domingo, 4 de diciembre de 2016

EL PROCER

Aristóbulo Birria y Bustamante nació vivo y sano, aunque no coleando, una mañana

en que los gallos no cantaron a su hora porque hacía tres días y medio que un gran

ciclón de alcance ídem azotaba impíamente el pintoresco poblado de Boniatillo,

desde donde viajaba su madre con rumbo a Santiago de Cuba, para cumplir sus

nueve meses de embarazo, en un carricoche que no llegó a tiempo, porque los

caminos estaban atascados. O sea, que Aristóbulo nació en la carretera y bajo un

huracán, dos circunstancias que desde temprano lo hicieron muy original.

--Eran tiempos malos -dice Aristobulito (el hijo) cuando recuerda el acontecimiento.

Y en efecto, eran tiempos malos aquellos en que no se había inventado la tele, y

los pocos residentes del pacífico poblado entretenían sus noches jugando dominó

o cumpliendo cabalmente las labores propias de sus respectivos sexos.

Birria vio por vez primera (aunque los testigos afirman que nació con los ojos, como

todos los niños, cerrados) el mundo circundante el feliz día 8 de agosto de 1919. Su

advenimiento a este valle de lágrimas (y algunas veces de risas) no fue celebrado

por nadie, porque nadie podía imaginarse lo que el futuro deparaba a esta egregia

figura de nuestra sociedad. Hoy, sin embargo, cada 8 de agosto es recordado este

prohombre, cuyos méritos formarían una lista demasiado larga para reseñarlos.

--¡Una gloria nos ha abandonado! -dicen que fueron las palabras de su médico de

cabecera cuando firmó la defunción, secándose las lágrimas con la toalla que le

había alcanzado la viuda para que se secara las manos, y después de asegurarse

de que era totalmente cierto que el genio había cantado el manisero.

Desde muy pequeño, Aristóbulo comenzó a dar muestras de su precocidad: lloraba

cuando tenía hambre, hacía la gracia en cualquier sitio delante de la gente, con

una absoluta falta de prejuicios, se quedaba dormido sin que tuvieran que cantarle

el arrorró, cada vez que tenía sueño, y daba cariñosas pataditas a los que cometían

el error de acercarse a su cuna para hacerle cosquillas en sus piesecitos.

Viajó intensamente, pues su familia cambió de domicilio diez y siete veces, hasta

que ya cansados de buscar nuevos horizontes se instalaron definitivamente en una

casa vieja de un viejo callejón de Santiago, desde donde Birria conquistó la fama

que aún en nuestros días permanece indeleble. Cursó la enseñanza primaria sin

repetir más de una vez ningún grado, y también la secundaria, pero por desgracia

tuvo que interrumpir sus estudios porque en su casa lo necesitaban, ya que la

situación estaba, como decía su padre, "dura, como un macao terco".

--Eran tiempos peores -dice Aristobulito (el hijo) cuando rememora sus primeros años

en el callejón.

Y en efecto, eran tiempos peores aquellos en que el dinero no frecuentaba mucho

los bolsillos familiares, pero en los cuales, no obstante, se destacó su padre en la

escuela, por su afán desmedido de recoger todos los borradores de ejercicios que

hacían los demás alumnos, contestando, cuando se le preguntaba para qué los

quería, que "es que así voy reuniendo información sobre mis condiscípulos".

Ese afán de saber y de estar informado, de conocerlo y controlarlo todo, le creció

en una oficina donde un tío suyo viejo y olvidado por toda la familia lo colocó, para

que el tan despierto joven se ganara la vida honradamente y ayudara a los suyos.

