domingo, 15 de mayo de 2016

NADA MAS QUE TUS COSAS


Me despierto y te busco. En el olor a café fuerte que llega hasta mi cama. El sueño

se aleja y me doy cuenta de que ya no estás aquí, aunque apenas ayer te apreté

contra mí por un impulso último, inútil, de retenerte. Oigo la música del radio cuando

mi madre me alcanza la tacita de café. No me ha sido posible quitarle esa

costumbre. Me levanto. Ya pronto tú serás un recuerdo. Un recuerdo que siempre

llegará hasta mí como una gota de ternura. Pero sólo eso...



Nos conocimos en la escuela. Tropecé con ella a la entrada del laboratorio. Tenía

un pomo en las manos con un líquido oscuro que se le derramó y le echó a perder

la saya.

--Pedone.

Me miró con rabia y siguió su camino sin decirme una palabra. La segui con los ojos

hasta que dobló por el pasillo. Enseguida averigüé quién era, en qué grupo estaba,

todo lo que pude. Esa misma tarde, a la hora de salida, la busqué.



Ahora me contarás en la primera carta desde el aeropuerto de Barajas cómo te

sentiste ajena en ese espacio frío y atractivo del avión, cómo te sonreíste, nerviosa,  

con la cara pegada al cristal doble de la ventanilla, y cómo después, desde el cielo

de nadie, los pedazos de hormigón se hicieron manchas en tus ojos desde una

superficie que se te alejaba demasiado rápido. Me contarás cómo mirabas desde

la ventanilla del Iberia tan cómodo, lujoso, moderno, el saloncito donde esperaste

a última hora, los cristales de la cafetería donde te comiste la última merienda, las

cosas que ya no ibas a ver más. Lo que pensaste cuando la azafata española se

acercó a tu asiento y te entregó un bolígrafo, un sobre y unas hojas de papel con

el timbre de Iberia, cortesía de la empresa. Escribir, escribir enseguida. Escribir,

mientras te sonreías y se te salían las lágrimas...



Comencé a acercarme a ella.

--¿Todavía está enojada?

--Ya no... pero figúrese, esa saya estaba acabadita de lavar.

--Sí, claro. Yo me hubiera puesto furioso también.

--Bueno, con permiso.

Por fin logré que sonriera y se olvidara del mal rato. Pero no me fue fácil porque me

esquivaba cada vez que podía. Después supe que esquivaba a todo el mundo. Al

cabo de un par de semanas ya conversábamos todos los días en el patio de la

escuela. Me dijo que era santiaguera desde hacía diez y siete años. Una tarde nos

fuimos a tomar helados. Me dijo que lo único que hacía, además de venir a la

escuela y estudiar, era ir al cine con algunas amigas.

--Y a veces a la playa.

--Bueno, pues en lo adelante no vas a ir más al cine ni a la playa con esas amigas.

--¿Y se puede saber por qué?

--Pues... porque en lo adelante vas a ir conmigo.

Pero de la sorpresa pasó a la sonrisa. "Qué atrevido eres", me dijo, riéndose. Entonces

todo aquello era hermoso.



¿Te acuerdas que una vez me dijiste que tú no eras libre porque no podías hacer

todo lo que querías y yo te dije, ingenuo como siempre, que cuando se hace lo que

se cree que se debe hacer se es realmente libre? Ahora recuerdo los nombres, los

lugares, las nuevas caras que conocíamos en el reparto Sueño, cerca de tu casa, a

la que nunca me invitaste, nuestras conversaciones en las cuales las ideas se

transformaban en el curso violento de los días que vivíamos, que aunque tú lo

intentaras, no podías apartarte de ellos. "¡Oh, libertad, cuántos huyen de ti,

buscándote!". "¿Quién dijo eso?", me preguntaste aquella vez. Pero no, tú sentías

que a ti te llamaba la civilización occidental, que en tus oídos resonaban los

nombres de Harvard, de Oxford, de Sorbonne, mientras yo te hablaba, muy bajito,

pegado a tu oído, del "verde y verde, / azul y azul, / palma y palma bajo el cielo"

que llegaste a confesarme que "me gusta mucho ese poema". Santiago palpiataba

rodeándonos como una madre cariñosa y alerta. ¿Quién tenía razón? Apenas

ahora me acuerdo y las palabras me suenan tan ajenas como si no las hubiéramos

pronunciado nosotros. ¡La verdad! ¡Quién pudiera encontrarla algún día!...



Me costó mucho trabajo covencerla para ir a la playa.

--Ya te he hablado de mami, ya te he dicho cómo es.

--Me lo has dicho, pero tu mamá tiene que comprender que algún día tendrás que

salir sola, ¿no?

--Mami no comprende nada. Imagínate hasta qué punto llega mami que cuando

yo voy a salir de noche con alguna amiga, con alguna amiga de su entera

confianza, ¿oíste?... pues, esa amiga es la que tiene que ir a mi casa a recogerme

y aguantarle el sermón. Y no le digas nada porque te come.

