domingo, 29 de noviembre de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 44

Aurelia me hacía muchos cuentos de las cosas de Bertica allá en el Internado, de

sus hijos cuando eran pequeños, de su vida, y cada vez que me hablaba de su vida

se lamentaba de no haber tenido una hija. Una vez me habló de su primer marido,

el padre de Tony. Me contó que el hombre se iba de parranda con sus amigotes y

se emborrachaba con bastante frecuencia, y cuando volvía a la casa borracho se

fajaba con ella y con Tony. Por eso tuve que divorciarme, me dijo. Y me dijo que

Tony se volvió violento porque el padre le daba palizas a mansalva cuando estaba

borracho. Pero Tony se le fue revirando y un día por poco lo mata con un cuchillo

que cogió de la cocina. Yo me interpuse y le grité Tony, ¿te has vuelto loco?, suelta

ese cuhcillo, y de milagro no ocurrió una desgracia. Cuando tú lo conociste fue que

Tony se tranquilizó un poquito. Pobre Aurelia. El caso es que no sé qué me dio que

una mañana amanecí con lo que tengo de mora en la sangre y ese mismo día

empecé a trabajar en la Vocacional, donde Juan me había gestionado un trabajo.

Pues me lancé para allá para ver cómo era la cosa y claro, yo no pensaba empezar

a trabajar ese día ni mucho menos, nada más fui a echar una ojeada. Yo creía que

allí me iban a hacer una entrevista, como me había dicho Juan, que tendría que

llenar unas planillas y todo eso, presentar una solicitud y demás, pasar por alguna 

prueba, pero me sorprendieron diciéndome que podía quedarme desde ese mismo

día, porque había necesidad de poner a alguien allí, y que el papeleo vendría

después. Total, papeles que los jefes no se iban a molestar en leer, me dijo unos días

después la Secretaria de la Administración del plantel cuando firmé el contrato de

trabajo. De todos modos, esto es por un mes, me dijo el Administrador, pero no

te preocupes, estoy seguro de que seguirás después como fija, ahora métele mano

a esto, que estamos cogidos. Y así fue cómo Tania, la muchacha que soñaba con la

nieve, comenzó su vida laboral. Increíble. Me pusieron de recepcionista, ocho horas

sentada en un buró, a la entrada, con una pizarrita y un teléfono que conectaba

con todas las dependencias de la escuela. Yo tenía que atender todas las llamadas

que se recibieran y a toda la gente que llegaba preguntando algo o buscando a

alguien. Me sentía extrañísima, a veces me trababa y no sabía bien qué tenía que

hacer pero varios profesores me ayudaron mucho y cada vez que me veían con el

agua al cuello venían en mi auxilio, gracias a eso. A mí aquello me gustaba. Se me

había metido entre ceja y ceja que yo podía trabajar, porque otras muchachas que

yo conocía trabajaban y ellas no eran mejores que yo. Por eso me quedé. Aquello

siempre estaba lleno de jóvenes, como me habían dicho Aleida y Juan, hasta los

profesores eran jóvenes, cuando todos estaban en grupo no se sabía quiénes eran

profesores y quiénes alumnos, a no ser por los uniformes. Era divertido. Yo no tenía

tiempo de aburrirme allí. Los primeros días todos me miraban, porque era la nueva.

Algunos me decían así, la nueva, pero enseguida se acostumbraron a decirme

Tania, les gustó mi nombre. Muchas veces, cuando yo estaba ocupada con alguna

llamada o anotando algo en la libreta de ocurrencias o hablando con alguna visita,

venía un profesor o un empleado del plantel, y hasta algún alumno, y me ponía un

papelito con algunas palabras bonitas encima del buró, o me traía un refresco, o

me regalaba un caramelo, o me decía cualquier cosa que me hacía reír. Pero lo

que más me gustó fue que una mañana se acercó un profesor con una flor en la

mano y me la puso delante, diciéndome esta redundancia es para ti. Ah. Me ericé.

Miré al profesor y lo grabé en la memoria para siempre. Esa manera que tenía de

sonreír me subyugó. Claro que yo tenía muchísimo trabajo, empezaba a las siete

de la mañana y terminaba a las cuatro, o un poco después, con una hora que me

daban para almorzar en el comedor de profesores y empleados, separado del de

los alumnos internos. A veces me tenía que quedar hasta las cinco o cinco y media

cuando había algún problema con mi relevo o cuando me decían que les echara

una mano en cualquier cosa. Siempre me decían estamos cogidos, Tania, ya tú

sabes, si no nos echas una mano estamos fritos. Yo lo hacía con gusto, porque allí

estaba entretenida y regresar a mi casa, a mi soledad, cada día me atraía menos.

Allí a mí me era difícil concebir que existiera el dolor, el sufrimiento, la tristeza, la

angustia, con tantos jóvenes riéndose y alborotando todo el día. Me pasaba toda

la jornada haciendo cosas, siempre tenía algo que hacer. Las llamadas telefónicas

las anotaba en una agenda, a los que iban a preguntar por alguien o por algo les

llenaba un pase y les indicaba a dónde debían dirigirse, y además los recados de

los profesores o de los empleados y los papeles de los alumnos, en fin, y por la tarde

le entregaba todo eso a la muchacha que me relevaba, que siempre se aparecía

después de la hora. Cuando regresaba a mi casa estaba muerta de cansancio por

el nuevo tren de vida que llevaba, entonces me daba un baño largo y preparaba

algo de comer, me lo comía, me ponía a ver algo en la tele del cuarto y enseguida

me acostaba, y enseguida que me acostaba me quedaba rendida, hasta el día

siguiente. Los primeros días me levantaba muy temprano, a las seis de la mañana,

pero me gustaba levantarme a esa hora y volar, asearme, vestirme, tomarme un

vaso de leche, caminar hasta la parada, ver cómo comenzaba un nuevo día en

la ciudad, todo eso. Por las tardes hacía las compras cuando llegaba algo, solicité

el plan jaba a la FMC y más o menos fui escapando, aunque bastante trabajo que

me costó adaptarme a esa vida, y tuve que vérmelas con Mayra, con Miguelito,

con otros muchachos de la casa de Marina, que me relajeaban cantidad, vaya,

si tenemos una compañera proletaria, me decían, y una noche se aparecieron en

mi casa unos cuantos para que yo les hablara de mi trabajo, pero tuve que echarlos

rápido, convenciéndoles de que tenía que madrugar y no podía trasnochar con

ellos haciéndoles cuentos y tomando ron. Tuve que ponerme fuerte, porque si no,

nos daban las seis allí en la jodedera y de ahí para la Vocacional y eso no podía ser.

Vengan el sábado, les dije, para que se acabaran de largar. Y a la cama directo.

Pero, cosa rara, en cuanto me tiré en la cama, sin quitarme la ropa, se me quitó el

sueño de un tirón y comencé a pensar, a preocuparme como antes, a ver cómo me

verían ahora mis amigos si apenas me quedaba tiempo para dedicarles un minuto.

Eso fue como un relámpago. Porque enseguida me volvió el sueño y me rendí. Ya

apenas me quedaban cuatro horitas para descansar...

(continuará)

Augusto Lázaro


@augustodelatorr


www.facebook.com/augusto.delatorrecasas

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