En cierta ocasión le preguntó a su tío por qué no se conservaban los recibos viejos

que éste lanzaba con brillante puntería (la costumbre lo había hecho diestro) al

cesto de basura que estaba a tres metros del buró de caoba desde donde podía

observar a su sobrino con cautela. En esa y en otras oficinas por donde fue pasando,

cada vez mayores y más importantes, transcurrieron los primeros treinta años de

trabajo del ya gran funcionario. Incansable, observador y súper ordenado fue

Aristóbulo, en ese largo período de su trayectoria laboral, en el cual creó con

encomiable afán e iniciativa algunos elementos muy dignos de mención, como el

archivo multiplicado, con el que se evitaba tener que levantarse para ir a consultar

cualquier asunto, el control de documentos por personas, para que cada cual

pudiera, en un momento dado, disponer de tal o más cuál dato, sin perder el tiempo

y la energía moviéndose de un lugar a otro en cada puesto de trabajo, el

cronograma de colores, contentivo de las actividades por horas y por días de cada

uno de los empleados, en poder de cada uno de los jefes, vicejefes y subjefes de

secciones, cosa de que nadie pudiera ser atrapado in fraganti en una auditoría no

anunciada, con preguntas capciosas sobre cómo anda esto y esto otro, y sobre

todo, su sensacional hoja de ruta, que cada empleado debía colgar en la puerta

de su jefe cada vez que se ausentaba del área de trabajo propia, detallando

pormenorizadamente el recorrido que pensaba hacer, con quién iba a contactar,

etc.

Su fama fue creciendo con cada iniciativa, y varias empresas múltiples solicitaron

sus servicios, tan inapreciables y que tanto contribuían al progreso de la gestión

administrativa.

--¡Es una luminaria! -exclamó en una asamblea su jefe inmediato cuando alguien

propuso que se le concediera la Medalla Honor al Mérito, por tan extraordinarios

inventos ofrecidos altruisticamente a la causa de la organización.

Gracias a Don Aristóbulo, como ya le llamaban en todas las oficinas de Santiago y

en algunas de Camagüey, Santa clara y La Habana, contamos hoy con creaciones

de tan alto calibre como la planilla de 48 tópicos parejos a 4 columnas, el cenicero

portátil, el stencil duplicado, la agenda minutera, el borrador con brocha, el

sacapuntas de doble filo para lápices bicolores, la pluma con tintero intrauterino,

el secante de papel higiénico, las tijeras de 4 tenazas, el libro de firmas por horas,

la tarjeta de control de meriendas y tomas de café, el registro de conversaciones

inter-empleados, los espejos retrovisores de burós, el papel carbón cuadriculado,

los archivos de desglose, el memorándum digital, la cinta de máquina recargable,

el papel de 8 1/2 x 26, el recado diferido, las llamadas retrasmitidas, las reuniones

diarias, los contactos por sesiones, etc., que lograron que su nombre siempre fuera

pronunciado con admiración y respeto en todas las dependencias públicas (y hasta

en algunas privadas) donde laboraban con ingente esfuerzo funcionarios y empleados

que se afanaban fervorosamente por agilizar los trámites de cada ciudadano para

hacerle la vida agradable a cuanto ser humano acudiera a sus servicios.

Pero sin dudas, la obra maestra de Don Aristóbulo fue el centuplicado, que creó

precisamente el 8 de agosto de 1969, cuando alcanzaba sus hermosos y productivos

cincuenta años de vida y creación. El centuplicado revolucionó la historia de la

administración pública. Consistía este maravilloso invento en sacar 99 copias de

todos los papeles, documentos, cartas, memorandos, órdenes de compra y de

servicios, telefonemas, planillas, conduces, informes, planes, borradores, pases,

telegramas, actas de asambleas y reuniones, consejillos, etc., con el fin de remitir

por correo certificado una copia a cada jefe de organismo, organización, empresa,

unidad, institución cultural o deportiva, planteles estudiantiles, fábricas, granjas,

cooperativas agrícolas, unidades militares, puestos de fiambre, etc., para que todo

el mundo estuviera informado de cuanto acontecía en todas partes y así tuviera

cada cual una visión completa de la vida y del mundo.

Aristóbulo Birria y Bustamante falleció el 28 de septiembre de 1975, dejando una

estela de llanto y melancolía entre los que tuvimos el altísimo honor de conocerlo y

de admirar su valiosa obra creativa... Su muerte, sin embargo, nunca quedó del todo

clara, puesto que su cadáver fue encontrado por una empleada de limpieza, al

amanecer, un día nublado y caluroso, ahogado entre montones de papeles diseminados

por toda la superficie de su largo buró...

Hay quienes afirman que Don Aristóbulo fue el inventor del burrocratismo, pero hay

muchos que aseguran que no, que no fue él...



Augusto Lázaro