Los
hombres no padecen como las mujeres. ¿Cómo coño van a comprender lo que
sufre
una mujer? Una mujer que tiene que ponerse un algodón en la tota cuando
tiene
la regla, y cambiárselo cada cinco o seis horas, y echarlo en el latón de
basura
envuelto
en un papel, empapado de su propia sangre maloliente, escondiéndose
para
que nadie la vea, como si estuviera cometiendo un delito. Una mujer que
siente
un dolor del demonio cuando un hombre se le encarama encima por primera
vez
y la desgarra, buscando un placer egoísta. Una mujer que soporta nueve meses
de
malestar casi constante, con mareos, vómitos, várices, durante los primeros, y
cansancio
e hinchazón en los últimos, con repugnancia de las cosas que siempre le
gustaron,
porque una criatura se le forma dentro, se mueve, la golpea, le roba la
sangre
y a veces hasta la vida. Una mujer que tiene que acostarse en un camastro
donde
se acuestan miles de otras mujeres, y resignarse a que la toquen, la registren,
la
raspen sin una pizca de consideración, cuando tiene que hacerse un legrado.
Una
mujer que siente un dolor descomunal cuando esa criatura que tiene dentro
se
decide a salir a toda costa. Una mujer que después de traer a este mundo a esa
criatura
que no sabe lo que le espera, ve complicada su vida para siempre. Una
mujer
que tiene que dejarlo todo sin pensarlo dos veces por sus hijos cuando le es
necesario
ese enorme sacrificio, porque ningún hombre, si acaso poquísimos, dejan
su
trabajo, sus estudios, sus compromisos, su vida normal, por sus hijos. No.
Nooooo.
Eso
lo hacen las mujeres, sólo las mujeres. ¿Por qué no habré nacido hombre, coño?
No
hubiera pasado por todo lo que he pasado. Ni siquiera estuviera aquí, en este
país
de mierda, atormentándome día tras día con tantos problemas que parece
que
paren como las curielas y crecen a mi alrededor sin remedio. A veces me dan
deseos
de decirle todo esto a alguien, pero no a una mujer que lo conoce como yo,
no,
a un hombre, a ver si puede comprender o al menos intentarlo, y entonces me
doy
cuenta de que en mi vida no hay un solo hombre al que pueda acudir para
contarle
y desahogarme, y quizás llorar en su hombro, sintiendo sus brazos que me
aprietan
comprensivamente, dándome consuelo, y diciéndome: yo no soy así...
Hasta
qué límite de desamparo puede llegar la soledad. Mi vida es un desastre sin
remedio
y yo no hago el menor esfuerzo por salir de este atolladero, porque ya me
he
acostumbrado a él. Sólo me ilusiono con la presencia de Mayra, de Miguelito, de
Aurelia
y de Aleida algunas veces, que me alientan a que dé un paso al frente y no
me
queje tanto, porque aburro con tantas quejas inútiles que no resuelven nada. Lo
comprendo.
No te martirices más, me dice Aleida, Dios no abandona a nadie, no
seas
tonta, vístete, sal y olvídate de tus problemas, que todos tenemos problemas,
tonta,
¡todos!, sin ninguna excepción, pero todos no andamos pregonándolos como
si
fueran mercancías en venta... Bertica alborota, corre, grita, riega, ríe,
canta, llora.
Con
ella me entetengo y me olvido. Pero a esta casa le hace falta algo, no sé si
será
un hombre como dice Marina que le falta a la suya, pero sé que es algo, algo
como
la presencia de un niño, quizás eso es lo que le falta a mi casa, porque
Bertica
vive
aquí pedacitos de tiempo y una casa sin niños es como un palomar sin palomas
como
me dijo Aurelia un día. Yo dejando que el tiempo pase, en espera de lo que
no
acaba de llegar, envejeciendo lentamente. Y yo no quiero envejecer, no quiero
recordar.
Pero recuerdo... En esta casa nací yo, crecí, jugué con mis juguetes,
estudié,
añoré compartir con mis amiguitos de la escuela, fui feliz con mi mamá,
hasta
que un día fatal terminó todo. Mientras fui una niña fui feliz, porque ignoraba
la
realidad que me rodeaba y todo era un montón de espuma de color de rosa, la
inocencia
da felicidad. Cuando terminó la inocencia terminó la felicidad. Luego el
embarazo,
el falso matrimonio, el divorcio, el nacimiento de Bertica, el abandono de
los
estudios, los ataques de asma, la salida de mis padres, la vieja paralítica, el
legrado
que tuve que hacerme, y siempre la soledad machacándome por todas
partes.
En esta casa donde no se oye ni el silencio. Recorro las habitaciones una por
una,
trato de acordarme de dónde estaba el tocadiscos, dónde estaban las
cortinas,
dónde todo lo demás que yo vendí o regalé, que boté. Qué había en el
cuarto
de mis padres, qué tenían mis hermanos, cómo estaba adornada la sala,
cuándo
se llevaron el televisor... ¿Estaré perdiendo la memoria? Voy a echarme un
buchito
y a fumar. Dios mío, me he vuelto una condenada viciosa, no me quito el
dichoso
pitillo de la boca, y pensar que hasta hace poco me daba asco. ¿Será
verdad
lo que me dijo Mayra, que pronto me verá haciendo cosas que ahora me
dan
asco? Bueno, fumar no es nada despreciable, no, ni inmoral ni asqueroso ni
denigrante.
Mucha gente fuma. Y gente decente y honrada. ¡Ay! Ya me duele la
cabeza.
Pero no pienso tomarme una sola aspirina. Aguantaré como una... coño,
me
llaman. Sí, me llaman. Alguien grita mi nombre en la acera, pero no es la voz
de
Aurelia. No conozco esa voz. Ah, no voy a abrir. No, no voy a abrir la puerta.
No
voy a abrirla. ¿Para qué?...
(continuará)
Augusto
Lázaro
@augustodelatorr
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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