domingo, 24 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 6


--Un día voy a hacerte una visita para conocer dónde y cómo vives, y para conocer

a esos coinquilinos de quienes tanto me hablas.

--Ni se te ocurra, negra.

--¿Ni se me ocurra? ¿Es que donde tú vives está prohibido el paso?

--No, pero confórmate con oír mis relatos. Usa la imaginación.

--Pues no, porque tú estuviste tres semanas dándome la lata para que te dejara ver

mi habitación. Y me venciste por agotamiento físico.

--No es lo mismo... tu habitación es tuya sola, está como tú quieres que esté, y no

dependes de lo que hagan otras personas.

--Pues ¿sabes una cosa? Yo también voy a darte la lata no tres sino cuantas

semanas sean necesarias, hasta que me dejes visitarte, y... bueno, no sé por qué

debo perdirte permiso, porque puedo aparecerme allá sin que tú me autorices. Y

además, ¿qué tiene de malo que te haga una visita? Deberías sentirte halagado.

--Me siento muy halagado, Selene, pero...

Pero no, mejor que no me visite. ¿Para què? ¿Qué es lo que va a encontrar? ¿Y qué

se va a perder si no me visita? Lo que va a encontrarse en el lugar donde creo que

vivo no es más que montones de periódicos que tiene uno de mis coinquilinos tirados

dondequiera, piezas de ropa por cualquier rincón, la cocina dejada a la bartola, y...

no no no, ¿qué va a pensar de mí? Ya sé que no es mi culpa, pero ella puede

pensar que lo es, porque sólo en mi habitación hay orden y limpieza, lo demás que

no depende de mí no está nada presentable... Mi habitación, o sea, mi cuarto de

estar, de dormir, de comer, de leer, de escribir, de ver la tele, de oír música y de

todo lo demás, está bastante presentable, pero el resto no. Es un espacio de unos

3.5 x 4.5 y cuidado. Tiene una silla plegable que me regaló mi amiga Ana (para leer

y para ver la tele). otra silla ortopédica propiedad del casero (para comer y escribir

en el ordenador IBM de segunda mano que encontré de milagro en una de esas

tiendas Converters, que no sé por qué carajo tienen el nombre en inglés, como casi

todo aquí donde poco a poco se está asesinando a nuestro bello idioma), una

cama personal para dormir y descansar de mis gestiones callejeras, una cómoda

donde tengo el televisor y algunos archivos y donde coloco los alimentos fríos que

voy a pasar por el gaznate (la comida caliente la consumo allá en el comedor que

gracias a mi asistenta social Ascensión me llena la barriguita de lunes a viernes), un

mueble multifunción largo pegado a la pared donde pongo mis pertenencias no

textiles como la radiocasetera Tamashi (este equipo no es de segunda mano, lo

compré en Alcampo un fin de año en que logré un superávit de chiripa por 40

euros), el IBM, la impresora Epson, también de segunda, los manuscritos de mis

genialidades literarias y de otra índole, algunos libros, artículos de aseo personal,

cassettes, cds, revistas y materiales pendientes de lectura, ropa sucia, cosas de uso

general, despensa alimentaria para consumir en casa, los ventiladores si no están en

uso, y alguna que otra bobería más, y el resto del espacio me queda para dar dos

pasos hacia el fondo cuando entro o hacia el frente cuando salgo. Si me muevo

como la señora que le tira pan a las palomas, puedo dar tres pasos, pero así me

canso más. Y eso es todo, Isidoro. ¿Qué tú pensabas, que yo vivía en un chalé

privado como doña Antoñica de Revilla de Camargo?

--¿Leíste esta encuesta en el periódico?

--No. ¿Dice algo que valga la pena?

--Bueno, que valga la pena los periódicos nunca dicen nada, pero éste lo que dice

es que las principales preocupaciones de los ciudadanos de a pie son el terrorismo,

el desempleo, la inseguridad, y... no, ya van tres. Por poco me paso.

--¿Y qué es eso de los ciudadanos de a pie?

--Es que las encuestas siempre entrevistan a la gente en la calle, o sea, a los que

como yo cogen el Metro, querida. ¿No te has dado cuenta? Nunca entrevistan a los

pejes gordos. Aunque los pejes gordos nunca leen las encuestas. Y los hay que

nunca leen ni hostias.

--¡Quién te viera a ti de peje gordo!

