domingo, 8 de noviembre de 2015

ESA MUCHACHA TRISTE QUE SUEÑA CON LA NIEVE 40


Los hombres no padecen como las mujeres. ¿Cómo coño van a comprender lo que

sufre una mujer? Una mujer que tiene que ponerse un algodón en la tota cuando

tiene la regla, y cambiárselo cada cinco o seis horas, y echarlo en el latón de basura

envuelto en un papel, empapado de su propia sangre maloliente, escondiéndose

para que nadie la vea, como si estuviera cometiendo un delito. Una mujer que

siente un dolor del demonio cuando un hombre se le encarama encima por primera

vez y la desgarra, buscando un placer egoísta. Una mujer que soporta nueve meses

de malestar casi constante, con mareos, vómitos, várices, durante los primeros, y

cansancio e hinchazón en los últimos, con repugnancia de las cosas que siempre le

gustaron, porque una criatura se le forma dentro, se mueve, la golpea, le roba la

sangre y a veces hasta la vida. Una mujer que tiene que acostarse en un camastro

donde se acuestan miles de otras mujeres, y resignarse a que la toquen, la registren,

la raspen sin una pizca de consideración, cuando tiene que hacerse un legrado.

Una mujer que siente un dolor descomunal cuando esa criatura que tiene dentro

se decide a salir a toda costa. Una mujer que después de traer a este mundo a esa

criatura que no sabe lo que le espera, ve complicada su vida para siempre. Una

mujer que tiene que dejarlo todo sin pensarlo dos veces por sus hijos cuando le es

necesario ese enorme sacrificio, porque ningún hombre, si acaso poquísimos, dejan

su trabajo, sus estudios, sus compromisos, su vida normal, por sus hijos. No. Nooooo.

Eso lo hacen las mujeres, sólo las mujeres. ¿Por qué no habré nacido hombre, coño?

No hubiera pasado por todo lo que he pasado. Ni siquiera estuviera aquí, en este

país de mierda, atormentándome día tras día con tantos problemas que parece

que paren como las curielas y crecen a mi alrededor sin remedio. A veces me dan

deseos de decirle todo esto a alguien, pero no a una mujer que lo conoce como yo,

no, a un hombre, a ver si puede comprender o al menos intentarlo, y entonces me

doy cuenta de que en mi vida no hay un solo hombre al que pueda acudir para

contarle y desahogarme, y quizás llorar en su hombro, sintiendo sus brazos que me

aprietan comprensivamente, dándome consuelo, y diciéndome: yo no soy así...

Hasta qué límite de desamparo puede llegar la soledad. Mi vida es un desastre sin

remedio y yo no hago el menor esfuerzo por salir de este atolladero, porque ya me

he acostumbrado a él. Sólo me ilusiono con la presencia de Mayra, de Miguelito, de

Aurelia y de Aleida algunas veces, que me alientan a que dé un paso al frente y no

me queje tanto, porque aburro con tantas quejas inútiles que no resuelven nada. Lo

comprendo. No te martirices más, me dice Aleida, Dios no abandona a nadie, no

seas tonta, vístete, sal y olvídate de tus problemas, que todos tenemos problemas,

tonta, ¡todos!, sin ninguna excepción, pero todos no andamos pregonándolos como

si fueran mercancías en venta... Bertica alborota, corre, grita, riega, ríe, canta, llora.

Con ella me entetengo y me olvido. Pero a esta casa le hace falta algo, no sé si

será un hombre como dice Marina que le falta a la suya, pero sé que es algo, algo

como la presencia de un niño, quizás eso es lo que le falta a mi casa, porque Bertica

vive aquí pedacitos de tiempo y una casa sin niños es como un palomar sin palomas

como me dijo Aurelia un día. Yo dejando que el tiempo pase, en espera de lo que

no acaba de llegar, envejeciendo lentamente. Y yo no quiero envejecer, no quiero

recordar. Pero recuerdo... En esta casa nací yo, crecí, jugué con mis juguetes,

estudié, añoré compartir con mis amiguitos de la escuela, fui feliz con mi mamá,

hasta que un día fatal terminó todo. Mientras fui una niña fui feliz, porque ignoraba

la realidad que me rodeaba y todo era un montón de espuma de color de rosa, la

inocencia da felicidad. Cuando terminó la inocencia terminó la felicidad. Luego el

embarazo, el falso matrimonio, el divorcio, el nacimiento de Bertica, el abandono de

los estudios, los ataques de asma, la salida de mis padres, la vieja paralítica, el

legrado que tuve que hacerme, y siempre la soledad machacándome por todas

partes. En esta casa donde no se oye ni el silencio. Recorro las habitaciones una por

una, trato de acordarme de dónde estaba el tocadiscos, dónde estaban las

cortinas, dónde todo lo demás que yo vendí o regalé, que boté. Qué había en el

cuarto de mis padres, qué tenían mis hermanos, cómo estaba adornada la sala,

cuándo se llevaron el televisor... ¿Estaré perdiendo la memoria? Voy a echarme un

buchito y a fumar. Dios mío, me he vuelto una condenada viciosa, no me quito el

dichoso pitillo de la boca, y pensar que hasta hace poco me daba asco. ¿Será

verdad lo que me dijo Mayra, que pronto me verá haciendo cosas que ahora me

dan asco? Bueno, fumar no es nada despreciable, no, ni inmoral ni asqueroso ni

denigrante. Mucha gente fuma. Y gente decente y honrada. ¡Ay! Ya me duele la

cabeza. Pero no pienso tomarme una sola aspirina. Aguantaré como una... coño,

me llaman. Sí, me llaman. Alguien grita mi nombre en la acera, pero no es la voz

de Aurelia. No conozco esa voz. Ah, no voy a abrir. No, no voy a abrir la puerta.

No voy a abrirla. ¿Para qué?...

(continuará)

Augusto Lázaro

@augustodelatorr

www.facebook.com/augusto.delatorrecasas

 

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