sábado, 21 de diciembre de 2013

EL AULA SUCIA 2

No se le quitaba con ningún calmante y comenzó a desesperarse, hasta que ella

y Mario decidieron ir al cuerpo de guardia del hospital de Sueño. Allí le pusieron una

inyección y le indicaron acudir a su médico de cabecera para que éste determinara

la causa del dolor. Su médico diagnosticó una cervicitis agudizada, ordenando un

tratamiento medicinal que podría resolver la situación, pero las medicinas no

aparecían en ninguna farmacia. A los pocos días fue a visitarla una compañera de

trabajo que le recomendó que fuera a ver al doctor Julio César, en el hospital

oncológico -la palabra puso en tensión a Marnia-, que la había operado a ella de lo

mismo y era un gran especialista en ese tipo de patologías.

--Yo le tengo mucha confianza a Julio César. Es de lo mejorcito que hay en ese campo,

si tú quieres yo hablo con él.

Cuando Julio César la examinó le planteó sin miramientos que debía prepararse

para una operación urgente dentro de una semana, y le ordenó una biopsia,

después de un sin fin de preguntas y de análisis que llevaron a Marnia al borde de

una crisis nerviosa. "Y nada de medicamentos, por ahora", porque Julio César

conocía muy bien la escasez y la inutilidad de los intentos.

--¿Una biopsia, doctor? -Marnia apenas podía hablar-. ¿Eso quiere decir que tengo

cáncer?

A pesar de la justificación que le dio el médico para la biopsia, a partir de ese

momento Marnia cayó en una crisis depresiva inevitable. "¡Una biopsia!", se repetía

sin cansarse, martirizándose con esa idea fija, acostada en su cama, esperando el

demasiado lento caminar del tiempo que la separaba de la anunciada y temida

operación. Mantenía los ojos clavados en el cielo raso, sin ánimo para levantarse a

cocinar, a comer, a bañarse, a atender a su hija y a Mario, que hacía esfuerzos

inútiles para quitarle del cerebro lo que él mismo intentaba quitarse. No tenía que

ser eso, precisamente, le decía, ¿por qué siempre pensaba lo peor? Pero no pudo

resistir mucho tiempo y a los pocos días fue a ver a Julio César para convencerse de

una vez. Pero Julio César no pudo sacarlo de la duda. "Yo tengo por costumbre

ordenar una biopsia ante un caso de cervicitis como el de su esposa. Es una medida

preventiva, ¿comprende? No hay por qué alarmarse". Mario regresó a la casa con

la alarma sedada, pero viva. Sí, era una medida preventiva, eso estaba muy bien,

pero... todo cabía dentro de las posibilidades. ¿Y si fuera...? No, ¿para qué pensar

eso? ¿No le censuraba a ella que siempre pensara lo peor? El no podía caer en la

desesperación, ahora que su mujer lo necesitaba en plena forma. Le contó su

conversación con el especialista, pero Marnia continuó desesperada.

--Tendré que pedirle a mi papá que me consiga por allá la donación de sangre,

porque tú ya donaste hace tres meses.

--Bueno, no hablemos más de eso. Y cambia esa cara.

--Cómo no, cambia esa cara. ¿Tú te imaginas? Una operación así, de rampampán,

y con posibilidades de tener un tumor allá dentro, y tú me dices que cambie esta

cara. ¿Te imaginas? Que cambie esta cara -y comenzó a llorar.

--Vamos, cariño, no...

--¿Y tú qué quieres? ¿Que me ponga a cantar un happy birthday?

Mario sabía que ese llanto era lógico, que era lógico que Marnia se dejara aplastar

por su  problema, con el egoísmo natural de quien piensa que está condenado,

mientras los demás que lo rodean gozan de salud y van a vivir mucho tiempo. Para

ella en esos días no existía nada que no fuera eso, esa terrible posibilidad de un

cáncer que le echaría a perder la poca vida que pudiera quedarle, de ser cierta la

sospecha. Esos días fueron lágrimas y sobresaltos, dolores y tensión, y sobre todo,

pensar, pensar, pensar... ¿Por qué la vida tenía que tratarla así? Su vida, que hasta

ahora había sido tranquila, se transformaba por días, por horas, por minutos. ¿Y la

niña? ¿Qué iba a ser de su hija? Porque Julio César le había planteado que después

de su operación debería guardar reposo durante treinta días. "Casi absoluto", había

enfatizado. No tenía opción: enviar a su hija a la casa del padre, donde estaría

separada de ella por treinta kilómetros, y Mario no podía hacerse cargo de ella, de

la niña, de la casa y de todo lo demás él solo. No. Su hija estaría en otra casa a la

que no estaba acostumbrada, en otra escuela, en otro ambiente, en otra ciudad.

¿Se la traerían para que pasara un rato junto a ella después de la operación?

¿Estaría bien allá en la casa de su padre y su madrastra? ¿Se acordaría de ella? Y

esa idea surgida de pronto la fulminó del todo: ¿se acordaría de ella en caso de

que... ella muriera?... La despedida de la niña casi aniquiló sus ya poquitas fuerzas.

Marnia no pudo contenerse y comenzó a llorar.

--¿Y a mami qué le pasa?