--No estaría ahora aquí contigo. ¿Te imaginas? Si yo fuera un peje gordo no sabría

qué coño es un hostal. Pero mejor déjame así, a pie o caminando, porque gracias a

eso  pude conocerte.

--No pierdes la maña. Pero te reitero que con tanta lisonja no vas a conseguir tus

insanos propósitos.

--¿Insanos? Vamos, que de insanos no tienen ni las intenciones.

El caso es que siempre que puedo, y también cuando no puedo, me llego al hostal

a visitar a mi amiga Selene. Y así se me va el tiempo y me olvido de que ya hace

rato que estoy aquí en la nueva patria y casi todo el tiempo, aparte del que dedico

a dormir (sólo seis horas), a ir al comedor al mediodía, a leer, a escribir, a oír música,

a ver la tele, al aseo personal, a merendar en mi cuarto y a conversar con Selene, lo

dedico a hacer gestiones para continuar sobreviviendo y haciendo gestiones para

continuar sobreviviendo y esto es como la cadena de Bermúdez, o como un tiovivo

que nunca llega a ninguna parte, o como el circulo vicioso de la serpiente

mordiéndose la cola, o cómo qué coño sé yo ni me importa un carajo. Chúpate ésa,

Jacinto. El caso. La envolvencia. El gerbeteo. La jodienda... ¿Y qué he descubierto?

Pues que aquí el Estado, o el gobierno, o la sociedad, o lo que sea (que sonará

algún día), beneficia a los que más posibilidades tienen y que menos necesitan ser

beneficiados, y perjudica a los de a pie que ruedan más que el circo mundial Ringling

Brothers (q. e. p. d.). Porque le roncan los cojones que a mí, que tengo una cuenta

bancaria obligatoriamente, pues si no, de subsidio ñiringa, me claven diez euros

cada seis meses, dejándome en limpio, mientras que a don José Salustio, el

empresario que tiene millones en su cuenta, el banco le pague, o sea, que en lugar

de quitarle le aumente su saldo. Por eso cada vez que me entero de que alguien ha

asaltado a un banco y ha tenido éxito lo aplaudo y me río, celebrando con zumo

de limón el golpe, que no me decido a darlo yo porque en esos manejos gansteriles

confieso que soy casi analfabeto. Ana me hala las orejas cuando le hablo de este

deseo insatisfecho de asaltar un banco: pero ¿qué dices, hombre?, estás como una

cabra, mejor voy a pensar que estás de guasa, porque si te creo de verdad voy a

pensar que te estás despersonalizando, me dice. ¡Ah! Si ella supiera que yo hace

rato ya que me he despersonalizado, sólo que de nada me ha servido, porque aquí

para trepar hay que saber subir y yo en eso soy un cafre. Me dice que me dedique a

hacer el bien, ¡qué inocencia! Parece que mis amigas se han puesto de acuerdo al

unísono para indicarme la senda del bien y que no desvíe el camino correcto. Me

conmueven, la verdad. Y me hacen recordar mis años felices, cuando yo era un

niño pobre, ignorante de papeles y de documentos, de desgracias y de guerras, de

enfermedades y de miserias humanas. Vamos, que era un niño inocente, como

todos los niños. ¡Ah! Patty MacCormack, sí. Gracias, mi querida Ana, por tus buenas

intenciones.¿Qué bonita es la inocencia! Pero tú no conoces las sabias palabras de

mi padre cuando me llevaba de la mano a la escuela primaria (mi tiempo

trascendente, lo demás es mierda): "hijo, espabílate, ponte chango, despierta el

koala, que el mundo es de los livianos". Y eso que él no había visto el horror. Nada,

que mejor es no pensar. Porque si te pones a pensar en toda esta zambumbia, te

tiras del puente de Segovia.

Augusto Lázaro


(continuará)


sábado, 16 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 5



Feo, viejo y medio calvo. ¡Joder! Y por si eso fuera poco, mi salud, que siempre ha

sido uno de mis principales baluartes, ya me está dando quehacer: a veces se me

tupe la nariz y respiro con dificultad, sobre todo en las horas del sueño, que por

cierto, a veces duermo mal, sobre todo cuando estoy preocupado por algo, pero

es que casi siempre estoy preocupado por algo. Pero lo peor es la torpeza. Y es que

por muchos esfuerzos que haga, Juan Torpín aparece cuando ya no me acuerdo de

él y allá va eso. Cuando se me cae un vaso, por ejemplo, me parece presentir unos

segundos antes que se me va a caer, como si una mano invisible y diabólica me

obligara a mover la mano que sostiene el vaso para dejarlo caer al suelo. Hay que

verlo, hay que sentir esa amarga sensación de rabia y de impotencia para poder

darse cuenta de que ser viejo no es un juego de muchachos. Y si además de

viejo estás feo como un cuco y se te caen a diario las pocas pelusas que te quedan

en el moropo, despídete del cijú platanero, Gumersindo. Y si para ponerle la tapa al

pomo tu salud comienza a despegar, ¿qué cojones te queda?

