--Buenos
días, ¿se siente mejor hoy?
--Buenos
días. Pues sí, me siento mejor. No puedo estar a todas horas con los nervios
de
punta, ¿no?
La
Rusa pasaba la balleta. Me pareció que no le gustaba que la viera en esos
menesteres,
pero como no quería o no podía colocar a nadie, tenía que morder el
cordobán.
--Me
alegro. La vida se nos afea mucho más si tenemos los nervios de punta. ¿Dijo
algo
la radio sobre el atentado?
--Lo
de siempre. Tantos muertos, tantos heridos, tantas declaraciones de los
políticos
diciendo
lo mismo cada vez que hay un atentado. Apestan.
La
veía cansada. ¿Cuántos años cargaría sobre su esbelta espalda? Mujer
misteriosa,
se aislaba de todo metida en su habitación al fondo del hostal.
--Veo
que poco a poco usted se está resignando al sobresalto. Mejor así.
--Vamos,
no se burle. La resignación es un consuelo de los impotentes, algo que
nadie
puede quitarse de encima, porque nadie puede hacer otra cosa.
NI
ella ni yo teníamos un ápice de poder para luchar contra la adversidad, por eso
tal
vez nos sentíamos tan bien conversando y comentando. Y lamentándonos.
--Bueno,
usted y yo no podemos hacer otra cosa, pero debe haber alguien capaz
de
quitarnos de encima esta amenaza.
--Mire,
mi amigo, aquí todo el mundo está a merced de esta gentuza. todo el
mundo.
Los únicos que se salvan de sus atentados son los comunistas.
Se
burló, aunque sanamente, de mi desconocimiento total del panorama del país.
Me
dijo que a los comunistas los terroristas nunca les hacían el menor daño. No
quiso
extenderse.
--Conversando
con usted me estoy enterando de cosas que ni siquiera podía
imaginarme.
--Vamos,
que yo no soy el archivo nacional.
Era
algo mucho mejor que el archivo nacional. Por eso nuestras conversaciones se
hicieron
tan imprescindibles en mi estancia en su hostal que a veces otros huéspedes
la
llamaban a contar. Ella los atendía con dedicación, pero se los quitaba de
encima
con una habilidad que me dejaba boquiabierto. Eso, cuando estaba
conversando
conmigo.
--Con
estos truenos lo mejor es dedicarse a oír música.
--Pues
vaya ahorrando para que se compre una radiocasetera, porque en las
emisoras
no va a escaparse de tres cosas: el fútbol, los anuncios y las noticias, y las
noticias
casi todas políticas. Las emisoras públicas no pasan anuncios, pero en lo
demás
es la misma cosa.
--Y
a propósito: ¿no le parece que ya va siendo hora de tutearnos?
--Pues...
la verdad, es que siempre trato de usted a mis huéspedes. A todos, ¿
comprende?
Es una especie de... de ética comercial.
--No
exagere, Selene, que usted tampoco conversa con sus huéspedes como lo
hace
conmigo.
--Es
cierto, sí. Sí, quizás podríamos tutearnos, ¿por qué no? Ya usted casi está a
punto
de
convencerme de que hay que cambiar la tradición. Oiga, que usted me está
alterando
las costumbres... vaya con el hombre.
--Y
vaya con la mujer, diría yo. Porque usted también ha alterado un poco mi
agenda.
¿Ha notado cómo cada día dedico más tiempo a estar aquí, oyéndola y
hablándole?
No veo por qué no tutearnos, Selene. Comenzaré a hacerlo yo, por
caballerosidad,
y se... y te verás obligada a reciprocarme el tuteo.
--¿Obligada?
No me gustan las obligaciones. ¿No cree que es mejor que surjan así
como...
digamos, espontáneamente?
--No
me lo pongas tan difícil. Si me sigues tratando de usted me veré en la
obligación
de
retirar el tú y... y óyeme, ¿esto es un juego de palabras o una tontería? Mejor
el tú
y
ya está.
--Está
bien, hombre, está bien. Has ganado. Desde ahora tú eres tú y no usted. No
creo
que ese trato cambie nuestra relación, ¿eh?
--Ni
nuestra amistad, que continuará como las aventuras televisivas, aunque yo me
haya
ido del hostal.
--Y
bien, amiguito, ahora que no estás aquí hospedado, cuéntame qué haces
cuando
no estás aquí dándome la lata.
--Ah,
pues dedicarme a hacer gestiones, a visitar todos los organismos del Estado, a
que
me entrevisten, a llenar formularios, a rodar en el Metro y a veces en los
autobuses,
y a esperar, querida mía, a esperar que me contesten, que me citen, que
me
prometan, que ya me avisarán, etc. ¿Te parece una vida entretenida?
--Hombre,
peor están los que no tienen nada que hacer. ¿Por qué no escribes
artículos
y cartas y los mandas a los periódicos? Así tu situación se haría pública. Y
así
yo
podría leerte, porque a pesar de tus promesas nunca me has dado nada tuyo
para
que lo lea.
--Ya
te lo daré cuando pase mis cosas al limpio, porque como las traje mejor es no
intentar
descifrarlas, que no ya leerlas. Y eso de escribir a los periódicos... ja ja
ja. Se
ve
que tú no estás en el ambiente. Mira, a mí nunca me darían oportunidad de
publicar
ni hostias. Los que tienen el poder de aceptar y rechazar colaboraciones
aceptan
a quienes tienen un nombre y rechazan a tipos desconocidos como yo. ¿
Te
das cuenta? Es inútil. Al principio envié algunas notas, no creas, y no me
contestó
ni
el Tata Cuñengue. Así que no te desesperes.
