Aimée, como siempre, llegó alborotando. La casa cobraba vida
cuando la niña
llegaba de la escuela: su presencia, inocente de cuantos problemas
acuciaban a su
madre y su padrastro, puso una nota de alegría donde se había
perdido la sonrisa.
Enseguida que entró, Aimée dijo en voz alta "mami, qué hambre
tengo", y se puso a
registrar el frío desoyendo los llamados de Marnia a esperar unos
minutos, "niña, si el
almuerzo está ya, te vas a reventar un día de éstos". Mario
le decía "tripepato", y
añadía que había que ponerle en la boca una presinta. Ahora sonrió
ligeramente,
mirando a la niña que no se estaba quieta. Miró los edificios de
la Universidad desde
la puerta del balcón, pensando "si pudiera borrarlos de mi
vista", y se dispuso a
integrarse al rito del almuerzo junto a las dos personas que más
quería en esos
momentos tristes de rabia e impotencia. Aimée salió del baño,
toalla en mano, y
Marnia terminó de adornar la mesa donde consumían sus comidas,
siempre los tres,
con servilletas y algún que otro retoque.
--Por la tarde vamos al Palacio -dijo Aimée.
Le encantaba salir de la rutina de la escuela y de los teques
matutinos y ver caras
nuevas en el Palacio de los Pioneros, algo lejos de allí, al que
tenían que acudir con
sus maestros, lo que al menos en la ida a ningún niño preocupaba.
El cansancio era
al regreso. El almuerzo transcurrió normalmente: arroz, frijoles,
yuca hervida y agua
con azúcar de postre. Hicieron pocos comentarios, no querían
mencionar la nueva
situación en presencia de Aimée. "Ten cuidado, la esponja
está cerca", decía Marnia
cuando trataban algún asunto no muy apropiado para que la niña lo
oyera, inútil
precaución, pues la calle se encargaba de alimentar el vocabulario
y los muchos
conocimientos no apropiados para los niños que por mucha
vigilancia que tuvieran,
que no siempre la tenían, engrosaban su saber con la enseñanza
inevitable del
mundo circundante, como decía Mario cuando discutían sobre el daño
que podía
hacer la calle a la inocencia infantil, cosa que prácticamente ya
no existía en el
país. En la sobremesa, mientras Aimée se entretenía en su cuarto
con cuadernos y
libretas de la escuela, y con tareas repetidas todos los días con
el sonsonete
revolucionario, Marnia sólo hizo algunos comentarios al margen de
su nueva e
inesperada situación. No había pensado nada, sólo que no apelaría.
--Eso sería rebajarme, mendigar un trabajo que se me ha arrebatado
injustamente.
Y yo no tengo alma de mendiga.
Después del almuerzo, Aimée se quedó manoseando sus libretas en la
mesa, Mario
se acostó a leer un libro, y Marnia salió al balcón a recoger el
uniforme de la niña.
Mario siempre se tiraba en la cama con un libro, una revista o un
periódico, hasta
que ella se unía a él para leer o para comentar cualquier cosa que
les hubiera
sucedido en la mañana. Pero ese día ella se demoró. En el balcón,
Marnia también
miró hacia el norte, hacia donde se veían los edificios
universitarios. Y también
recordó. En su memoria desfilaron uno a uno los momentos vividos
allí, desde aquel
día en que se presentó a optar por una plaza de profesora de
literatura...
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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