--Mira, déjame contarte mi experiencia: a mí también me molestaban ciertos

achaques y un día se me ocurrió ir a ver al... ¿cómo es que tú le dices?

--Yo no, mi padre. Le decía a los médicos matasanos. Y sus razones tenía, porque me

decía que cuando iba a ver a alguno, le quitaba el mal que lo había llevado a la

consulta, pero le dejaba otros tres que antes no tenía. ¿Qué te parece, hostalera?

--Me parece mentira oírte decir eso, un hombre como tú, negando la ciencia. ¿O vas

a intentar convencerme de que los médicos no sirven para nada? Y no te rías, que

yo sé que eso tú lo piensas en serio.

--Te estás volviendo trágica.

--Piensa lo que mejor te parezca, y hasta luego, querido, que me parece que si sigo

aquí oyéndote voy a terminar tirando al cesto mis medicamentos.

--¡Pero cómo! ¿Así que tú consumes medicamentos? Anda, detállamelos.

--Ni lo sueñes. ¿Tú ves? Se me ha soltado la lengua, contigo a cualquiera se le suelta.

Ya está bien, me voy a mis trajines. Cuando se te pase el mareo continuamos.

--Como usted diga, señora, pero guárdeme un vaso de ese té tan rico que hace por

las tardes, que ya me estoy acostumbrando.

Al refrán que repiten las amas de casa y los pobres de solemnidad que no tienen

más que la esperanza (además de la existencia misma), "tres cosas tiene la vida:

salud, dinero y amor", yo le he aportado: tres cosas tiene la vida: comida, empleo y

vivienda. Pero para mis prioridades lo primero es la salud, el talón principal (no sólo

Aquiles lo tenía). Porque óyeme una cosa, saltimbanqui: tú puedes tener una cara

que asuste a Frankenstein (injusticia histórica, pues no es Frankenstein el monstruo,

sino su creador, que es el de la cara que...), más años en las costillas que el mismo

Matusalén, lucir el cocorioco como el mingo del juego de Chicago en el billar, ah, sí,

puedes tener todo eso y algo más, pero... si no tienes salud, ponte a ver la tele o a

reírte de los peces y a esperar el carrito, que otra cosa no podrás hacer. Dicen

muchos viejos (sólo dicen, pues no lo piensan) que la edad no importa siempre que

se tenga una salud de acero, y que con salud la vida de un octogenario puede ser

algo así como una panacea (¿será posible que alguien crea semejante memez?),

pero que si no te sientes bien a plenitud, a la papelera de reciclaje y a esperar que

te borren del mapa, cariño. Claro que un hombre puede aguantar la fealdad (que

no es fácil), la vejez (que no es fácil), la calvicie (que no es fácil), la mierda que nos

rodea en todas partes, pero lo que es casi imposible de aguantar, incluso siendo

joven, es la salud deteriorada.

--Y dale Lola. Mira, la verdad que yo te veo estupendo para la edad que tienes, no

sé por qué te quejas tanto por unos achaques que para mí son más fantásticos que

reales. ¡Hombre!

--Te quedó bien eso, rubicunda. Lo que te digo, que tienes dotes.

--Tengo dotes para soportar a personas como tú que me dan tanta lata. Y no sólo la

lata, sino lo mismo de lo mismo.

--Sí, pero con esa tanta lata a ti se te va el tiempo conversando, o sea, que te gusta

el palo con el que te golpean.

--No me hagas reír.

--¿Cuántas veces te he dicho que me gusta verte sonreír?

--Olvídate de mi sonrisa, que yo no soy ninguna anunciante de cremas dentales.

--Ahora que lo dices, bien que pudieras serlo, y no sólo de cremas dentales.

--Chico, mira que eres burlón, mira que te gusta embromarme.

