La
muchacha del ring,
porque en la Trocha el INDER había puesto un quiosco que
tenía
la forma de un ring de boxeo, y todas las noches yo y el hombre vendado
nos
subíamos a la plataforma a bailar desaforadamente hasta el amanecer. Yo
me
ponía una blusita amarrada a la cintura, con el ombligo al aire y muy abierta
de
escote, que eso se usaba mucho en aquellos carnavales, y siempre bailábamos
en
el ring, pegados a la orquesta escandalosa que alternaba con otra igual de
escandalosa
y a veces bailábamos con los mismos músicos de la orquesta que
estaba
en descanso, estremeciendo la madera de la plataforma. Me divertía sin
pensar
en nada más, porque el hombre vendado me hacía divertirme con su risa,
sus
chistes, su alegría contagiosa que no parecía brotar de alguien como él que
no
podía gozar del amor como cualquiera de nosotros que nos emborrachábamos
como
si la vida fuera una panacea y valiera la pena vivirla a plenitud, aunque
fuera
sólo en los pocos días que duraba la gran fiesta de todos. Pero yo, cada vez
que
miraba al hombre vendado lo veía como lo había visto en el hospital, lleno de
esparadrapos
y con los huequitos en la boca y la nariz, y me parecía que no podía
ser
cierto que yo estuviera allí con él, bailando con su cara limpia de vendajes
que
rozaba
la mía en cada paso y en cada apretón que nos dábamos al son de la
música
ruidosa de la orquesta. Noche por noche, sin descanso, tomando cerveza y
comiendo
chilindrón, agotados pero sonrientes, en la mecánica del carnaval de
Santiago.
Los días de carnaval se dividían en dos
mitades: por la noche y por la
madrugada
a bailar, comer, beber, arrollar con la conga, tirar serpentinas, mirar las
comparsas,
las carrozas, los payasos, presenciar los encuentros, a veces violentos,
entre
las congas de los barrios que se enemistaban en ese tiempo de competencia,
y
que a veces llegaban a la sangre en un encontronazo inevitable, clamando
victorias
estúpidas o superioridades inventadas para dar salida al animal que todos
llevamos
dentro. Este puñetero mundo no quiere soltarme, me dijo una noche,
pasado
de tragos, ya son tres los accidentes, pero mírame aquí, aunque el último
me
haya costado tan caro. Le gustaba la velocidad y sabía que eso iba a matarlo,
pero
es que no puedo sustraerme a esa sensación de peligro excitante, no puedo,
Tania,
lo he intentado y nada. Y todas las noches, hablando un poco de él y otro
poco
de mí, terminábamos con una borrachera madre, haciéndonos cuentos de
relajo,
tropezando con las sogas del ring y con las demás parejas que nos hacían
hueco
para vernos bailar. Una noche me caí de nalgas y fui a parar a la escalera
de
la tarima. Tuvieron que ayudarme a levantar mi cuerpo ya desmadejado, todos
riéndose
conmigo, que en ese momento no sentía gota de dolor. Miraba a todas
partes
y no veía ni hostias, sólo manchas moviéndose y luces parpadeando. Ya me
dolían
el estómago y las mandíbulas de tanto reírme y cantar y gritar y llamar a
todo
el mundo para darle besos y abrazos y parece que por esas cosas me hice
popular.
La muchacha del ring... Si tú no vienes esto no sirve, y pero qué tarde
llegas
hoy,
mi niña, y ya estábamos tristes porque tú no llegabas, y oye, a partir de
mañana
aquí
a las seis en pnto, ¿oíste? Y así. Después de la caída, mi compañero extremó
sus
cuidados conmigo: me sostenía por los brazos, por la cintura, por los hombros,
¿te
duele la cadera?, ¿de verdad quieres seguir bailando allá arriba?, óyeme, ¿no
quieres
ir a descansar un rato?, pero yo me reía y le decía ah, ¿descansar con lo rico
que
está esto?, tú estás loco, hasta que me llamó a contar y me susurró para que
nadie
lo oyera: está bueno ya, ni una sola cerveza más por esta noche, porque yo
sentía
un pajarito picándome la cabeza y todo me bailaba alrededor y se lo dije,
oye
el pajarito, ¿no oyes cómo canta en mi cabeza?, mira cómo dan vueltas los
quioscos
y el ring, vamos, alcánzame una fría, anda, chico, ni una más ni nada, que
si
sigues empinando el codo voy a tener que cargar contigo para el hospital, y esa
sola
palabra tuvo la virtud de ensobriarme de súbito y le hice caso, está bien,
tonto,
ya,
ni una más, hasta dentro de un rato, ay, ay, ay. La otra mitad del día de
carnaval
se
la pasa la gente durmiendo, comen lo que pueden pinchar en las áreas y toman
la
cerveza que pueden coger en la matazón de los quioscos y a dormir se ha dicho,
eso
lo comenté después con Aleida, que nunca va al carnaval, dice que por la tele
se
ve mejor, sin sudar y sin que lo apachurren a uno y lo dejen con la ropa hecha
polvo,
pero eso no viene al caso. Lo que viene al caso es que a mí la alegría me
dura
lo que un grano de maíz en un gallinero. A mitad del carnaval Charito me
avisó
vía Aleida de que Mayra se estaba muriendo, que la habían traído otra vez
al
hospital, que no sabía nada más y que la cosa era en serio. Mi compañero,
cuando
se lo informé al llegar a la Trocha me dijo: si tú quieres vamos los dos a
verla,
pero yo le aclaré que no podíamos entrar a verla y que ya todo era inútil. Nos
quedamos
en la Trocha sin bailar, tomando cervezas y mirando a la gente, y yo con
mi
vaso en la mano y las lágrimas cayéndole a la fría, en plena Trocha. Charito le
había
dicho a Aleida por teléfono que Mayra parecía un esqueleto según le
informaron
en el hospital y que ella no pensaba portarse por allí ni decirle a Marina
nada
sobre Mayra. La imaginación siempre supera a la realidad y a mí me dio por
imaginarme
la cara de Mayra en ese estado y sentí escalofríos. Después, con el
paso
de los meses, de los años quizás, el remordimiento me despedazaría las
entrañas.
Mayra muriéndose en el hospital y yo allí en la Trocha, divirtiéndome con el
hombre
vendado. Me consolaba pensando que mis nervios no hubieran podido
resistir
la agonía de mi tan querida amiga. Qué lástima con esa amiga tuya, me
decía
mi compañero, solidarizándose en lo posible con el dolor que yo no podía ya
disimular...
El tiempo pasó muy lentamente. Mayra no se murió en aquellos días de
carnaval,
el destino le tenía reservada un agonía lenta y angustiosa, como tal vez
me
la tenga reservada a mí. El calor de julio fue borrándose de cada piel sudada
en
el
tumulto de la conga. Terminó el carnaval, las calles de Santiago se quedaron
huérfanas
de vasos de cartón apachurrados junto a los tragantes, de hielo derretido
en
el amanecer buscando las alcantarillas junto a los orines de quienes buscaban
en
la fiesta grande olvidar sus poblemas y distraerse un poco pensando que todavía
les
quedaba una esperanza. De la muchacha del ring sólo quedó un recuerdo,
un
recuerdo
quién sabe si de burla y risa o de buen rato juntos o de compasión o de
amistad.
Un recuerdo que de todas maneras iría desapareciendo poco a poco. Y
del
hombre vendado me quedó la nostalgia. Una nostalgia dulce, agradable,
apacible,
como de sueño viejo...
(continuará)
Augusto Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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