Cuando
la enfermera se alejó de mí, sentí que algo me estaba apretando por
dentro.
Mayra continuaba en su poceso y el hombre vendado se había ido y yo no
volvería
a verlo, porque lo único que conocía de él era su voz. Me puse nerviosa y
salí
del maldito hospital maldiciendo otra vez mi destino. Y no volví más. Pasaron
unas
cuantas semanas sin saber de Mayra, no me atrevía a llamar por temor a que
me
informaran lo que yo no quería saber. Una noche, en el mismo momento en que
yo
abría la puerta para ir a la escuela me topé con Miguelito, que ya alzaba su
mano
para tocar. Estaba sofocado y traía cara de malas noticias. Entramos y me
soltó
sin preámbulos que Mayra se estaba muriendo, que su enfermedad era algo
misterioso,
y que la habían dejado salir del hospital porque ella repetía a gritos que
no
la dejaran morir allí y los médicos ya habían perdido la esperanza. Miguelito
me
contó
que le habían puesto un plan hacía algún tiempo, un plan intensivo quizás
para
aliviarle los dolores, y que Mayra debía ir ahora al hospital todos los días
pero
que
él estaba seguro de que no iba a ir. ¿Y dónde está, Miguelito? Ah, se fue para
el
monte,
dice que tiene familia por allá por San Luis. ¿Que tiene familia? ¿Y cómo no
vinieron
a verla cuando ella estaba ingresada? ¿Y a mí me lo vas a preguntar? Yo y
Miguelito
bajamos la avenida Garzón con Mayra en la cabeza, con sus cosas, con
su
enfermedad. A mí se me había echado a perder la noche, porque a pesar de
sus
locuras yo quería a Mayra, ella fue la única amiga que tuve en los días
difíciles,
cuando
mis padres se fueron del país y me dejaron sola. Y fue una amiga de verdad
que
nunca me falló, aunque yo le había fallado cuando me llevó a Manolito a la
casa.
Pero no podía imaginarme que la noche me reservara otra sorpresa, y antes
de
separarnos, Miguelito me la dio. ¿Sabes que me llegó el telegrama? Tuve que
llenarme
de valor para no echarme a llorar en plena calle, atravesando el parque
de
la Plaza Dolores, donde Miguelito me soltó aquella bomba con los ojos mojados.
Dos
pájaros de un tiro en la misma noche. Quise sonreírme y me puse a toser, pero
la
tos se me quitó enseguida como por arte de magia y pude respirar sin aplicarme
el
dichoso aparatico que me había enviado mi mamá del Norte, que se había
convertido
ya en mi compañero inseparable. Entramos en La Isabelica y nos
tomamos
dos cafés en silencio. Le pregunté cuándo se iba y nada más. Bajamos
hasta
el Museo Bacardí y allí nos separamos lloriqueando los dos. Entré en la escuela
con
una cara de velorio que no podía disimular. Ni siquiera oí lo que dijeron los
profesores
en el aula. Cuando sonó el timbre de las once me quedé en mi pupitre,
abstraída,
hasta que el profesor me trajo al mundo real. Tania, ¿qué te pasa? Eh, ¿te
sientes
bien? Entonces yo pensé que ya todo se había perdido... Fui a despedir a
Miguelito
una tarde que caía un aguacero estrepitoso. Queríamos decirnos tantas
cosas
que apenas pronunciamos palabras, tonterías sin ton ni son, tratando de
eludir
lo ineludible. Una aeromoza lo llevó hasta el avión con una sombrilla azul,
blanca
y roja, los colores de la bandera, que usan los aviones de Cubana. Los
detalles
se graban mejor en los peores momentos. Cuando el avión se me perdió
de
vista me quedé en la terraza, pensando en Miguelito. Dentro de hora y media
estaría
en La Habana y dentro de unos días Dios sabía dónde. Me quedé un rato
más
dejando que la lluvia, ahora no tan fuerte, me cayera encima, mirando el cielo
que
cada vez se oscurecía más. Pasadas las cinco ya era casi de noche. Caminé
un
rato por los alrededores del aeropuerto. Qué sola puede estarse a veces entre
tanta
gente. Yo miraba las caras que corrían a los taxis, a los pocos ómnibus que
llegaban
a esa hora, a los autos de amigos o de familiares que venían a recoger,
a
esperar o a despedir. Qué sería de mí si algún día yo me perdiera de vista en
el
aire
sin ningún par de ojos que me buscaran en las nubes. Y al llegar a algún
lugar
extraño quizás no tuviera a mi mamá esperándome porque... y me horroricé
imaginándome
que mi mamá pudiera haberse muerto y entonces qué me haría
yo
en aquel país extraño sin ninguna mano amiga y protectora. Por primera vez
imaginé
la muerte de mi mamá y se me erizaron los pelos en todo el cuerpo. Seguí
dando
tumbos, caminando sin parar sin saber a dónde ir, dejando que la lluvia me
empapara.
Regresé a la ciudad. Así como estaba me metí en un cine para ver si
lograba
distraerme y olvidar, en lugar de encerrarme en mi casa a atormentarme
más.
Dentro del cine seguía tiritando. Las imágenes de la pantalla pasaban por mis
ojos
sin entrar en mi cerebro. Así estuve un buen rato, hasta que salí, y caminé por
el
centro hasta cansarme. Por fin regresé a mi casa aguantando los deseos de
llorar,
pero tan pronto cerré la puerta me tiré en la cama y me puse a llorar con un
desespero
incontenible. Una vez más me convencí de lo frágil que seguía siendo.
Pensé
otra vez en Mayra. No tenía noticias suyas y Miguelito era el único que podía
decirme
más o menos cómo localizarla. Al día siguiente no fui a trabajar. Llamé a
Charito
por teléfono a ver si sabía algo, pero en la casa de Marina estaban en las
mismas,
y con esa incertidumbre se me fueron los días, las semanas, quizás los
meses,
porque no me atreví a volver al hospital a ver si allí sabían algo, ni siquiera
a
llamar.
Y en esas me encontraba cuando oí comentar en la oficina que dentro de
apenas
unos días comenzarían los carnavales de Santiago...
(continuará)
Augusto
Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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