Aurelia
me hacía muchos cuentos de las cosas de Bertica allá en el Internado, de
sus
hijos cuando eran pequeños, de su vida, y cada vez que me hablaba de su vida
se
lamentaba de no haber tenido una hija. Una vez me habló de su primer marido,
el
padre de Tony. Me contó que el hombre se iba de parranda con sus amigotes y
se
emborrachaba con bastante frecuencia, y cuando volvía a la casa borracho se
fajaba
con ella y con Tony. Por eso tuve que divorciarme, me dijo. Y me dijo que
Tony
se volvió violento porque el padre le daba palizas a mansalva cuando estaba
borracho.
Pero Tony se le fue revirando y un día por poco lo mata con un cuchillo
que
cogió de la cocina. Yo me interpuse y le grité Tony, ¿te has vuelto loco?,
suelta
ese
cuhcillo, y de milagro no ocurrió una desgracia. Cuando tú lo conociste fue que
Tony
se tranquilizó un poquito. Pobre Aurelia. El caso es que no sé qué me dio que
una
mañana amanecí con lo que tengo de mora en la sangre y ese mismo día
empecé
a trabajar en la Vocacional, donde Juan me había gestionado un trabajo.
Pues
me lancé para allá para ver cómo era la cosa y claro, yo no pensaba empezar
a
trabajar ese día ni mucho menos, nada más fui a echar una ojeada. Yo creía que
allí
me iban a hacer una entrevista, como me había dicho Juan, que tendría que
llenar
unas planillas y todo eso, presentar una solicitud y demás, pasar por
alguna
prueba,
pero me sorprendieron diciéndome que podía quedarme desde ese mismo
día,
porque había necesidad de poner a alguien allí, y que el papeleo vendría
después.
Total, papeles que los jefes no se iban a molestar en leer, me dijo unos días
después
la Secretaria de la Administración del plantel cuando firmé el contrato de
trabajo.
De todos modos, esto es por un mes, me dijo el Administrador, pero no
te
preocupes, estoy seguro de que seguirás después como fija, ahora métele mano
a
esto, que estamos cogidos. Y así fue cómo Tania, la muchacha que soñaba con la
nieve,
comenzó su vida laboral. Increíble. Me pusieron de recepcionista, ocho horas
sentada
en un buró, a la entrada, con una pizarrita y un teléfono que conectaba
con
todas las dependencias de la escuela. Yo tenía que atender todas las llamadas
que
se recibieran y a toda la gente que llegaba preguntando algo o buscando a
alguien.
Me sentía extrañísima, a veces me trababa y no sabía bien qué tenía que
hacer
pero varios profesores me ayudaron mucho y cada vez que me veían con el
agua
al cuello venían en mi auxilio, gracias a eso. A mí aquello me gustaba. Se me
había
metido entre ceja y ceja que yo podía trabajar, porque otras muchachas que
yo
conocía trabajaban y ellas no eran mejores que yo. Por eso me quedé. Aquello
siempre
estaba lleno de jóvenes, como me habían dicho Aleida y Juan, hasta los
profesores
eran jóvenes, cuando todos estaban en grupo no se sabía quiénes eran
profesores
y quiénes alumnos, a no ser por los uniformes. Era divertido. Yo no tenía
tiempo
de aburrirme allí. Los primeros días todos me miraban, porque era la nueva.
Algunos
me decían así, la nueva, pero enseguida se acostumbraron a decirme
Tania,
les gustó mi nombre. Muchas veces, cuando yo estaba ocupada con alguna
llamada
o anotando algo en la libreta de ocurrencias o hablando con alguna visita,
venía
un profesor o un empleado del plantel, y hasta algún alumno, y me ponía un
papelito
con algunas palabras bonitas encima del buró, o me traía un refresco, o
me
regalaba un caramelo, o me decía cualquier cosa que me hacía reír. Pero lo
que
más me gustó fue que una mañana se acercó un profesor con una flor en la
mano
y me la puso delante, diciéndome esta redundancia es para ti. Ah. Me ericé.
Miré
al profesor y lo grabé en la memoria para siempre. Esa manera que tenía de
sonreír
me subyugó. Claro que yo tenía muchísimo trabajo, empezaba a las siete
de
la mañana y terminaba a las cuatro, o un poco después, con una hora que me
daban
para almorzar en el comedor de profesores y empleados, separado del de
los
alumnos internos. A veces me tenía que quedar hasta las cinco o cinco y media
cuando
había algún problema con mi relevo o cuando me decían que les echara
una
mano en cualquier cosa. Siempre me decían estamos cogidos, Tania, ya tú
sabes,
si no nos echas una mano estamos fritos. Yo lo hacía con gusto, porque allí
estaba
entretenida y regresar a mi casa, a mi soledad, cada día me atraía menos.
Allí
a mí me era difícil concebir que existiera el dolor, el sufrimiento, la
tristeza, la
angustia,
con tantos jóvenes riéndose y alborotando todo el día. Me pasaba toda
la
jornada haciendo cosas, siempre tenía algo que hacer. Las llamadas telefónicas
las
anotaba en una agenda, a los que iban a preguntar por alguien o por algo les
llenaba
un pase y les indicaba a dónde debían dirigirse, y además los recados de
los
profesores o de los empleados y los papeles de los alumnos, en fin, y por la
tarde
le
entregaba todo eso a la muchacha que me relevaba, que siempre se aparecía
después
de la hora. Cuando regresaba a mi casa estaba muerta de cansancio por
el
nuevo tren de vida que llevaba, entonces me daba un baño largo y preparaba
algo
de comer, me lo comía, me ponía a ver algo en la tele del cuarto y enseguida
me
acostaba, y enseguida que me acostaba me quedaba rendida, hasta el día
siguiente.
Los primeros días me levantaba muy temprano, a las seis de la mañana,
pero
me gustaba levantarme a esa hora y volar, asearme, vestirme, tomarme un
vaso
de leche, caminar hasta la parada, ver cómo comenzaba un nuevo día en
la
ciudad, todo eso. Por las tardes hacía las compras cuando llegaba algo,
solicité
el
plan jaba a la FMC y más o menos fui escapando, aunque bastante trabajo que
me
costó adaptarme a esa vida, y tuve que vérmelas con Mayra, con Miguelito,
con
otros muchachos de la casa de Marina, que me relajeaban cantidad, vaya,
si
tenemos una compañera proletaria, me decían, y una noche se aparecieron en
mi
casa unos cuantos para que yo les hablara de mi trabajo, pero tuve que echarlos
rápido,
convenciéndoles de que tenía que madrugar y no podía trasnochar con
ellos
haciéndoles cuentos y tomando ron. Tuve que ponerme fuerte, porque si no,
nos
daban las seis allí en la jodedera y de ahí para la Vocacional y eso no podía
ser.
Vengan
el sábado, les dije, para que se acabaran de largar. Y a la cama directo.
Pero,
cosa rara, en cuanto me tiré en la cama, sin quitarme la ropa, se me quitó el
sueño
de un tirón y comencé a pensar, a preocuparme como antes, a ver cómo me
verían
ahora mis amigos si apenas me quedaba tiempo para dedicarles un minuto.
Eso
fue como un relámpago. Porque enseguida me volvió el sueño y me rendí. Ya
apenas
me quedaban cuatro horitas para descansar...
(continuará)
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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