--Bueno, es que quien bien te quiere bien te hará sufrir... o llorar... coño, ya me está

fallando la memoria, y así tú pretendes hacerme creer que yo de viejo sólo tengo la

idea... si yo de viejo sólo tuviera la idea, la malsana idea de la vejez malsana, o de

la buena idea de que me consolaras... espérate, ya sé que tú no eres consoladora

de oficio ni de beneficio, no me lo repitas, pero déjame seguir... mira, tú no me ves la

moquera, del dolor en la espalda ni te enteras, la meadera te queda muy lejos, y el

cansancio que me da caminar tanto por esta cabrona ciudad, para ti no es siquiera

un comentario, sin contar las subidas y bajadas de las escaleras del Metro que no

son automáticas, ah... un desastre. Y todos esos malestares y algunos más que no te

menciono para no aburrirte, son la prueba de que la ancianidad me está esperando

al doblar de la esquina, y sin que yo pueda cambiar de dirección. Salud de hierro la

que tuve cuando mi mamá se extasiaba acariciándome aquel pelo abundante que

tuve también, de niño, suave y tupido, cuando yo era yo. ¡Ah, sí! Cuatro milpas tan

sólo han quedado...

--Respira hombre, que te vas a asfixiar.

--Aquel pelo, sí, aquella cara juvenil y atractiva, cómo no, aquella presencia que las

niñas de la Secundaria miraban y admiraban... aquello sí era mi salud de hierro, mi

amiga. Pero ya todo se fue a volina, como el papalote de Cuquito.

--Un día me vas a contar algo sobre ese tal Cuquito que tanto mencionas. Debe ser

todo un personaje. Y no llores más, recoño.

--¿Un día dices? ¿Y por qué no una noche? ¿No te atrae la nocturnidad?

--Parece que a ti te gusta mucho. Claro, de noche todos los gatos son pardos.

--No, es que la noche es más romántica, nené.

--Ya yo pasé esa edad, querido, y además, un poco de sol no te hará daño.

Pues sí señor: feo como un cuco, viejo como Matusalén, calvo como Yul Brynner en

El rey de Siam, sin posibilidades de trepar, ligar, peinarme como Luis Miguel, ya lo

creo que sí, pero salud, ¿dónde te has metido últimamente? En fin, a sentarme a

meditar en los años que me quedan sobre la superficie, con la limitante de que

algunos de ellos tenga que pasármelos apoyándome en un bastón del rastro

(porque en el hombro de una joven hermosa ni lo sueñes, Horacio), caminando en

cámara lenta (si no estás tumbado en una cama con carácter permanente),

coloreando los pantalones de amarillo pollito (o el pijama si ya no usas pantalones

porque no te hacen falta), comiendo blandito y sin sal y masticando con las encías

(si ya no te quedan en la boca más que un par de colmillos de repuesto), y si acaso

yendo al parque, del brazo de una joven asistenta, a mirar las palomas y las niñas

que pasan apretaditas y moviéndose como iguanas en un matorral, con sus culitos

marcados hasta donde la imaginación dice fin... bueno, tampoco así, me diría

Selene. Porque podría jugar al dominó o al ajedrez, o a los aros con algunos viejos

aburridos como yo dentro de poco, si no me quedo en mi cuarto leyendo,

suponiendo que la vista me acompañe, o quizás me dé por coger sol, como dice la

rubia, que ahora me río del invierno, pero cuando el cuerpo se ponga farruco, quién

sabe si me convierto en un adorador del Ra, como los egipcios. Y está bueno ya de

atracarse de virutas de plywood. Voy a ver qué está haciendo la monona, que ya

me está entrando el apetito y ella siempre tiene golosinas para calmar mis ansias

hipoglucémicas, que por cierto, son ya casi las únicas ansias que de vez en cuando

siento...

Augusto Lázaro


(continuará)

domingo, 10 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 4



Entonces ella era La Rusa. Yo buscaba un hospedaje barato y el nombre me llamó

la atención: Hostal Odessa. Toqué el timbre y de arriba me abrieron. Subí. Me hizo

pasar una morena que enseguida me dijo, sin yo preguntárselo, que era suramericana,

que se llamaba Cecilia, y que había estado en Alemania, pero que "esos bárbaros

me trataban peor que a una perra" y por eso se había venido a este país, "aquí al

menos no me gritan ni me empujan, aunque me pagan menos". Así que me quedé

en ese hostal. A La Rusa la vi al día siguiente, cuando me disponía a salir a hacer las

gestiones diarias. Hablaba español con bastante soltura, casi sin acento. Delgada,

rubia como el girasol, nerviosa, atractiva a pesar de su edad que calculé en más de

cincuenta, corroborados cuando me contó días después un retazo de su vida.

