domingo, 26 de mayo de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 19

Al principio me enviaban invitaciones para las actividades litetarias. Había hecho

contactos con algunas de las llamadas personalidades de las letras a las que pude

visitar en sus editoriales o en sus centros de trabajo, y que se dignaron en recibirme,

cosa que ocurrió con muy pocas por cierto (siempre me ponían alguna excusa) y

sobre todo con aquellas que se encargaban de organizar eventos literarios que me

interesaban. De ahí que algunas me incluyeran en sus listas de invitados a sus actos.

Lenta pero firmemente comenzaron a espaciarse esas invitaciones. Mi apartado se

fue quedando hueco (había alquilado uno por las mudanzas que no me permitían

contar con una dirección estable), hasta que con el tiempo dejaron de llegarme, y

si te he invitado alguna vez se me ha olvidado, hermano. Perdona el poco caso,

Toribio. Y motivos tenían: poco a poco fui dejando de asistir a sus eventos donde se

acostumbraba a elevar a la categoría de "uno de los tres mejores" a cada poeta,

narrador o ensayista que acudía como figura estelar del ágape. Durante ese largo

período de relaciones amistosas recibí montones de tarjetas, postales, programas,

catálogos, citas, cartas amables, telefonemas, etc. ¡Todo muy bonito! Yo para hacer

público, para ocupar una silla, para aplaudir a los autores conocidos que con esas

actividades se volverían más conocidos aún, y ¿para qué si no yo allí entre el grupo

agrupado que se quedaba con la boca abierta ante cada genialidad otorgada al

público presente? Pues me dije: está bueno ya, verracoide, ni una más, al carajo la

vela, y se acabaron mis visitas vespertinas (todas las actividades eran en horas de la

tarde/noche), y como era de esperar, después de hacer el tonto batidor de palmas

durante un tiempo moderado, me planté frente al espejo y me dije lo que me dije,

porque no podía decírselo a quienes tendría que habérselo dicho, pero que no los

tenía delante en el momento de la decisión ausentista, y además pregunté al aire

que era el único que podía oírme que por qué no me invitaban a ofrecer un recital

de poemas, o de cuentos o de cualquier cosa, o a dar a conocer un fragmento de

mi última novela inédita (como todas las demás), o una charla, o lo que sea sonará.

Pero mi otra cara dentro del espejo de Alicia no me respondió ni hostia. Ni siquiera

sonrió. Sólo una mueca híbrida de resignación/conformidad y nada más. Así que

desde entonces heme aquí en mi tugurio, envuelto en libros, folletos, revistas,

separatas, suplementos, tabloides, hojas de papel escritas, hojas de papel en blanco

sin el negro sobre ellas, mis cosas, mis artículos, mis equipos, mis... y encuevado como

un oso en invierno, a pesar de los reclamos de Manuel para que salga a coger sol:

"hombre, te vas a poner como la cal, venga, vamos a almorzar este sábado, te voy

a llevar un restaurán donde se come que da gusto, ya verás", porque el Manu pasó

por la capital en asuntos de su asunto, y cuando me llamó y me negué me soltó la

algarabía. Claro que en ese restaurán se comía a gusto porque él pagaba a gusto,

lo que yo nunca podía reciprocarle a disgusto por no tener ni para un billete de ida

en el Metro. Cuestión, que el hombre y yo charlamos mientras deglutíamos a gusto

sobre mis intentos baldíos de colocar alguna obrita en el mercado literario sin

ningún resultado positivo a la fecha. "Es que la literatura se ha convertido en una

especie de negocio y el libro ya no es una obra de arte sino una mercancía que se

vende y si no se está seguro de que se va a vender, ningún editor se arriesga y con

alguien que sólo conocen donde vive, mucho menos", me soltó sin respirar... Y

luego dicen que las mujeres son las parlanchinas. "Es que no has tenido suerte", me

decía Ana, insistiendo en que yo insistiera en mis empeños. "Si Carlos Alberto te

echara una mano", me insinuaba Javier. Pero ambos inclusive ignoraban que para

publicar una obrita tendría que contar con un padrino como Vito Corleone , si no,

despídete del cijú platanero.