--No sé... pero yo creo que si hicieras un esfuerzo...

Era la playa que quedaba más lejos: cincuenta kilómetros por el litoral, al oeste de

Santiago. El mar siempre, a la izquierda, a la derecha las montañas de la Sierra

Maestra. La escogí por eso mismo, pero además, porque me gustaba su arena tan

limpia y a esa playa no iba mucha gente. Un poco de soledad nos convenía,

pensaba. Todavía cuando regresábamos a la ciudad me resonaban sus primeras

palabras de aquel día: "es la primera vez que me escapo, ¿comprendes?, tengo

que estar en la casa a la hora del almuerzo". Pero a pesar de las preocupaciones,

del nerviosismo, de las miradas constantes al reloj guardado en la bolsita, en la

arena, cuando llegamos a Santiago eran más de las dos de la tarde.



Encuentro esos recuerdos en tu cuarto, entre pomitos de perfume, hilo de coser,

algunos ganchitos de pelo, un creyón de labios, centímetros desenrollados, dos

sandalias muy usadas, una toalla blanca y una astilla de jabón en la ventana. Y en

la mesita de caoba aquel despertador pequeño que marca todavía su tic tac

monótono. Las últimas cosas que tuviste en las manos, en este mismo cuarto, en

esta misma casa ahora vacía que todavía no tiene la nostalgia de tu risa, de tus

manías, de tus prendas, de tus secretos íntimos. Ahora, dentro de unos días, cuando

te acostumbres a caminar por otras calles, pasearás por la Puerta del Sol y yo

descansaré en la Plaza de Dolores, te asombrarás de las vidrieras llenas de rarezas

mientras yo registre librerías y estanquillos, correrás por La Gran Vía cuando yo

atraviese el parque Céspedes para esperar el ómnibus, entrarás en esas tiendas

grandes llenas de tantas cosas que no podrás comprar, pero que soñarás que un

día quizás puedas comprar. Y gritarás, eufórica. Y en cada nuevo amanecer de tu

cuarto serán menos las imágenes de esta ciudad de ensueño...



Después, casi todas las tardes nos íbamos al cine, a la Alameda a sentarnos en un

banquito roto a mirar los marineros sin camisa que cargaban cajas o manipulaban

sogas y herramientas en los barcos anclados en el puerto. A veces comentábamos

una película, pero nunca nos poníamos de acuerdo. Otras veces llegábamos a La

Granjita y nos quedábamos allí estudiando. Yo la repasaba en Matemáticas, me

acordaba de los ejercicios que tres años antes había practicado cuando comencé

mis estudios en aquella escuela donde ella recién comenzaba. Allí en La Granjita

me lo dijo, una tarde de mucho calor.

--Mira, después de andar contigo para arriba y para abajo el tiempo no me rinde.

Estudio poco, no ayudo casi nada a mami en las cosas de la casa, un desastre. No

sé lo que me pasa. A veces pienso que... no sé... no sé por qué tenemos que

matarnos tanto, y por gusto.

--Bueno, pero... ahora estamos estudiando, ¿no?

--Estamos estudiando, sí... pero tú sabes cómo terminamos siempre. Pero no es eso.

Mira, yo me he puesto a pensar en serio en todas estas cosas: una estudia y estudia,

y se sacrifica, y se mata, y... no sé, creo que no vale la pena.

--Yo creo que sí, que sí la vale.

--Yo creo que no. Pero bueno... tú sabes que aquel día de la playa, la primera vez

que fuimos, ¿te acuerdas? Ah, no te lo había contado. Tú sabes que mami me dijo

horrores, pero horrores. Me pasé toda la tarde en mi cuarto, llorando como una

criatura, por las cosas que mami me dijo.

--Cosas de las madres. Todas las madres son así. Además, era la primera vez que te

escapabas, tú misma me lo dijiste, ¿no?

--Tú no conoces a mi mamá, no te la puedes imaginar.

--Pues créeme que me gustaría conocerla.

--Quiero decirte algo -hizo una pausa, se quedó callada y me miró fijamente-. Algo

que te va a sorprender. No, espérate. He tratado de no hablarte de eso, pero ya no

lo puedo demorar por más tiempo.

--Suéltalo, a lo mejor no me sorprendo.

--Pues... la cosa es que... mi familia se va del país.

--¿Quieres decir... tus padres?

--Claro. Mis padres, mi hermano, mi tía, y...

--¡Y tú!

No demoró mucho en contestarme. Tenía que irse con ellos, naturalmente. Ya yo lo

sabía, lo había oído comentar en la escuela, pero nunca le había hablado de eso.