--¿Está cómodo en su habitación? Puedo pasarlo a otra más amplia, el inquilino se

va por la tarde.

--Muchas gracias, pero me siento bien ahí donde estoy, no se preocupe.

--De todos modos, si necesita algo, pulse el botoncito que está junto a la puerta.

Y esa fue nuestra primera conversación. Después, todos los días, cuando nos

topábamos en el recibidor, sosteníamos un diálogo de paso, y poco a poco esos

diálogos fueron haciéndose más íntimos.

--No crea usted que yo me pongo a conversar así con mis huéspedes. Bueno, es que

casi todos salen a trabajar y pasan poco tiempo aquí. Usted, por lo que veo, no está

mucho en la calle.

--Es que cuando termino mis gestiones matutinas ya no tengo ánimos para salir otra

vez, y además, yo suelo trabajar en mi habitación. Es lo que hacía en mi país.

--Hombre, ya que menciona su país, dígame cómo fue que vino a parar aquí tan

lejos, si no es indiscreción, por supuesto.

--No, no lo es. Puede hacerme todas las preguntas que quiera, aunque eso no

quiere decir que yo se las conteste todas, pero...

--No, es sólo curiosidad, es que nunca había conocido a nadie de su país.

Le conté por arribita cómo había carenado en su hostal, por qué vine a este país,

por qué me gustaba conversar con ella, y nada más. Como para que no siguiera

preguntando. Ella tampoco me informó demasiado. Una mañana me confesó que

le gustaba conversar conmigo, por lo que ya teníamos, al menos, una cosa en

común. Más adelante me contó lo de su salida de la difunta (así llamaba a la URSS),

que sus padres habían muerto y también su marido, que le dejó el hostal como

herencia, y que tenía dos hijos que estudiaban en el extranjero, y algunas cosas sin

importancia.

--Dice un refrán que nunca hagas por un amigo más de lo que ese amigo esté

dispuesto a hacer por ti, y aunque usted todavía no es mi amiga, espero que lo sea,

y pronto, si es que me concede ese honor.

--Usted es irónico y burlón. ¿Cómo está tan seguro de que mi amistad sería un honor 

para usted? Hombre, que apenas me conoce, no sea tan lisonjero.

--Apenas la conozco, pero lo que conozco me inspira confianza.

--¿Ya ve lo que le digo? Está riéndose.

--Es que usted me hace reír. Quiere aparentar que es trágica y en realidad es

cómica.

--Usted es imposible. Mejor me voy a continuar con mis quehaceres, que aunque no

se lo demuestre, los tengo. Y bastantes.

Y así todos los días, y cada día un poco más de charla, un poco más de mutua

información y un poco más de intimidad. Claro que La Rusa continuaba seriota y

cuando sonreía no tardaba dos minutos en poner otra vez su cara seria. Yo con mis

gestiones burocráticas aclimatándome, asimilando mi nueva situación, de aquí para

allá y de allá para acullá, más sobre ruedas que sobre el asfalto, y cuando creía que

había terminado los trámites para establecerme legalmente, recomenzaban con

más bríos y muchos más papeles. ¡Joder! La Rusa se ocupaba ella sola del hostal. Me

contó que un día sorprendió a la morena robándole y la despidió en el acto, y

quedó puesta y convidada.

--¿Y por qué ese nombre que no me parece precisamente ruso?

--Me lo puso mi madre. Le gustaban los nombres occidentales.

--Es un nombre sugestivo. Igual que el del hostal. Espere... ahora caigo: Odessa, eso

es un puerto de mar, pero... eso no está en Rusia, me parece que está en Ucrania.

Vamos, que usted no es rusa, sino ucraniana. ¡Hala!

--No sea tan suspicaz. Ucrania formaba parte de la difunta, y a todos nosotros aquí

nos decían rusos, y así se me quedó, por eso lo de La Rusa, ¿comprende? Y por mi

parte, a mí me da lo mismo que me llamen como se les antoje.

--Vaya. Pues nada, para mí ya no será ni rusa ni ucraniana. Será Selene, que me

gusta más.