--¿De verdad que has visitado todas las editoriales? No me lo creo.

--Primero intenté entrevistarme, yo que soy el hombre de las mil entrevistas funcionarias

y asistenciales, con agentes literarias. La primera no me recibió y una de sus secres me

devolvió el libro diciéndome que no tenía noticias demasiado buenas. La segunda se

negó a quedarse con el libro y por vía y boca de su consejera se excusó con que

tenía exceso de presentaciones. La tercera no era de la capital, le envié por correo

una novela y me la devolvieron de su agencia sin siquiera leer el título (porque en la

carta habían errado una palabra). No hubo una cuarta porque desistí a buen tiempo

de ahorrarme un diazepán.

--Vaya faena la tuya.

--Pues sí. Entonces me di a visitar editoriales. Y por lo menos las de esta ciudad las

visité toditas. En algunas me atendió uno de los redactores, en otra una de las secres,

en las más no me atendió más que el portero físico, “me dicen de arriba que deje el

paquete aquí abajo” y así. Con las de fuera tuve igual destino: me devolvían los

originales con una cartica de excusa, al parecer impresa para todos con el mismo texto,

variando sólo el nombre y la despedida a bolígrafo y firma. Nada, querubín, ni un

renglón de aliento y mucho menos de esperanza.

--No sabía que habías tocado en tantas puertas, querido. Lo siento de veras.

--Es igual. Ya todo me da igual, porque lo más importante para mí, más incluso que la

propia comida, es, o era la literatura, y si aquí no puedo publicar ni una esquela

mortuoria, pues... mejor abandonar como un ajedrecista serio antes de que le den el

jaque mate.

--¿Eso quiere decir que no vas a seguir escribiendo?

--No exactamente. Yo escribo diariamente por costumbre, por hábito, porque quizás

no puedo vivir sin escribir, sólo que ya no haré ninguna gestión más por publicar mis

obras. Y ahora que tocamos el asunto, cuando muera te las dejaré para que hagas

con ellas lo que se te ocurra. Muchos escritores han tenido éxito post mortem, tal vez

yo sea uno de ellos si tú te encargas de eso cuando yo haya pasado a mejor vida.

--No empieces con tus bobadas. Y no tienes que dejarme nada, porque tú no te vas

a morir todavía. Anda, hombre, mejora esa cara.

--Así me dice mi amigo Manuel: ánimo, hombre, mejora esa cara. Lo has copiado.

--Ya basta de lamentos. Piensa cuántos habrá como tú que no pueden publicar ni

un telegrama.

--Oye, refranista, hay uno que dice que el mal de muchos es consuelo de tontos. A mí

no me interesa el mal que tengan muchos, con el mío ya tengo para entretenerme, y

de imbécil sólo tengo pelos rubios, o sea, ningunito, queridita.

El problema es que en este país hay una especie de slogan (para seguir la corriente de

decirlo casi todo en inglés) que dice más o menos que para darte a conocer tienes que

publicar, pero para publicar tienes que ser un conocido. Hay que joderse. ¿Cómo se

dieron a conocer esos que hoy son conocidos y publican cuanta mierda se les ocurra?

¡Ah, Ursulina!, la pregunta del quid. Además, aquí en esta tierra oportuna y promisoria

reinan tres nadies: nadie contesta, nadie recibe, nadie ayuda. Chúparte esa, nenúfar. Y

que venga Ana a darme ánimo y que venga Leila a darme una esperanza y que venga

Marcelo a darme una palmada en el hombro y a decirme macho, estamos jodidos, pero

lo peor es que mañana vamos a estar más jodidos que hoy y con esas palabras de

aliento me entusiasme para participar en el certamen EL IDIOTA DEL AÑO que se celebra

religiosamente (¡) con más de cinco mil apuntados. ¡Ah, Catana! Y así las cosillas sigo

acumulando folios narrativos para que las gavetas sacien su hambre de papel arrugado

y cucarachas mientras, recordando a Gardel, “el mundo sigue andando” y yo sigo

escribiendo, porque la tontería me viene de muy lejos y a estas alturas es casi imposible

de quitarse de encima y de adentro.