Me quedé mirando el merendero de La Granjita, donde había otra pareja

acariciándose discretamente, los árboles, los bancos vacíos. Recogí los cuadernos y

ella se dio cuenta de que las palabras en aquel momento eran inútiles. Nos fuimos,

caminando muy despacio, separados. Cuando estuvimos cerca de su casa se me

quedó mirando, sin pronunciar una palabra. En sus ojos no había una lágrima.



En Madrid amanece seis horas antes que en Santiago. Tú estarás en tu primer piso

ibérico, quizás mañana mismo, quitándote la ropa de la calle, dispuesta a dormir

otra noche de otro meridiano, mientras yo salgo de mi casa cuando aún no se

encienden las bombillas en los postes de los parques. Entonces, con el aire frío y los

árboles sin hojas de parques desconocidos, con tu pelo deshebrado en ese aire que

te oprimirá y hará mover tu encía y hará que tu cuerpo busque el calor de otro

cuerpo, la distancia será palabra muda, una exclamación pueril, tal vez romántica,

un aire tibio que se mete entre las ramas de los árboles y arrastra muchas hojas por

los adoquines de cualquier calle vieja parecida a estas calles que no recordarás

seguramente...



--Desde aquí se ve la ciudad como si se estuviera hundiendo en la bahía. Qué

curioso.

--Sí, es curioso. Está como metida en un hueco o algo así, ¿no?

Estábamos en el murito, frente al Museo de la Lucha Clandestina, en pleno barrio

Tivolí, típico y pintoresco. La había llevado allí para que viera cosas, pero cuando

salimos del museo no hizo ningún comentario.

--Dicen que por eso hace tanto calor.

--No, no es por eso. El calor de Santiago lo tiene su gente.

--Se te sale el poeta, dondequiera que estés.

Se reía, se reía mucho, pero en el fondo ella también amaba la ciudad.

--Tú no sabes lo que es querer un lugar y tener que dejarlo.

Me lo dijo muy seria, volviéndose hacia mí. Casi no había nubes. El cielo de metal

caía suave, transparente, sobre la bahía. Unos niños se acercaron. Corrían detrás de

otro niño, pequeñito, que le había quitado la carpeta a alguno de ellos. La miré.

Acaricié su pelo largo. Mis ojos buscaron otra vez la bahía, allá abajo, el movimiento

de punticos que se hacían difusos con el resplandor, y aquí arriba los niños que

retozaban en el callejón. Nos llegaba una música que siempre se escucha desde

algún balcón abierto. Desde el puerto escapó como un relámpago la sirena de un

barco. Entonces la besé, furiosamente, como se besa a alguien que se quiere y que

se sabe que no va a besarse más.



Me escribirás desde Madrid y me dirás que el frío no te impide oler las flores de El

Retiro, ni saborear las fabadas de El Greco, ni admirar con tus nuevos amigos la

majestuosidad de El Escorial. Y cuando el frío sea algún recuerdo perpetuado en

fotos, te irás a las piscinas de los pobres a ponerte la piel como si te la hubiera

calentado el sol de Siboney. Para entonces ya no soñarás con el Puerto Boniato

o Punta Gorda o Juraguá. El Morro no será una vista fija en algún proyector que te

compres. La Granjita saltará en tu memoria cuando te escriba alguna amiga de

luna de miel. Y las calles de Santiago no serán capaces de sacarte ni un solo

sollozo. Qué guapa lucirás entonces, posando para una nueva foto, con tu gorrito

y tu sonrisa abriéndose en la Puerta de Alcalá, y con un gramo de nostalgia que

salió de tus ojos cuando te acercabas al Mediterráneo por primera vez, a punto

de brotar de tus entrañas convertido en risa. Qué guapa lucirás en la semana

santa de Sevilla, con diez mil velas encendidas quemando la noche de la fiesta

brava, en la Alhambra de las cuerdas morunas, con el colorido andaluz que verás

como un mito, en los piropos que se llevan las españolitas que pasean su gracia

morena en las verbenas de Valencia, de Jaén, de La Coruña, con el vinillo de Jerez

y la viuda de Wenceslao Monerris y los turrones de almendra de Jijona y los litros de

aceite de oliva, calidad suprema. Qué guapa y qué joven... ¡y qué sola! lucirás

en España...



Pero la vida la tiene todavía. No ha perdido su olor ni su color ni su sabor a carnaval

con chivo y con cerveza fría y el vapor de la conga y la corneta china arrollando en

la anchura de Trocha. En cada prenda que dejó se palpa alguna instancia suya y

en cada lugar donde ella estuvo alguien se acuerda de sus ojos. Repaso sus

imágenes, porque ahora me doy cuenta de que la nostalgia se puede someter y

que ya pronto ella será un recuerdo, un recuerdo que siempre llegará hasta mí

como una gota de ternura. Pero sólo eso.



Augusto Lázaro

Santiago de Cuba, 1969

www.facebook.com/augusto.delatorrecasas