La esposa del padre de la niña, que había ido a recogerla, le contestó que su

mamá tenía dolor de estómago, la cogió por un brazo y casi la arrastró hasta la

puerta. La niña comenzó a llorar también. Después el silencio. Y el llanto. Y los días y

las noches solas, con la única presencia de Mario haciendo esfuerzos casi

sobrenaturales y a la vez inútiles para darle ánimos, y cuya cercanía se fue

reduciendo a caricias en el pelo y frases muy cortas de dulce consuelo: él también

dudaba, aunque en el fondo tenía una esperanza. Y mientras Mario se mantenía en

constante ajetreo dentro de la casa, Marnia pensaba, todo el tiempo acostada en

su cama: la biopsia, la carita de su hija que se le perdía en la distancia, el hospital en

penumbras como un fantasma amenazante, donde vagaban cuerpos deformes

que se le acercaban con sus rostros cuarteados y sus muecas repugnantes, hasta

que ella reaccionaba y volvía a ver el rostro de la niña en todo su esplendor. ¿Y si no

volvía a verla? Pero no, ¿por qué siempre pensar lo peor?, como le repetía Mario,

aunque la posibilidad de lo peor no se pudiera descartar. En cuestión de minutos su

vida se había transformado: su hija, su trabajo, su hogar, sus salidas, sus amigos, su

participación en la vida social y cultural de la ciudad, todo eso interrumpido y ella

teniendo que aceptar la posibilidad hasta ahora ignorada en su totalidad: el

cáncer, la imponente presencia de la muerte.

--¿Por qué no haces un esfuerzo, amor? Vamos, come un poco, esto te va a hacer

bien.

Pero Marnia apenas probaba la comida que ahora preparaba su marido, que

también había abandonado su trabajo, sus responsabilidades y su vida normal. Ella

no tenía espacio para pensar en él: su problema absorbía su tiempo de vigilia, y la

desesperación estuvo a punto de cargar también con Mario, "tienes que comer,

tienes que hacer un esfuerzo, así vas a llegar allí sin..." y se callaba cuando se daba

cuenta de que recordándole lo que no era necesario recordarle la atormentaba

mucho más... El día señalado para la operación ambos llegaron a la puerta del

oncológico cuando comenzaban a apagarse las luces de neón en las calles. La

ciudad amanecía como otro día más igual al anterior: todo en orden, todo normal,

sin nada que alterara aquel paisaje urbano. Pero Marnia no había dormido esa noche.

Iba a enfrentarse a la verdad, al desenlace de una tragedia que apenas podía concebir

por la rapidez con que se había desarrollado. Antes de la operación el doctor Julio César

tendría que darle el resultado de la biopsia, por lo que ambos se enfrentaban a dos

circunstancias anormales para sus vidas. No pronunciaron una sola palabra. Cuando llegó

su hermana, Marnia se puso muy nerviosa, pero la tensión llegó a su clímax cuando la

llamaron.

--Negativo -dijo Julio César, sonriéndose.

La noticia fue un respiro para Mario y Mercy, que esperaban en la sala, aunque

continuaron vacilantes al notar que Marnia no mostraba signos de alegría.

--De todos modos dice Julio César que debo operarme, más adelante, y así salgo

de eso de una vez.

Julio César le recetó varios medicamentos que desde ese momento Mario y su

cuñada se dedicaron a buscar en toda la ciudad, en toda la provincia, sin

resultados positivos, pues el mismo especialista había recomendado a Marnia óvulos

de sábila y flores de vicaria para hacer con ellos un preparado casero que en parte

supliera la escasez de medicinas, ya alarmante, que dejaba a la población

indefensa ante posibles epidemias, virus y en general cualquier enfermedad común.

Los facultativos acudían a la medicina verde como la solución posible. Marnia volvió

a refugiarse en su reciente soledad, quizás pensando con un poco de calma en su

futuro. Pero al desechar por fin su principal temor se dio cuenta de que seguía

sintiendo aquel primer dolor ventral, y que ese dolor se hacía más intenso en el curso

de los días. Hasta que una tarde, conversando con su hermana que había ido a

visitarla, el dolor fue tan punzante que casi no lo resistió, y su hermana la llevó

corriendo al cuerpo de guardia, donde la pusieron en observación desde las cuatro

de la tarde. Era una sala muy pequeña, aunque ventilada, y era una nueva

experiencia para ella, allí acostada, rodeada de pacientes que se quejaban,

algunos gritando, mientras ella permanecía inmóvil, pensando. Esperando y

pensando: ¿y ahora qué más hay? Su hermana llamó a Mario, ya al anochecer, y le

informó que el médico había decidido remitir a Marnia a un hospital especializado en

semejantes dolencias, a quince kilómetros de la ciudad, donde la someterían a un

riguroso examen, así como a su correspondiente tratamiento. Mario ni siquiera probó lo

que se había preparado. Pensó en esa nueva situación que se aparecía cuando creía

que lo peor había pasado. Echó en un bolsito lo más imprescindible para su mujer y sin

mirarse en el espejo se fue a pie hasta el hospital. Mercy lo recibió a la entrada

de la sala de observación. No era mucho lo que le había sacado a los médicos: "por

eso la envían allá, hay que hacerle chequeos y análisis para ver lo que le provoca el

dolor, porque me garantizaron que ese dolor no tiene nada que ver con la

cervicitis". A medianoche, Marnia seguía esperando sin probar alimentos desde el

mediodía. Mario había despedido a Mercy, acordando con ella turnarse a partir del

día siguiente para ir a aquel hospital tan lejano y difícil de acceder. Mario se sentó

junto a Marnia a esperar. Cerca de la una apareció la ambulancia que llevaría a los

pacientes destinados para aquel otro centro de salud. Tras una espera más, Marnia y otros

seis pacientes se marcharon en la ambulancia. Mario permaneció de pie frente al

cuerpo de guardia, a la salida, hasta que aquel vehículo se le perdió de vista en la

tranquila noche. Comenzaba para ellos un nuevo capítulo, quizás más tenso, en la

carrera de Marnia hacia la recuperación de su salud. El primero de julio de 1992,

Marnia ingresaba, por primera vez en su vida por problemas de salud, en un centro

hospitalario...

Augusto Lázaro


@augustodelatorr


(continuará)

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