--Pues sí. Como le contaba: yo apenas recuerdo, pero mis padres se pasaban la vida

hablando del terruño, y mi marido le puso ese nombre al hostal como regalo, según

me dijo, porque él no era de allá, sino de aquí.

Y desde ese día fue Selene. No conocía a ninguna mujer con ese nombre, original,

suave, melodioso. Los pocos huéspedes que tenía, de los que yo había visto sólo

dos o tres, eran nativos, por lo que yo era el único extranjero, lo que le llamaba la

atención, y más por ser un tipo de extranjero para ella sui géneris, porque estaba

en el país por problemas políticos y no como turista. O sea, un extranjero pobre.

Por eso en su hostal. Me dijo que casi nunca tenía huéspedes extranjeros, y que la

mayoría de ellos que carenaban allí venía de Europa del Este.

--Y ésos, mi amigo, no me caen nada bien. Yo conozco el paño, así que paso.

--¿Tan malos son?

--No sé si serán tan malos, y no me interesa averiguarlo, pero de esa gente sólo

tengo referencias que no me son agradables, ¿comprende? Mire, cuando en esos

países imperaba el comunismo, no venía ninguno, ahora que hay democracia salen

de allá corriendo. ¿Qué le dice eso?

--Pues muchas gracias por dedicarme este pedacito de su tiempo para mí tan

agradable.

--Con usted me entretengo y me olvido de las cosas malas que me rodean.

--Que no creo que sean muchas.

--No son muchas, pero las que son, son suficientes.

--En eso estamos de acuerdo. Hay quien tiene veinte problemas, pero éstos son tan

sencillos que duerme ocho horas de un tirón, y hay otros que sólo tienen uno o dos,

pero tan graves que padecen de insomnio.

--Y usted... ¿tiene muchos problemas, o sólo uno o dos?

--¿No ha oído decir que la curiosidad mató al gato?

--Todos sentimos curiosidad, unos más y otros menos. ¿Usted no es curioso?

--Claro que lo soy, por eso insisto en que me cuente cosas sobre usted y sobre su

vida, que no se limitará, supongo, a permanecer en el hostal al tanto de sus

huéspedes. ¿O es que no tiene momentos de ocio, vida privada?

--Al igual que usted, a mí no me gusta hablar de mí, y por otra parte, prefiero

descubrir las características personales de alguien por mí misma, sin que ese alguien

me las cuente.

--¡Tocado! Caramba, me ha ganado usted el round.

--¿El round? Eso me suena a boxeo. ¿Le gusta el boxeo?

--No mucho, pero lo soporto. El deporte nacional de mi país es la pelota, o sea, el

béisbol, y aquí, por lo que he notado, de béisbol ni una reseña. Y yo no trago el

fútbol, que parece que es omnipotente y ubicuo. Hasta en los velatorios.

--¡Hum! ¿Así que no le gusta el fútbol? Pobrecillo. En este país el fútbol es mucho más

importante que las investigaciones científicas. ¡Ay, mi amigo!

--Ya me he dado cuenta, como le dije. Si me establezco aquí, tendré que afrontar

lo que me depare esta patria adoptiva. Ya veremos.

--Pues tómelo con calma, que aquí lo que es el fútbol es como un leit motiv.

--A propósito, por lo que he visto, ya casi hay más palabras en inglés que en español

y es una lástima, porque a mí me gusta el español y creo que es un idioma muy

bello, y muy amplio además.

--Es que se impone el más fuerte, y el más fuerte siempre es el más rico, no hay nada

que hacer.

--¿Y usted... se adaptó fácilmente, o le costó trabajo?

--Yo... aunque llevo aquí más años de los que quisiera acordarme, todavía no he

acabado de adaptarme, porque déjeme decirle que para mí lo peor que le puede

pasar a un ser humano es tener que vivir fuera de su patria.

--Sí, ya me han contado otros que han vivido esa experiencia. Yo recién comienzo, a

ver si me adapto, o me destarro.

--¿Destarro? Hombre, en su país tienen unas palabritas que para qué contar. Usted

me hace reír.

--Entonces nos compenetramos, porque usted también me hace reír. ¿Conoce

muchos lugares de este país o se ha pasado todos estos años aquí en el hostal?

--No tan calvo que si se cae de espalda se dé en la frente... sí, ya sé que estoy en

mi faceta cómica, según usted, pero es que la vida es tan dura que de vez en

cuando hay que tirarla a...

