He
tenido un sueño refrescante y a la vez melancólico. Mis sueños siempre son así:
me
refrescan porque me trasladan a mi tiempo trascendente, cuando yo era feliz en
mi
tierra, pero me ponen melancólico porque todo aquello que viví de joven, todo
aquel
pasado que ojalá fuera presente, aquel dulce vivir sin más preocupaciones
que
el estudio, el hogar, la familia, los amigos, los amores... todo lo he perdido,
y
todo
aquello es, ¡ay de mí!, del todo irrecuperable. Pero hoy me he despertado
atolondradamente.
Me han despertado mis queridos coinquilinos vociferando en
su
eterna candanga: sale el albañil al amanecer, como de costumbre, y lo que ve
no
puede creer que lo esté viendo, aunque debería estar acostumbrado por la
reiteración
del espectáculo: un abrigo viejo encima de una butaca, un jersey que
en
un tiempo fue rosado y ahora es casi blanco con varios periódicos y algunas
revistas
encima del sofá, papeles estrujados diseminados por el suelo del salón,
uno
de sus cactos de la ventana callejera hecho pedazos, la toalla sucia colgada
de
la cortina del baño, la cocina empapada de grasa, el frigorífico con la puerta
superior
abierta, la tendedera del patio ocupada totalmente por trapos viejos y
mojados
del otro, y... como era de esperar, se ensoberbece, grita, patalea, y aquí
guerra
y en el cielo nubes que presagian tormenta, arriba y abajo. El vigilante debe
estar
encerrado en su habitación, durmiendo, porque no oye, o eso parece, los
gritos
y los insultos que estremecen la estructura del edificio. Y el resto es harina
del
mismo
talego... hasta que el albañil se da cuenta de que se le hace tarde para su
trabajo
y grita bien alto que luego, cuando regrese, arreglará las cuentas con el
tipejo
asqueroso, así califica al que ha convertido el piso en una cochinera, y se
larga
dando un portazo tan fuerte que un tornillo cae el suelo. Todo eso no lo vi
directamente,
pero por los gritos y los sonidos me imagino que así sucedió. Después
la
calma volvió y yo me dediqué a mis asuntos, sin interrupción, porque el
vigilante
continuó
en su cuarto, echado como un pato uyuyo, sin apenas chistar. ¿Por qué no
me
largo de ese paraíso encontrado? Pues muy fácil de responderme a mí mismo la
pregunta
que varias veces me he formulado: 1) porque mis coinquilinos me respetan
y
conmigo no se meten, al menos directamente, 2) porque estoy harto ya de las
mudanzas
y de las pérdidas y roturas en artículos y equipos que ellas han originado,
y
3) porque me gusta el barrio: es tranquilo, silencioso, decente en lo que cabe,
con
una
línea de Metro al doblar y 4 líneas de autobuses en la esquina... por lo tanto,
he
de
sobrellevar esta cadena de tánganas, gritos, amenazas que nunca se cumplen,
y
demás añadidos que pueden esperarse de la vida compartida que no es nada fácil.
Selene
se encarga de ponerle la tapa al pomo de la duda en cuanto a si me voy o me
quedo:
--Más
vale malo conocido que bueno por conocer.
Y
esa es la cosa.
--Pero
así y todo yo no podría soportar tantas peleas, de verdad. Aquí, por suerte, la
única
que grita es Isolina, pero para pedirme cosas, favores y servicios.
--Pues
a mí plin. Yo metido en mi guarida y allá ellos, y como sólo se enfrentan una
vez
al día, cuando coinciden los dos en el piso, pues a volar, palomas.
--Ya
te lo he dicho: en este país la cultura no está muy abundante. La ignorancia,
la
superstición,
hacen estragos. ¿No has visto a esos adivinos y cartománticos o a los
futurólogos
que predicen el fin del mundo? Hacen su agosto a costa de los tontos.
Bueno,
ya hemos hablado de eso.
--Sí,
ya hemos hablado de eso. Y de lo otro. Y la verdad que es inútil. No me explico
cómo
en un país tan rico y tan desarrollado existe un porcentaje tan alto de gente
que
cree en toda esa bazofia. Hasta en los horóscopos.
--Pues
sí señor. ¿Sabes que antes yo también creía en los horóscopos?
--Mentira.
--Verdad.
Los leía en las revistas y a veces me tragaba lo que me pronosticaban, que
nunca
se ajustaba a la realidad, salvo en cosas generales que le pueden ocurrir a
todo
el mundo.
--¿Y
cómo dejaste de creer?
--Pues
un día un compañero de mi marido, muy despierto él, me dijo que buscara
varias
revistas y leyera sus horóscopos, vería que todos decían cosas distintas para
los
mismos
signos... y se acabó. Me dije a mí misma: pero qué tonta has sido, ¿no te da
vergüenza?
