domingo, 31 de julio de 2016

LEER SU DIARIO

LEER SU DIARIO


Todo lo que yo quería era leer su diario. Por lo menos eso era todo lo que yo quería

la primera vez que se lo dije.

--No, chico, tú eres muy curioso y a mí me molesta tu curiosidad.

Eran unos apuntes que ella había escrito durante un viaje al valle de Jibacoa donde

se había celebrado un encuentro-debate nacional de talleres literarios. Yo no pude

ir. De que los había escrito me enteré mucho después, porque cuando ella regresó

no me lo dijo.

--¿Y cómo la pasaste en Jibacoa?

--Bueno, quitando el frío, la colchoneta y los mosquitos, todo lo demás de maravilla.

La había conocido en Holguín una mañana y es raro, porque este tipo de

muchachas suele conocerse por las tardes. Me pareció algo tonta y un poco

pedante en el primer golpe de vista. Conversamos un rato y su presencia fue

disipando la imagen negativa hasta llegar al punto de sentirme muy bien junto a

ella. De eso hace ya más de cinco años.

--Nos vemos poco, Narda, qué lástima.

--Nos vemos poco porque tú sabes que yo vivo en Becas, que de allí no es fácil bajar

a la ciudad, que tengo que estudiar muchísimo y...

--Sí, ya: etcétera.

--Sí, chico, etcétera, y no me llames más Narda, que ese no es mi nombre, te lo he

dicho mil veces.

Era deliciosa. Sobre todo cuando se ponía furiosa y hacía una mueca con los labios

entre puchero de bebé y toque de flauta. Entonces me recordaba a una actriz

francesa de los años cincuenta, muy fea y muy graciosa, de la que como era de

esperarse me enamoré desaforadamente y con la que soñaba recorrer infinidad de

lugares solitarios, de parques y de playas, desde la no tan inocente intimidad de mi

luneta. Una tarde (esta vez tenía que ser una tarde) me la encontré en la calle. A

Narda, no a la actriz. En la calle no, en una tienda de ropas, lugar poco propicio

para semejante encuentro.

--¿Qué haces aquí? No me digas que estás en la cola de la pintura de uñas.

--No, pero necesito un bolígrafo y están vendiendo. Supongo que sabes que se me

pierden a menudo.

--Olvídate del bolígrafo. Mañana mismo te regalo uno rojo, es el color que más te

gusta, ¿no?

--Sí, lo es. ¿Y ahora qué?

--Pues ahora nos metemos en el aire acondicionado del Rialto, hoy hay cinemateca.

¿Qué te parece?

No sé lo que le pareció. Ese era el problema que yo tenía con ella, que nunca sabía

lo que le parecían mis palabras. De todos modos nos metimos en el cine. Claro que

ese día lo único que hicimos fue ver una película de esas que lo mantienen a uno

pegado al asiento. Y después conversar, naturalmente.

--Pues insisto en que me prestes tu famoso diario.

--Ni es famoso, porque nadie lo ha leído, ni te lo voy a prestar.

--Es que me dan cosquillas en los ojos de querer leer lo que escribiste.

--Eres persistente, además de curioso.

--Y tú eres como las losetas del baño de mi casa: dura, seca y fría.

Se puso seria y me miró fijamente.

--¿De verdad tú crees que soy seca y fría?

No, de verdad no lo creía, pero se lo dije para ver si la ablandaba. Por eso le apreté

la nariz, me sonreí, y alcé la mano cuando se alejó. No se volvió una sola vez.

Todavía le decía adiós cuando su silueta se dispersó en mis ojos. Pero la noche la

traía de nuevo, intermitente, en la acumulación de luz de las bombillas que se

encendían en el parque mientras el viento que los santiagueros llaman frío me

regaba el pelo y unos gorriones que bajaban del atrio de la catedral se ponían a

escarbar las yerbitas buscando chucherías para sus pichones y de pronto me siento

en un banco con el diario en las manos para leerlo casi en alta voz con el egoísmo

natural de que al fin ya lo tengo yo solo y de que nadie puede interrumpirme ese

disfrute y leo noviembre 16, en el tren, está muy frío el aire, casi tiemblo, Rodolfo ha

sacado su guitarra y nos hemos agrupado para oírlo, la ferromoza nos pregunta

si celebramos algo, Rodolfo le canta algo a la muchacha, seguro que lo está

improvisando, ¿estarán los demás tan nerviosos como yo esperando los debates?

y paso las hojas sin apartar la vista, buscando, porque sé que ahí tiene que estar,

escrito por su mano, hasta que una gota mágica refresca mi piel y me recrea, pero

lo real maravilloso de este viaje se enmascara en una tristeza muy limpia, porque

no está él, no sé qué me pasa, pero lo extraño, ahora mismo necesito tenerlo

delante, decirle todas estas cosas que no me atrevo a decírselas a nadie más, ¿por

qué no habrá venido? y la verdad se escapa de este cuaderno que por ser

indiscreto me regala el bienestar tanto tiempo anhelado y el viento me despeina

otra vez y el ruido choca con mis tímpanos haciéndome alzar la cabeza y mirar

las bombillas y más allá los niños correteando y mucho más allá los ómnibus

cargando puñados de gente que regresa a sus hogares y quiero oler el diario

para no despegarme ya más de su olor de mujer pero en mis manos sólo tengo

una caja de fósforos y me veo de pie en el mismo lugar en que me quedé

mirándola cuando se alejaba con la misma incertidumbre y la misma alegría

postergada para quién sabe cuándo... No la vi más en toda la semana, pero

tracé mi plan. La llamé por teléfono y le pedí que bajara a la ciudad para

encontrarnos. Cuando la tuve frente a mí se me salieron unas palabritas dulzonas

que la hicieron reír. Después del beso en la mejilla y la mano en el pelo demasiado

corto para otros juegos, nos fuimos a tomar chocolate.

