No
hay dicha bajo el cielo / más dulce que mi hogar, dice una canción que yo
oía
en
una iglesia metodista de mi ciudad natal a la que concurría con amigos
estudiantes
a oír las conferencias del... no sé cómo llamarlo: cura, pastor, reverendo,
sacerdote,
pues no estaba muy familiarizado con los títulos de aquellas personas
que
nos disertaban sobre tantos temas interesantes. El caso es que uno de esos
conferencistas
era también mi profesor de inglés en la Secundaria donde cursé los
estudios
anteriores a la carrera de Economía. El me enseñó los trucos para dominar
ese
idioma universal sin cuyo conocimiento la vida se hace más difícil en cualquier
continente,
pero nos enseñó a todos lo más importante: que lo más preciado de
todo
ser humano es el hogar, y por ende, la familia. "Eso no tiene
sustituto", nos
repetía
siempre. ¿Qué habrá sido de él? Debe estar ya metido en las profundidades
de
la muerte, sin el último consuelo de vernos graduados, encaminados, realizados,
como
estoy seguro de que hubiera sido su deseo, porque nuestras vidas se
interrumpieron
de zopetón con la toma del poder del nuevo César que tajó de un
tirón
nuestras humildes esperanzas. Pero eso no viene al caso. Si el hogar y la
familia
no
tienen sustitutos, quienes carecen de ambas cosas no tienen ni siquiera un
clavo
ardiendo
al que agarrarse. ¿Qué les queda entonces? Joderse. Sólo eso. Y yo, que
deambulo
no tan sólo sin hogar y sin familia, sino sin la esperanza ni siquiera humilde
de
tenerlos algún día. Selene sería el clavo por arder, pero no hay manera. A
veces
me
río a carcajadas resumiendo esta vida mierdera que quizás yo mismo me he
forjado,
pues como dice mi amigo Manuel, "cada cual se labra su propio
destino".
Pero
él no sabe, porque no lo ha vivido, cómo nos oprime el corazón ese momento
de
meditación en soledad, cuando nos da por pensar en nuestra situación y en las
nulas
posibilidades de mejora, cosa por demás inútil, porque que yo sepa,
rememorando
lo negativo de una vida nadie ha resuelto ningún problema. Y
Manuel
me lo reitera: "mira, querido amigo, sé que estás jodido, sé que estás
pasando
por un mal momento, sé que no has encontrado en mi país lo que
esperabas
encontrar, de acuerdo, pero óyeme bien: lo único que no debes hacer
es
precisamente lo que estás haciendo: lamentar tu decisión, que ya es
irremediable.
Por inútil, ¿comprendes? No haces sino empeorar tu situación, porque
cuando
un hombre se empecina en lamentarse a sí mismo, no razona bien". ¿Y
acaso
el Manu pretenderá que yo razone bien rodeado de la nada? Marcelo
refrenda
mi postura (que no es de gallina) pero a la vez me anima a continuar
tirando
a mierda esta vida que nos ha tocado y sobre todo, "lo mejor es deshacerse
de
todo lo que no sea imprescindible, macho, andar como la babosa, con la casa a
cuestas,
porque nosotros un día estamos aquí y otro allá, y mientras menos cosas
tengas
para moverte pues mucho mejor, mi hermano". Es un tipo del montón, pero
genial
en sus lanzadas sencilleces. Y tiene razón: comprar artículos, equipos, ropas y
otros
menesteres para tenerlos en un espacio que nunca será tuyo y con los cuales
tienes
que cargar cada vez que cambies de vivienda o de lugar de estancia, no es
un
juego de barajas. Porque el hogar es fijo y los nuestros son mutantes, dice
Marcelo.
--Por
favor, te ruego que cuando menciones algún personaje de tu novela, me aclares
si
se
trata de un ser de carne y hueso o de uno de esos que tú me sueltas que parecen
sacados
de alguna película de Disney.
--Querida
Selene, déjame aclararte que ya yo mismo no sé cuáles son los reales y
cuáles
los ficticios, aunque déjame decirte que a veces los que invento me
parecen
más humanos que los reales.
--La
verdad, no eres más que un quejón, o quejica, como se dice aquí. Quien te oye
como
te oigo yo diariamente pensará que estás al borde del acto final, porque tu
vida
es como un drama trágico. Yo tuve un hogar con un marido y dos hijos y ya ves:
mi
marido muerto, mis hijos estudiando en el extranjero, y yo metida en una
habitación
de hostal donde a pesar de los huéspedes paso casi todo el día sola.
