--Y
tú, ¿piensas quedarte ahí sentado todo el día?
Mario
la miró. No, no pensaba quedarse ahí sentado todo el día, aunque no sentía
deseos
de hacer otra cosa que seguir pensando. Era un atolladero: su mujer
despedida
de la Universidad, casi nada. ¿Qué
significaba para ellos, para él, esa
despedida?
Se levantó, se acercó a ella y le pasó las manos por el pelo, "no te
preocupes,
esto también lo resolveremos". Mientras esperaban el almuerzo y la
llegada
de Aimée, Mario salió al balcón y miró lo que veía diariamente, que ahora le
parecía
extraño, lejano, ajeno, como si no formara parte de su entorno. Levantó la
vista
y miró más allá, hacia el norte de la ciudad, donde estaban enclavados los
edificios
de la Universidad. Encendió un cigarro y recordó los días en que ella había
estado
ingresada y él y Mercy hacían jornadas de sol y calor, caminando en plena
carretera,
luchando por llegar hasta aquel hospital de cualquier manera, antes de la
hora
de visita... amanece: abres los ojos y comienzas a desperezarte, miras el
techo
de
mampostería blanca, las paredes algo descascaradas, el pasillo por donde ya
circulan
los empleados de limpieza y algunas enfermeras de turno, a tu lado una
cama
vacía (ayer se marchó tu compañera de cubículo y piensas que si ella pudo
salir
de aquí recuperada tú también podrás hacerlo, porque en definitivas lo tuyo no
es
tan grave, no puede ser tan grave), y te asombras de sentirte optimista después
de
tantos días de crisis, lamentos y llantos... ahora estás sola, tendrás que
visitar
otros
cubículos buscando compañía (no se puede resistir la soledad de un hospital
sin
tener con quien compartir la desgracia), más de una semana sometida a la
tortura
del tiempo y del intenso tratamiento con
pastillas, inyecciones, análisis,
pruebas,
la introducción de todo tipo de tubitos y gomitas por todos los orificios
de
tu cuerpo que te han empujado a regodearte en tu tragedia como aquellos
dramaturgos
griegos de la antigüedad que tanto has estudiado... piensas que
Mario
o Mercy, alguno de ellos, vendrá a visitarte por la tarde, y el milagro de esos
seres
tan queridos logra sacarte una sonrisa, y piensas en tu hija, en tus padres, en
tus
amigos, en tus compañeros de trabajo que no saben nada, o si lo saben no han
querido
o no han podido venir a visitarte a este lugar de todos los demonios a
donde
tan difícil es llegar, pues apenas hay algún transporte público de vez en
cuando
y hay que hacer autostop, mientras que la mortandad de la tarde de este
centro
te aturde, y si falta el fluido eléctrico sólo queda la cháchara con alguna
paciente.
Otro día aquí como todos los demás: aseo personal, pase de lista de visita,
comprobaciones
de las hojas clínicas, las mismas preguntas, el mismo trato
impersonal,
las enfermeras con sus algodones, sus mercuros, sus pastillas, sus
inyecciones,
sus pomadas, sus jarabes, sus sonrisas registradas que a veces logran
aliviar
la tensión, hasta la hora de visita... después la tarde languidece y a esperar
durante
otra larga noche silenciosa después de las diez, hasta mañana que será
otro
día igual hasta la hora de visita en que vendrá Mario o quizás Mercy, y te
preguntas
hasta cuándo pensando que ya les has causado demasiados problemas
a
tu esposo y a tu hermana y otra vez las lágrimas, aunque Mario te minimice sus
esfuerzos
y sus caminatas para llegar a estar contigo una hora tras perder más de
cuatro
en el intento... y estás sola entre tanta gente, la peor soledad, en la hora
más
pesada
del día que no te aligeran el baño, la comida, la televisión en el salón de
reuniones,
nada... Mario
encendió otro cigarro, fuera de su costumbre, y descubrió
la
figura de Aimée que venía como siempre corriendo, porque ya pasaba la hora,
y
lo saludó desde abajo, ajena a la nueva situación de su casa, absorbida
totalmente
por los trajines de la escuela y de sus amiguitos que jugaban y
alborotaban
sin descubrir el llanto, el dolor. el sufrimiento. Mario entró. La mesa ya
estaba
servida. Sentía apetito y se recriminó por ello, pero era inútil dejar de
alimentarse,
como tampoco podía hacerlo Marnia, si quería de verdad enfrentarse
a
lo que le esperaba a partir de ese momento. Porque Mario ya había decidido que
tamaña
injusticia no podía quedarse en ese punto de aceptación sin lucha. Y así
se
lo hizo saber a su esposa enseguida.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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