--Vamos, digalo, cualquier hijo de vecino suelta esas palabrotas cuando vienen al

caso.

--No, quizás cuando tenga más confianza con usted. De todos modos, usted se

imagina lo que iba a decir, así que es como si lo hubiera dicho. Oh, perdone, creo

que me llaman... debe ser don Anselmo.

--No tenga pena, yo voy a dar mi vueltecita acostumbrada. Luego seguimos.

Augusto Lázaro


(continuará)

domingo, 3 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 3



--¿Así que la tercera edad tiene sus encantos?

--Pues sí que los tiene, querido, lo que te pasa es que no te resignas a enfrentarte a

esa realidad, y así poder sacarle el máximo provecho, como haremos todos, o casi

todos los que lleguemos a ella, que dichosos los que llegan.

--Bueno, pero tú todavía no has llegado, ¿eh? No puedes conocer las atrocidades

que se sienten a esa edad. ¿O es que has llegado y me lo ocultas? Porque no lo

parece.

--Pues no, todavía no he llegado, pero cuando llegue no pienso suicidarme, seguiré

viviendo para que sigas soportándome.

Simone de Beauvoir escribió un libro en el que dice que los viejos sólo sirven para

sacar a mear la perra y para ir a comprar el periódico y traer el pan, y si acaso llevar

la basura al contenedor. O sea, que según la viuda del viejo zorro francés, los viejos

estorban, aunque la familia los utilice para esos menesteres, y si acaso todavía están

en forma aceptable, pueden llevar a los niños al zoológico los domingos... Los

domingos nunca salgo, suelo quedarme en casa leyendo, oyendo música o en las

imprescindibles tareas de limpieza. Es un día tranquilo y aburrido en la calle. Pero un

domingo me da por salir y me siento en el parque de la esquina a observar a una

buena señora que le tira migajas de pan a las palomas, extasiada con su ya tan

escasa generosidad, aunque ella desconoce el daño que estas simpáticas avecitas

pueden hacer a la comunidad. Y me veo allí, quizás en ese mismo parque, en ese

mismo banco, también tirándole migajas de pan viejo a las palomas, y me pregunto:

¿para eso quedamos los viejos? ¡Cojones! Tengo que llevar a Selene un día a que

vea esa escena tan edificante. El viejo que vive en familia se convierte en el chico

de los recados, qué cosa: abuelo, dice mamá que lleves la basura hasta el latón de

abajo, abuelo, que ya puedes entrar en el baño, que ya salió la tía, abuelo, ve a ver

si ya abrieron el mercadito, anda, y así. Pues cayendo en lo mismo (si fuera un perro

no cometería el mismo error dos veces, pero sólo soy un pobre mortal entrado en

años, qué caray), otro domingo salgo y paso por otro parque para no encontrarme

con la señora del pan a las palomas, y este otro parque tiene infinidad de matas y de

bancos con mesas para que se sienten los transeúntes y los viejos a jugar dominó, o

barajas, o ajedrez, que los hay según su enjundia, sentados los jugadores y de pie los

sapos, que son los más, pues los viejos, como no tienen otra cosa que hacer, se

reúnen en los parques para calmar su ocio, hablar de política o de fútbol, o a ver

a quienes mueven las piezas, y pensar que ellos no hubieran hecho tal movimiento,

que Peporro metió la pata hasta la rótula, que ahora el otro pavo le va a dar el

jaque casi mate y etc. Y comentando, siempre comentando en las mesas del

dominó, ¿has visto, Pablete?, vamos, que Ramón no debió poner esa ficha, me

cago en la leche, fíjate cómo dejó el juego, ¡la cagó! ¡Ay, mamá!

--A mí la vejez me va a coger desprevenido, rubia, porque a pesar de que desde

hace mucho la estoy esperando, no me siento preparado para recibirla como se

merece la muy. Y me va a coger "más temprano que tarde", como dijo el pobre

Allende, porque los primeros avances ya me están sonando casi a diario. Y cuando

diga aquí estoy. muchachón, a joderse, no sé cómo voy a reaccionar.

--Seguro que te vas a suicidar... ¡Anda ya!