--¿Así que decididamente no me lo vas a enseñar?

--Decididamente no.

--Vamos a hacer una apuesta.

--¿También eres apostador? Creía que sólo te gustaba el ajedrez.

--Además de ti y del ajedrez tengo otros gustos.

--Pide el chocolate.

--Pues mira: hasta el último día del año yo intentaré lograr que me prestes el dichoso

diario. Si lo consigo, me pagas un almuerzo. Si no, te lo pago yo a ti. En el lugar que

escoja el ganador. ¿De acuerdo?

--De acuerdo, pero vas a perder.

--¿Sabes una cosa? Cuando te sonríes me parece que oigo una música suave,

lejana...

--Pide el chocllate, anda.

El plan consistía en escribir un cuento que tratara el asunto del susodicho diario,

adornándolo con artificios, invenciones, deseos, y enseñárselo para ver si con eso

se ablandaba y claro, con protestas, me dejaba ver el cuadernillo. Pero ya no era

eso sólamente lo que me interesaba. Todos los días quería verla, conversar con

ella, hacerla sonreír, mirar su cara de gorrión y llevar mi saludo más allá de sus

mejillas. Traté de hacer el cuento de manera que al leerlo no pudiera objetarme,

que su imaginación encontrara en la mía, en las palabras mecanografiadas, la

imagen que yo me formaba de ella. Me dediqué a la empresa durante quince

largos días, rompiendo cuartillas, revisando frases, pesando con cuidado cada cosa,

evitando lugares comunes cuando releía, a media noche, en la siempre cómplice

soledad de mi cuarto. Hasta que llegó el día en que decidí enseñárselo. Salí a la

calle, a buscarla. En las manos llevaba lo que podía ser mi triunfo. O tal vez mi

sueño...

--Mira: lee esto.

--¿Qué es?

--Un cuento que escribí para ti.

--¿Para mí?

No dijo nada más. Nos sentamos en un muro al fondo de una escuela vieja. Leyó

atentamente las páginas. Por momentos me miraba, a veces sonriéndose, a veces

muy seria y una vez yo diría que triste. Al terminar sólo me dijo:

--Espérame mañana a las ocho, aqui mismo. No dejes de venir.

Las ocho demoraron demasiado. Mi impaciencia se convirtió en sudor de manos

frías, tazas de café, cigarrillos y mordidas en las uñas. Pero al fin llegó la hora. Y llegó

ella. Traía un vestido largo, como de fiesta grande. Esta vez ni la toqué siquiera.

--Invítame a bailar, a algún lugar bonito.

Me lo dijo como si me dijera buenas noches.

--¿A dónde quieres ir?

--A cualquier lugar. Esta noche quiero divertirme.

Y esa noche comimos como dos muertos de hambre, conversamos de cosas

insignificantes, bailamos por primera vez mientras yo miraba su cartera y la idea del

diario se iba diluyendo lentamente. La dulce sensación de su cuerpo apretado

contra el mío pudo más y poco a poco esa idea antes central se fue inclinando a

los momentos que estábamos viviendo así, sin proponérnoslos, dejando que todo

lo demás alborotara alrededor sin importarnos otra cosa que prolongar en lo posible

aquellas horas tan fugaces de nuestra intimidad. A punto ya de separarnos, de

madrugada, en la ciudad, sacó de su cartera el olvidado diario.

--Toma, para que rasques tus cosquillas. Te debo un almuerzo.

Y nada más que un beso que rozó sus labios porque quise esta vez desviarlo, y verla

caminar a oscuras, llegar a la esquina y volverse con la mano alzada para decirme

hasta mañana como quien dice qué bien la hemos pasado o como quien quizás

espera repetir esas horas dejadas en una oscuridad muy semejante, en la que ahora

ella se perdía una vez más con rumbo a casa de una amiga donde pasar el resto de

la noche... Ya en mi cuarto releí el cuaderno, porque lo había leído en plena calle,

buscando las palabras que tenían que estar en sus páginas, que me dirían que era

verdad tanta ilusión. Pero en el diario, forrado con percalina roja, pequeño como

sus manos que apenas horas antes habían tocado mi piel, no había nada que se

refiriera a mi ausencia de aquel viaje. Ni una sola mención, ni una añoranza, ni una

gota de tristeza por no tenerme allí con ella. Al día siguiente me la encontré al llegar

a mi trabajo, esperándome. Sus ojeras denunciaban una noche de mal sueño. Tenía

en sus manos unos libros. Se levantó para acercarse a mí con su sonrisa plena, más

brillante aún que la noche anterior. Acarició mi pelo suavemente, se me quedó

mirando muy tranquila, y me dijo:

--¿Vamos a tomar chocolate?

Augusto Lázaro


Santiago de Cuba, en los 70...

 


(publicado en Cuba por la revista Muchacha)




   

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