Si hasta por poco lloro de la rabia...
--¡Ay,
Selene! En fin, que tú también eres un ser humano, pensante y creyente. Pero
eso
de los horóscopos... vamos. Una vez un tipo de esos que creen hasta en que los
muertos
salen me discutió la veracidad del horóscopo y de los signos zodiacales. Era un
tipo
fanático, pero como yo era un adolescente impulsivo, lo puse contra la pared.
Le
dije:
óyeme, Fulano... no me acuerdo de su nombre... óyeme bien: dime qué semejanza
puedo
tener con un mongol que haya nacido el mismo día y a la misma hora que yo,
siendo
ambos sagitarios, y sin embargo, entre un español o un italiano, nacidos en
cualquier
fecha y hora y yo, casi no existen diferencias. El tipo se quedó más frío que
una
merluza
empaquetada... ¡Ja! Pero para rematarlo le solté la bomba: ven acá, chico, ¿de
veras
tú crees que entre un niño que nazca a las doce menos un minuto de una noche
entre
un signo y el siguiente y otro niño que nazca a las doce y un minuto haya
tantas
diferencias
y características por esos dos minutos de intervalo? ¿Y si los relojes no
tenían
buena
hora en esos momentos? El tipo se puso más colérico que Aquiles cuando le
comunicaron
que Patroclo había sido liquidado por Héctor, y se volvió, dejándome
con
las ganas de seguirlo golpeando con la lengua.
--Bonita
historia, pero a mí no tienes que convencerme ya de nada de eso. Ni de lo
otro,
porque actualmente creo que soy más escéptica que tú...
De
pronto, como disparado por un conmutador a distancia, el albañil sale del baño
con
la toalla asquerosa en la mano, la lanza por la ventana del salón hacia el
jardín
del
frente, recoge el cacto y lo lanza también al jardín, de un manotazo tira las
ropas de
encima
de los muebles al suelo, va hasta la cocina y arremete contra platos y sartén
con
restos de comida que el vigilante ha dejado en la mesita, vuelca en el
fregadero el
líquido
con que el otro friega los utensilios cuando se digna a hacerlo, que no es
diariamente,
corta de un tirón la soga donde el hombre tiene colgadas nueve piezas
estrujadas
y malolientes, y todo esto gritando, insultando, repitiendo lo mismo de
siempre:
“me
voy de aquí, ya no aguanto más esta mierda, esto es una cochinera y aquí no hay
quien
viva”. Pero el vigilante se enterará de este terremoto cuando regrese de su
compra,
pues salió como un cohete para no seguir oyendo... Ambos personajes
vienen
repitiendo lo mismo desde que yo me instalé en el piso, y ni el uno se va ni
el
otro cambia su comportamiento, por eso yo me mantengo al margen, neutral,
observador,
y receptor de quejas, comentarios, injurias, improperios, sobre todo del
albañil
al vigilante cuando este último está fuera y el primero no tiene con quién
desahogarse.
Dos personajes, sin dudas.
--No
es que creer sea malo, no señor, pero aquí mucha gente llega al fanatismo, y no
sólo
con los adivinos y el horóscopo, incluso con el fútbol, que mantiene a millones
algo
así como idos de la realidad que les rodea y para ellos no hay en la vida ni en
el
mundo
nada más importante.
--Pues
mira, yo tuve un huésped hace tiempo que no sólo veía todos los partidos que
se
trasmitían por la tele, sino que al día siguiente compraba todos los periódicos
que
traían
comentarios, oía en la radio todos los programas que hablaban del fútbol, y
veía
en
la televisión todo lo referente a ese deporte. Yo creo que de las veinticuatro
horas
del
día ese hombre dedicaba ocho a dormir y el resto al fútbol, y no dudo de que
mientras
dormía soñaba con un gol de su ídolo.
--Bueno,
ricura, y hablando en plata: ¿cuándo vas a decidirte?
--¿Decidirme
a qué?
--Vamos,
que ya sabes a qué tienes que decidirte.
--Conmigo
no funciona la indirecta ni la imagen literaria, así que háblame en cristiano
común,
corriente y popular.
--Está
bien, chica, tú ganas... como siempre... aparentemente.
--¿Aparentemente?
Mira, conozco a un señor muy machurro que siempre decía que en
su
casa era él quien decía siempre las últimas palabras cuando discutía con su
mujer. Y
un
día en el bar donde se lo decía a sus amigos, subidito de copas, un amigo le
preguntó
cuáles
eran esas últimas palabras, a lo que el susodicho respondió: lo que tú digas,
querida.
--El
timbre. El dichoso timbre. Debe ser un nuevo huésped. Mejor te dejo libre hasta
mañana.
Augusto Lázaro
http:twitter.com@augustodelatorr
(continuará)
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