Doy
tres golpes en la puerta y espero. El viento mueve el único bombillo encendido
en
la esquina del frente. El chirrido de la verja de hierro me hace recordar un
cierto
poema
que comienza cuando se abre la reja de tu jardín, Marta mía. ¿Mía? Todas
las
palabras posesivas andan conmigo hoy. Ahora especialmente. Antes de abrir
oigo
su voz que dice ¿quién?, pero no espera mi respuesta y abre. Me doy cuenta
de
que es un poco tarde y de que el viejo debe estar soñando con la plaza de toros
de
Sevilla. Ella lleva puesto un pulóver malva, el color del luto en la semana
santa,
según me dijo el viejo un día. ¿Irónica? El caso es que ella está preciosa o...
no
sé, es que nunca he podido definirla como yo quisiera. Detrás de su pulóver se
ve
todo el pasillo hasta el fondo de la casa. Es una casa kilométrica. Cuando
cierra
la
puerta me mira y me dice:
--Ahora
los vecinos se van a creer que vienes a acostarte conmigo.
¡Los
vecinos! ¡Qué frase! La noche duerme demasiado plácida para que alguno se
levante,
Pero ella... Mis ojos se prenden de su pulóver malva hasta que nos
acomodamos
en un espacio reducido al fondo de la casa. Ella está haciendo unos
pinceles
para sus niños, según me dice.
--Sí,
ahora tengo un grupito de niños a mi cargo, de aquí del vecindario. Les enseño
a
pintar y a muchas cosas. Me entretengo con ellos cantidad.
La
miro. Ella sigue trabajando sus pinceles y me mira algunas veces. Pero yo la
miro
siempre.
Se rasca. Mis ojos siguen todo el movimiento de sus manos. Sus manos se
escapan
de cualquier descripción literaria. Toman la cuchilla de afeitar y sacan
astillas
de la madera blanda. Sus dedos juegan con el mechón de pelo que está
sobre
la mesa y ponen un pedazo en la punta afilada de cada pincel. Después los
pega.
Se dedica a todo lo que hace con verdadero amor. Cuando termina el
último
pincel me trae un libro viejo sobre astronomía que acaba de encontrar no sé
dónde
y me lee algún párrafo, muy entusiasmada. Me contagio cuando leo varios.
--Es
un sinvergüenza -le digo del autor del libro.
--No,
qué va, si este libro...
--Quiero
decir: es un poeta.
--¡Ah!
-sonríe-, porque es que está escrito todo así, como si fuera una leyenda. Es
que
parece
una leyenda, por eso me gusta. Me atrapó desde que comencé a leerlo.
--¿Así
que a ti te pueden atrapar?
Nos
reímos. Sí, porque a ella todo hay que pedírselo. Al menos yo. Dentro de la
casa
parece
que se está muy lejos de todo cuanto nos rodea. A veces el silencio se hace
insoportable.
Demasiado espacio para dos personas. Le hablo de mi novela y de
uno
de sus personajes secundarios muy interesanres: una anciana paralítica, tía de
la
protagonista. Me dice que ella conoció a una anciana parecida y me la describe
y
ojalá hubiera traído mi grabadora. Pero confío en mi memoria. Entonces se me
ocurre
ponerle un toque de misterio a la visita.
--Ven
acá y dime una cosa: a que no adivinas dónde está encerrada esa anciana
paralítica.
Pronuncia
mi nombre, abre los ojos y me mira muy seria. Seca los pinceles y casi me
arrepiento
de la broma, pero confío en su entereza y a los pocos minutos el asunto
declina.
Me levanto, porque cuando se lo pido me dice que hoy no tiene café, y
fumarme
un cigarro así en seco nunca ha sido mi costumbre.
--¡Qué
calor! -le digo, sacudiéndome la camisa.
Sus
ojos brillan. Se levanta, corre a la ventana y la abre.