Los primeros avances comenzaron al notar que se me caían de las manos con más

frecuencia que antes los objetos que acostumbro a coger: cubiertos, libros,

perchas, y cómo tropezaba con las puertas y se me enredaban los pies en los

cables de los auriculares de la tele, y óiganme, eso da una rabia que pone la cara

como una tea. Ahora ya no me sorprenden las torpezas, aunque me joden más

que una patada en las pelotas. Sí señor: viro el vaso de chocolate, me derramo el

zumo en la camisa, tengo que levantarme a mear varias veces cada madrugada,

¡ah, Feliciana! Ahí es donde la mula se cargó al Genaro.

--Yo también tropiezo algunas veces y se me caen las cosas, no eres el único. No sé

por qué rayos te martirizas tanto. ¿Acaso eres masoquista?

--Si no fueras una dama te mandaba a la mierda.

--Pues hazte el cargo de que no lo soy y mándame, así te desahogas y alivias tus

achaques, como tú los llamas.

Lo de la meadera no se lo he contado a Selene, a pesar de la mucha confianza

que tengo con ella, hay cosas que me guardo para mí solamente. Hay cosas que

uno tiene escondidas que no se las cuenta a nadie: son secretos reservados para

uno mismo y el de la meadera me lo quedo para mí solito, si acaso al médico. Si

lo de los cubiertos, las puertas, los cables, ya resulta molesto, lo del chorrito pasa de

castaño oscuro. ¡El chorrito! Eso no tiene desperdicio. Sale en cualquier dirección, a

la derecha, a la izquierda, atrás, y para evitar dejar manchitas en la taza lo que

hago es que me siento cuando voy a orinar y así resuelto el problema de la huella,

si no, tengo que pasarle un pañito a los bordes para que nadie pueda ver lo que

he dejado caer en el lugar equivocado. Y lo peor, cuando creo que he vaciado la

vejiga, salen todavía unas goticas que a veces me manchan el calzoncillo sin poder

evitarlo. Nadie que no haya pasado por esto puede comprender lo que se siente.

Me dan deseos de quemar el edificio, de reventar una bomba de un millón de

megatones sólo por el gusto de cobrarme la jodida y acabar de una vez con este

asqueroso mundo donde me ha tocado malvivir. Habría que inventar una palabra

para definir lo que siento. Si se lo contara, Selene me preguntaría

--¿por qué no vas al médico?

Pero da la casualidad que sí he ido a ver al matasanos (así lo llamaba mi padre) y

¿saben lo que me dijo el desgraciado? "Eso es propio de la edad, amigo, puedo

recetarle algún medicamento, pero no se lo va a quitar del todo". ¡Hijo de puta! Es

cierto, la vejez tiene muchos atractivos, ¿verdad, querida amiga?

--Yo creo que te estás obsesionando con la tercera edad, por eso todos esos

achaques que me dices se te hacen insoportables.

--Cuando tú tengas los achaques que yo tengo, quién sabe si te obsesionas más que

yo. ¿Y quién te aguanta entonces? Claro, yo no lo veré.

Y me dice que no tratará de consolarme en lo adelante, porque de todos modos

voy a seguir envejeciendo y lamentándome de los achaques, y además, ella no es

consoladora de oficio ni de beneficio, pues no me cobra nada por pasarme la

mano, simbólicamente se entiende.

--Sigue con tus achaques que yo segurié con los míos, que los tengo y no te diré

cuáles para que no se vire la tortilla y te conviertas tú en consolador... en el buen

sentido de la palabrita, vamos.

--Te invito al cine, si esta noche no estás muy ocupada.

--¿Qué película?

--Bueno... escoge entre Los otros y The others.

--Muy gracioso. Viejo, pero muy gracioso.

--Es que me encanta la Kidman, creo que ya te lo he dicho.

--Y además, te encanta elegir, como a todos los hombres, que no nos dejan poner

una. Y después hay que aguantarles que se proclamen defensores de la igualdad.

--Eres un amor, Selene.

--Y tú eres... mira, déjame callarme, que en boca cerrada...

Pero mal que me pese me voy consolando, y a veces hasta llego a creerme que es

verdad que la vejez tiene sus atractivos y que todos los viejos estamos contentos y

orgullosos de ser viejos y toda esa bobada. Y mientras el reloj da vueltas sin parar

hasta que la pila diga basta, yo sigo mirándome al espejo y soportando, ¡qué

remedio!, la imagen devuelta que me restriega en las narices: que estoy cada día

más feo y más viejo. Y medio calvo, para rematar.

Augusto Lázaro


(continuará)