Pero
no me da por atormentarme con la carencia de hogar, de familia, de otras
muchas
cosas que también me faltan y que también quizás ya nunca pueda tener.
--Tal
vez tú y yo somos, como dicen esos culebrones estúpidos, dos almas gemelas.
No
lo quieres entender y cada día que pasa es un nuevo día que perdemos, y
acuérdate,
después nos arrepentiremos de lo que no fue. ¿Me entiendes?
--No
soy tan burra. Y quizás en eso tengas razón, pues yo confieso que me he
arrepentido
de no haber hecho muchas cosas, pero ante lo irremediable, mejor el
olvido.
--¿Olvido
y camino, como dice la canción de Moncho?
--No
conozco esa canción ni sé quién es ese Moncho, así que paso.
--No
importa, yo tampoco la conozco, así que ídem. Pero al grano, paloma: a la
altura
de nuestros almanaques no creo que tengamos que pensar mucho las cosas,
no
vaya a ser cosa que cuando te dé por dar el paso te encuentres reposando
permanentemente.
Cuando
yo le hablo en esos términos a la que para mí fue La Rusa, que en realidad
es
ucraniana, y que ya desde hace tiempo es y será Selene, me olvido de que
pertenezco
a las categorías condenadas a 1) transgredir las leyes, 2) resignarse a
esperar
el carrito en plena calle, y 3) caer en la indigencia más escuálida y procaz,
a
la que también pertenecen 3 categorías: 1) los de a Metro, 2) los de a pie, y
3) los
de
a calle, porque aunque de momento se esté pasando el frío lo mejor posible
entre
cuatro paredes con un techo encima, no puede asegurarse que ese bienestar
entre
comillas será tan eterno como nuestras propias vidas.
--Suponte
que tú y yo formamos un hogar. ¿Eso nos garantiza que, como dice ese
bocadillo
cursi de obras aún más cursis: viviremos felices y comeremos perdices?
Vamos,
hombre.
--El
que no se arriesga no cruza la mar, dice el refrán 1234.
--Y
el que se arriesga puede que la cruce, pero también puede que se ahogue en el
intento.
--Bueno,
niña mía, entonces, ¿quedamos para ir al teatro mañana?
--Qué
rápido pasas de un asunto a otro. Sobre todo cuando te conviene.
--Está
bien, pero contéstame. Aprovecha, que ayer cobré el subsidio, por lo tanto te
invito.
--Déjate
de pavadas, hombre, que yo, aunque esté en la tea brava, gano más que
tú,
Y no voy a pensar que tú me estás chuleando. ¡Qué jodido eres, coño!
Y
así pasan las glorias de este mundo y del otro, que es el de los muertos de
Halloween,
que ésos sí tienen un hogar de donde nunca los podrán echar, aunque
a
veces venga algún pariente casi siempre lejano con la peregrina idea de mover
los
nichos o los cuerpos o lo que quede del extinto, para vaciar espacio en el
descanso
eterno. Los animales tienen mejor suerte: tienen su hogar (ellos mismos lo
hacen)
y en su reino no hay desahucios ni ventas del inmueble ni cierres por
mudanzas
propietarias a otros municipios, provincias o países, ni inquilinos
impresentables
que te aconsejan levantar el vuelo cuando menos lo deseas (en mis
mudanzas,
en todas, siempre he perdido algo, siempre se me ha roto algo, por eso
las
odio y no quisiera moverme de mi sitio nunca), etc. Claro que los animales
también
están sujetos a imprevistos como incendios, huracanes, terremotos, pero
esos
imprevistos no son regla ni ellos tienen la culpa. O sea, nené, que en todos
los
géneros
hay que arriesgarse a ver si al fin puede cruzarse el mar, que no siempre
está
sereno como dice Serafín el cerrajero. En fin, que tendrás que acostumbrarte a
cambiar
de vivienda casi como de vaquero y a sentarte en un sillón (en caso de
que
tengas uno, que tampoco será fácil), a entregarte a los recuerdos agradables,
a
dejar que tu imaginación te traslade a aquellos años en que fuiste feliz porque
tenías
un hogar y una familia que a pesar de las desavenencias lógicas del caso te
hacían
sentir ese calor que como decía mi profesor de inglés, es insustituible...
porque
para sentir nuevo calor tendrás que ir a la cocina, encender una hornilla, y
colocar
tus manos cerca de la llama... ¡Ay, muchacho! ¿El otro calor, el del hogar, el
insustituible?
Mejor olvídalo.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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