--Pues no sé qué decirte, querido. Debes sentirte tremendamente frustrado.

--No recuerdo quién fue el sabio que dijo que la frustración consiste en la diferencia que

existe entre lo que uno espera de la sociedad y lo que realmente recibe de ella o algo

así.

--Sí, es cierto eso. Pero mira, no para consolarte, no me interpretes mal, pero yo, cuando

era niña allá en mi país, soñaba con ser bailarina... no te rías... incluso me presenté a una

oposición para el ingreso en una academia famosa de Kiev, y quedé entre las primeras...

la profesora que me examinó me dijo que yo contaba con un cuerpo favorable y unos

pies divinos... no te rías, por favor... pero...

--¿Pero? Eso nunca falta. Dime qué pasó con tu cuerpo y tus pies.

--No pasó nada. Sólo que mi padre era opuesto al régimen y ya tú sabes... bueno, eso

tú lo has vivido en tu país, así que no tengo que explicarte nada más.

--Selene... cada vez que te oigo me convenzo más.

--No empieces con tus cosas, que no es el momento.

--Para cortejarte siempre es el momento.

--Y para mandarte a paseo también. A propósito, ¿has visto esa obra teatral que tanto

han anunciado? Esa que está haciendo furor.

--Si está haciendo furor no ha de ser muy buena, porque el público de aquí sólo consume

porquerías escénicas, lo mismo en la tele que en el cine que en el teatro. No me imagino

un lleno total con una obra de Beckett, por ejemplo.

--Estás equivocado. Estás menospreciando a este público, sobre todo en el teatro.

--Quizás. Juzgo por lo que veo y oigo, que es suficiente. Por lo demás, sólo he ido al

teatro en cuatro ocasiones: una, invitado por mi amiga Leila, y las otras tres por

ofertas de entrada de una de esas revistas de ocio. ¿Qué te parece, bonita?

--Y entonces ¿cómo sabes lo que el público prefiere?

--Pues porque en las cuatro ocasiones que fui, la única en que estaba lleno era una

comedia de mal gusto que por no rechazar la invitación de Leila tuve que dispararme.

Las otras tres escogidas por mí según la revistilla eran obras muy buenas, y según mis

conocimientos sobre el arte dramático, que no creo que sean muy superficiales, y en

las tres ocasiones el respetable no pasaba de treinta o cuarenta espectadores.

--Vaya, hombre, ¿y por qué no vamos a ver esa de que te hablo y así refrendas tu

teoría, o la cambias, según la sala esté medio llena o medio vacía, como la botella

de los socialistas, que después te contaré la anécdota.

--Está bien, querida mía, está muy bien, iremos a ver esa obra maestra que está

haciendo furor. Quizás me enfurezca con ella, o contigo por llevarme, o conmigo

mismo por dejarme convencer. Pero a las actividades literarias nunca más, como el

cuervo de Poe. ¿Para envidiar a quienes tocan la gloria, la fama, la fortuna? Porque

¿sabes, rubiña?, yo he pasado por las siete candelas y he experimentado los siete

pecados capitales, aunque no he podido sacarle pasta a ninguno de ellos, como

han podido otros tantos.

--Desconocía esa arista de tu personalidad. Pero dime: ¿cuál es tu pecado favorito?

Aunque ya me imagino la respuesta.

--La respuesta te la daré cuando salgamos del teatro esta noche...

Augusto Lázaro




(continuará)



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