--¿Cómo
no se me había ocurrido antes? Ahora los vecinos van a pensar que tú te
has
acostado conmigo.
Otra
vez la niña. ¿Cómo es posible que le importen tanto los vecinos? Le doy un
halón
de pelo y me voy hasta el cuarto de desahogo a registrar las cosas tiradas
unas
encima de otras. Por casualidad descubro que en un clóset hay un espacio
hueco
encartonado. Doy varios golpes y ella viene enseguida y me pregunta qué
estoy
haciendo. Cuando le comunico mi descubrimiento se pone muy nerviosa,
se
mete en el clóset y comienza a golpear el cartón para romperlo. Halo sus brazos
y
la convenzo de que deje eso para mañana. Volvemos a la sala. Volvemos a
sentarnos.
Volvemos a conversar como antes. Trato de penetrar sus ojos y de saber
qué
piensa. Creo que la quiero bastante y se lo digo, pero no le digo cómo es que
la
quiero. No se lo digo porque yo mismo no lo sé. Con ella todo siempre resulta
indefinible.
Pero todo atrae. Seguimos con la astronomía y yo le digo que cuando
nació
Napoleón el sol no estaba en Leo como creen los astrólogos. Me dice que
los
astrólogos, para sus predicciones, siempre han tenido en cuenta todas esas
diferencias
de tiempo y espacio. ¡Ja! Realmente es deliciosa. ¿Cómo podría yo
descubrir
sus posibilidades de delicia? Me dan ganas de darle un cocotazo. Me dan
ganas
de restregarle en la boca la ternura posible.
--Te
queda bien el malva -le digo, cuando en mi reloj ya pasan de las doce y la
noche
se empeña en seguir con nosotros.
--Me
gusta ese color, aunque no tengo mucha ropa así.
--Ese
color te da un toque de misterio... pero te hace más bella.
Y
es verdad. Por lo menos para mí es verdad. A ella no le miento, aunque tal vez
en
la mentira haya más atractivo. Pero esta noche la verdad me llena, de sueños
y
de imágenes. ¿Estoy filosofando? No, con ella no. Con ella la poesía.
--Me
voy. Acompáñame a la puerta, no vaya a ser cosa que tu abuelo se despierte
y
me dé un bastonazo.
Se
ríe. Quisiera ver su cara siempre en risa. Cuando se ríe parece más ingenua,
más
tímida,
más niña. Me voy en realidad. En el portal hay un pedazo de muñeca rota,
una
pierna. Qué raro. Al llegar no lo vi. También hay dos balances blancos ya casi
destartalados
y me pareció ver uno solo. ¿Qué me pasa? Aunque no me extraña,
con
ella siempre están apareciendo cosas. Recojo el pedacito de muñeca y se lo
tiro
y se pierde en el pasillo detrás de su pulóver malva. ¿Tendrá miedo? Ojalá que
duerma
bien. La miro con todo el cariño que se puede ofrecer con los ojos. Entonces
se
acerca y me dice:
--Vete
pronto, los vecinos se van a imaginar que te has acostado conmigo.
La
miro con deseos de decirle me cago en los vecinos... pero no en ti, me vaciaría
en
ti, me encontraría quizás... Y no la miro más. Cruzo la calle y el aire suaviza
mi
piel.
Es más de media noche. Vista Alegre duerme demasiado tranquila. ¡Ah, sí!
¡Los
vecinos! Quisiera ver alguno. Siento deseos de fumar y entonces veo sus ojos,
sus
ojos en el pulóver malva, en los pinceles, en sus manos, en las paredes blancas
de
su enorme casa, en el mechón de pelo negro, en la verja de hierro... sus ojos,
siempre
tristes y solos, que me sacan eso tan cercano al amor, eso que puede
sentirse
por una muchacha que nos dice que los vecinos se van a creer, van a
pensar,
se van a imaginar que nosotros...
Augusto Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
No hay comentarios:
Publicar un comentario