrores de mí,

inventando cosas que yo no le he hecho, porque yo no la he tocado, no le he

puesto mis manos encima, a pesar de las ganas que tengo, pero mírenla, revísenla,

llorando de mentiritas, búsquenle las lágrimas, vieja mentirosa, haciéndose la infeliz,

vieja de porra, haciéndose la víctima, y la miré fijamente y le grité con todas mis

fuerzas te odio, vieja maldita, cómo te odio, muérete, anda, muérete de una vez y

no me jodas más, y estallé en un llanto que me desgarró por dentro, entonces todo

se me fue nublando, todo fue oscureciéndose, y no recuerdo más... Después me

contaron que tuvieron que cargar conmigo para el cuerpo de guardia, porque por

poco me ahogo de un ataque de asma que me entró de súbito y casi quedo allí

como un  pollo... y en el hospital se me parte la cabeza, me siento desfallecer,

inyecciones, aminofilina, pastillas, aerosol, todo nublado, oscurecido, negro, las

enfermeras, todas mirándome como si yo fuera un bicho raro o un fenómeno, y yo

medio  ahogada, siento cómo me penetran las agujas en las venas, me voy poco a

poco adormeciendo, y veo a la vieja que se me acerca lentamente, sonriéndose

con su  boca desdentada, le da vueltas a las ruedas de su silla, levanta el bastón, y

su bastón es un cuchillo enorme, con él alzado se me acerca más y más, su quijada

de bruja apuntándome, el cuchillo empapado de sangre, la risa de la vieja cada

vez más cerca, su boca, su quijada, su bastón, el cuchillo empapado de sangre, de

mi sangre, de mi sangre, de mi sangre... ¡Tania! Me despertó la voz de Aleida. ¿Te

sientes mejor? Aleida me trajo de regreso y se quedó conmigo aquí durante un rato.

Pensé que tenías una pesadilla. Después me contó lo demás. Esa señora lo que

tiene es que está amargada, muchacha, porque los hijos no se la llevaron para el

Norte, imagínate. Me dio una palmadita en la cara, sonriéndose. Pero olvídate de

ella, ya se la llevaron para la casa de tus primas otra vez, y ya mandé a buscar a

Aurelia, no te preocupes más. Entonces le pregunté por Bertica. Está ahí, en su cuna,

durmiendo a pierna suelta, no te preocupes más. Y traté de sonreír, hice una mueca,

y le di las gracias a la buena de Aleida. No tienes que darme las gracias por nada,

eso no es nada, ahora lo que tienes que hacer es descansar, y si necesitas algo me

llamas por el muro, eh. Me quedé en la cama descansando y me dormí otra vez.

Cuando me desperté, porque oí la voz de Aurelia llamándome desde la puerta,

corrí hasta el espejo del baño y me quedé mirándome. En las últimas semanas yo

había perdido por lo menos diez libras...

(continuará)

Augusto Lázaro


@augustodelatorr



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