--Contigo
no, porque contigo la desesperación es totalmente infructuosa. Por cierto,
¿qué
hay sobre tu asilo?
--Nada
todavía. Sigo en el centro de acogida como sabes, que realmente allí estoy
muy
bien porque me lo dan todo sin tener que esforzarme para conseguir nada, y
bueno,
como somos seis personas y es un apartamento, al menos me siento casi
como
si estuviera en un hogar. Aquí, de no estar tú... no te ofendas, pero esto...
--Lo
sé. No me ofendo nunca con la verdad. No creas que a mí me gusta vivir
metida
en mi habitación y atendiendo a los huéspedes, lo que pasa es que...
--Lo
que pasa es lo que no se traba, querida. La solución está en tus manos. ¿Por
qué
eres
tan reacia? Ríndete a la evidencia: como dice el lugar común, hemos nacido
el
uno para el otro.
Después
de pasar los interrogatorios (algo que yo creí eliminado al salir de mi país),
de
tomarme fotos, de hacerme análisis, de ir aquí y allá, de recoger la tarjeta
amarilla
de admitido a trámite y de algunos papelillos más, me enviaron a un piso en
una
ciudad cercana a la capital, donde estuve conviviendo nueve meses con otras
cinco
ilusionadas personas que también habían solicitado el asilo. Pero en todo ese
tiempo,
hasta que al fin la bella suerte se acordó de tocar en mi puerta, mis visitas
al
hostal
se hicieron casi diarias. Y cuando no podía ir por alguna razón poderosa o
imprevista,
La Rusa, o sea, Selene, según se atrevió a confesarme una mañana en
que
me aparecí con una flor solitaria para ella, me echaba de menos. Estaba
preocupado,
pensando cómo terminarían las novelas: la que estaba escribiendo y
la
que ya empezábamos a protagonizar Selene y yo. Y una tarde en que me invitó a
tomar
el té de las cinco, aunque pasaban de las seis, entré en su cuarto y me
quedé
pasmado al ver lo ordenadas que tenía todas sus cosas, que no eran
demasiadas.
Todavía arrastraba algún lastre: dejó la puerta abierta, por si acaso. ¿
Por
si acaso qué? A veces salíamos del hostal y nos íbamos al McDonald de la
esquina
a saborear la comida basura, tan rica y tan vilipendiada. Otras nos
metíamos
en un cine, cuando ella lograba que una de sus huéspedes favoritas (por
la
ayuda que le brindaba sin dejar de pagarle, supongo que menos) se quedara al
tanto.
Y así el reloj se encargaba de llamarnos la atención de lo rápido que pasa el
tiempo
y de lo viejos que nos estábamos poniendo.
--¿No
te parece que nos demoramos demasiado tiempo para tutearnos y para salir
juntos
por ahí? Hemos perdido mucho tiempo y me pregunto si será así para todo
entre
nosotros.
--Es
que dice un refrán que la prisa nunca es elegante.
--Y
dice otro que la demora nunca es edificante.
--Déjate
de pavadas y no inventes, que tú no pareces un desesperado de ninguna
manera
en que se te mire.
--Quizás,
pero tú estás mucho más llena de vida.
--¡Ah,
sí, claro! Imposible, imprevisible, sorprendente, ya no sé cómo llamarte. Y oye
cómo
me llaman... ¡Enseguida voy, don Anselmo! Ultimamente me entretengo
demasiado
contigo y desatiendo mis tareas del hostal. Voy a tener que
administrarme
mejor.
--Acuérdate:
me prometiste que la próxima merienda iría por ti.
--Me
acuerdo, pero al paso que vamos terminaremos en una cena por todo lo alto,
¿y
quién la pagará?
--Ya
veremos. Oye, ¿te estás preocupando por el dinero o son ideas que me hago?
--Es
que lo tuyo es contagioso.
--¿Lo
mío? Bueno, menos mal. Pensaba que te estabas volviendo... bueno, mejor así,
podemos
echarlo a la suerte con una moneda. La cena, digo.
--No
soy adicta a los juegos de azar.
--Yo
tampoco, pero para que no caiga el gravamen sobre uno de los dos
solamente.
En todo caso, ¿por qué no pagamos a la rusa?
--Eso
de a la rusa es una expresión que no se ajusta a la realidad, así que olvídalo.
Fama
que criamos y sin acostarnos a dormir. Pero hay muchísimos países donde
cada
cual paga lo suyo, como Perogrullo.
--Graciosa
la niña, caramba. Estás aprendiendo.
--No
te pongas... como dicen en tu país: pesado. No te pongas pesado.
--Trataré,
porque en mi país es preferible ser maricón a ser pesado.
--¡Qué
boca más sucia, Dios mío! Estás peor que la televisión. Pero no voy a
ruborizarme,
digas lo que digas.
--No
creo que te ruborices por tan poca cosa. Anda, ve a ver qué quiere don
Anselmo
antes de que arme un escándalo. Yo creo que está celoso. El pobre. Pero no
tiene
chance.
--¡Pero
qué engreído eres! Anda ya, hombre... contigo no se puede. Tú... ¡Anda ya!
Augusto Lázaro
(continuará)
@augustodelatorr
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