domingo, 24 de enero de 2016

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 53


La muchacha del ring, porque en la Trocha el INDER había puesto un quiosco que

tenía la forma de un ring de boxeo, y todas las noches yo y el hombre vendado

nos subíamos a la plataforma a bailar desaforadamente hasta el amanecer. Yo

me ponía una blusita amarrada a la cintura, con el ombligo al aire y muy abierta

de escote, que eso se usaba mucho en aquellos carnavales, y siempre bailábamos

en el ring, pegados a la orquesta escandalosa que alternaba con otra igual de

escandalosa y a veces bailábamos con los mismos músicos de la orquesta que

estaba en descanso, estremeciendo la madera de la plataforma. Me divertía sin

pensar en nada más, porque el hombre vendado me hacía divertirme con su risa,

sus chistes, su alegría contagiosa que no parecía brotar de alguien como él que

no podía gozar del amor como cualquiera de nosotros que nos emborrachábamos

como si la vida fuera una panacea y valiera la pena vivirla a plenitud, aunque

fuera sólo en los pocos días que duraba la gran fiesta de todos. Pero yo, cada vez

que miraba al hombre vendado lo veía como lo había visto en el hospital, lleno de

esparadrapos y con los huequitos en la boca y la nariz, y me parecía que no podía

ser cierto que yo estuviera allí con él, bailando con su cara limpia de vendajes que

rozaba la mía en cada paso y en cada apretón que nos dábamos al son de la

música ruidosa de la orquesta. Noche por noche, sin descanso, tomando cerveza y

comiendo chilindrón, agotados pero sonrientes, en la mecánica del carnaval de

Santiago. Los  días de carnaval se dividían en dos mitades: por la noche y por la

madrugada a bailar, comer, beber, arrollar con la conga, tirar serpentinas, mirar las

comparsas, las carrozas, los payasos, presenciar los encuentros, a veces violentos,

entre las congas de los barrios que se enemistaban en ese tiempo de competencia,

y que a veces llegaban a la sangre en un encontronazo inevitable, clamando

victorias estúpidas o superioridades inventadas para dar salida al animal que todos

llevamos dentro. Este puñetero mundo no quiere soltarme, me dijo una noche,

pasado de tragos, ya son tres los accidentes, pero mírame aquí, aunque el último

me haya costado tan caro. Le gustaba la velocidad y sabía que eso iba a matarlo,

pero es que no puedo sustraerme a esa sensación de peligro excitante, no puedo,

Tania, lo he intentado y nada. Y todas las noches, hablando un poco de él y otro

poco de mí, terminábamos con una borrachera madre, haciéndonos cuentos de

relajo, tropezando con las sogas del ring y con las demás parejas que nos hacían

hueco para vernos bailar. Una noche me caí de nalgas y fui a parar a la escalera

de la tarima. Tuvieron que ayudarme a levantar mi cuerpo ya desmadejado, todos

riéndose conmigo, que en ese momento no sentía gota de dolor. Miraba a todas

partes y no veía ni hostias, sólo manchas moviéndose y luces parpadeando. Ya me

dolían el estómago y las mandíbulas de tanto reírme y cantar y gritar y llamar a

todo el mundo para darle besos y abrazos y parece que por esas cosas me hice

popular. La muchacha del ring... Si tú no vienes esto no sirve, y pero qué tarde llegas

hoy, mi niña, y ya estábamos tristes porque tú no llegabas, y oye, a partir de mañana

aquí a las seis en pnto, ¿oíste? Y así. Después de la caída, mi compañero extremó

sus cuidados conmigo: me sostenía por los brazos, por la cintura, por los hombros,

¿te duele la cadera?, ¿de verdad quieres seguir bailando allá arriba?, óyeme, ¿no

quieres ir a descansar un rato?, pero yo me reía y le decía ah, ¿descansar con lo rico

que está esto?, tú estás loco, hasta que me llamó a contar y me susurró para que

nadie lo oyera: está bueno ya, ni una sola cerveza más por esta noche, porque yo

sentía un pajarito picándome la cabeza y todo me bailaba alrededor y se lo dije,

oye el pajarito, ¿no oyes cómo canta en mi cabeza?, mira cómo dan vueltas los

quioscos y el ring, vamos, alcánzame una fría, anda, chico, ni una más ni nada, que

si sigues empinando el codo voy a tener que cargar contigo para el hospital, y esa

sola palabra tuvo la virtud de ensobriarme de súbito y le hice caso, está bien, tonto,

ya, ni una más, hasta dentro de un rato, ay, ay, ay. La otra mitad del día de carnaval

se la pasa la gente durmiendo, comen lo que pueden pinchar en las áreas y toman

la cerveza que pueden coger en la matazón de los quioscos y a dormir se ha dicho,

eso lo comenté después con Aleida, que nunca va al carnaval, dice que por la tele

se ve mejor, sin sudar y sin que lo apachurren a uno y lo dejen con la ropa hecha

polvo, pero eso no viene al caso. Lo que viene al caso es que a mí la alegría me

dura lo que un grano de maíz en un gallinero. A mitad del carnaval Charito me

avisó vía Aleida de que Mayra se estaba muriendo, que la habían traído otra vez

al hospital, que no sabía nada más y que la cosa era en serio. Mi compañero,

cuando se lo informé al llegar a la Trocha me dijo: si tú quieres vamos los dos a

verla, pero yo le aclaré que no podíamos entrar a verla y que ya todo era inútil. Nos

quedamos en la Trocha sin bailar, tomando cervezas y mirando a la gente, y yo con

mi vaso en la mano y las lágrimas cayéndole a la fría, en plena Trocha. Charito le

había dicho a Aleida por teléfono que Mayra parecía un esqueleto según le

informaron en el hospital y que ella no pensaba portarse por allí ni decirle a Marina

nada sobre Mayra. La imaginación siempre supera a la realidad y a mí me dio por

imaginarme la cara de Mayra en ese estado y sentí escalofríos. Después, con el

paso de los meses, de los años quizás, el remordimiento me despedazaría las

entrañas. Mayra muriéndose en el hospital y yo allí en la Trocha, divirtiéndome con el

hombre vendado. Me consolaba pensando que mis nervios no hubieran podido

resistir la agonía de mi tan querida amiga. Qué lástima con esa amiga tuya, me

decía mi compañero, solidarizándose en lo posible con el dolor que yo no podía ya

disimular... El tiempo pasó muy lentamente. Mayra no se murió en aquellos días de

carnaval, el destino le tenía reservada un agonía lenta y angustiosa, como tal vez

me la tenga reservada a mí. El calor de julio fue borrándose de cada piel sudada en

el tumulto de la conga. Terminó el carnaval, las calles de Santiago se quedaron

huérfanas de vasos de cartón apachurrados junto a los tragantes, de hielo derretido

en el amanecer buscando las alcantarillas junto a los orines de quienes buscaban

en la fiesta grande olvidar sus poblemas y distraerse un poco pensando que todavía

les quedaba una esperanza. De la muchacha del ring sólo quedó un recuerdo, un

recuerdo quién sabe si de burla y risa o de buen rato juntos o de compasión o de

amistad. Un recuerdo que de todas maneras iría desapareciendo poco a poco. Y

del hombre vendado me quedó la nostalgia. Una nostalgia dulce, agradable,

apacible, como de sueño viejo...

(continuará)

Augusto Lázaro



www.facebook.com/augusto.delatorrecasas

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