domingo, 21 de abril de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 14


Primero fue el Hostal Odessa de la mano de Leila que me esperó en el aeropuerto

por encargo del amigo que logró sacarme del país después de un sinfín de

gestiones y un celemín de dólares. Allí conocí a La Rusa, o sea, Selene, o sea, mi

gran amiga del alma y del cuerpo... bueno, todavía no del cuerpo, pero insisto a ver

en qué para esta envolvencia. Del hostal pasé al CAT (Centro de acogida temporal)

a donde me enviaron por haber sido admitida a trámite mi solicitud de asilo y en

espera de la resolución que tardaría seis meses, aunque estuve en ese sitio nueve.

Fue mi mejor época en este país, pues tenía la ilusión y la ilusión siempre embellece

la existencia humana, por muy fea que sea o esté. Allí conviví con otros cinco

solicitantes que se convirtieron en amigos hasta que dejé el lugar y ellos salieron de

mi vida, pues no he vuelto a saber de ninguno (ni siquiera sé si están vivos o muertos,

si siguen en este país o se han ido, si les concedieron el asilo o los mandaron a la

mierda, pero esa historia no puedo reseñarla ni siquiera resumirla porque no la sé). Mi

tercera cobija fue un estudio que alquilé cuando salí del CAT con un dinero que me

entregaron por haber obtenido el asilo, para que fuera tirando a ver si encontraba

el milagro que me librara del temor a convertirme en un mendigo callejero. Pero el

estudio fue un error: me salía demasiado caro y el dinero mermaba sin posibilidades

de que me entrara una sola peseta. A los tres meses me fui del estudio y alquilé mi

primer piso compartido. ¡Bendito sea el dulce de leche! Esto de los pisos compartidos

tiene tela y a la vez no tiene desperdicio. Ya verán. O mejor dicho, ya leerán. Pues

ese primer piso compartido, situado en la calle Virgen del Coro (¿qué virgen, de qué

coro?) tenía como inquilinos a la dueña, a una cubanita de buen ver que casi no

paraba en su cuarto, y a un nativo al que casi no vi porque hacía acto de presencia

a altas horas de la noche (nunca me enteré si era noctámbulo, sereno o

trasnochado) y se iba a tempranas horas de la madrugada, y si volvía cuando yo no

estaba no lo sé, pues no soy amigo de estar averiguando cosas que no me interesan

ni me importan. Allí descubrí la inconveniencia de vivir en el mismo lugar con la

persona a la que tienes que pagar el alquiler, pues a la larga se convierte en un

obstáculo cuando no en una vigilante de tus movimientos y de tu espacio, ya que

tiene la llave de cada habitación por su derecho y ni se te ocurra preguntarle por

qué tiene que tenerla. Al poco tiempo decidí alzar el vuelo y alquilar otro piso,

también compartido, por supuesto, pues con lo que tenía gracias que podía no

quedarme en la calle incrementando el número de personas llamadas "sin hogar",

aunque vivir en un piso compartido no era vivir en un hogar, pero al menos si llovía

no te mojabas y si hacía mucho frío te calentabas dentro. Mi quinta vivienda (el

hostal que pagaba mi amigo, el CAT, el estudio y Virgen del Coro, ya iban 4) estaba

en la calle Movinda, justo al lado de la Plaza de Ciudad Lineal, un buen sitio con

buena comunicación: tenía otros tres ciudadanos, dos nativos y un rumano

fumador empedernido que no se sentía cuando estaba allí. De los nativos, uno era

un borrachín nocturno y por el día buenísima persona, amable y servicial, que me

ayudó con la mudanza, pero cuando estaba jai... en fin, y el otro un mariconsón de

quita y pon, metido en su cuarto y gestionando como un mímico, que no se metía

con nadie que no se metiera con él, como era mi caso. De aquel sitio salí disparado

cuando una noche se reunieron unas cuantas locas con el susodicho y alborotaron

tanto que el rumano tuvo que tocarles la puerta porque no lo dejaban dormir y se

armó la gorda, aunque entre los contertulios no había nadie que pesara más de 70

kilogramos. Carené después en otro lugar encantador, en la calle Zúmel, junto al

Metro Simancas, y donde compartí con dos personajes deliciosos: Juan y Jesús (a

este último lo llamaba, cariñosamente, El Manganzón, porque se echaba en la

cama de un tirón 14 horas repartidas entre la noche oscura y la siesta encerrada y

jugaba al agüita y el gel un par de veces cada 7 días). El viejo que cobraba vivía

justo al lado, en el mismo edificio, y entraba en mi cuarto cada vez que le salía de

sus huevos, con el pretexto de que limpiaba, cambiaba la ropa de cama, y

trajinaba con sus botellas de vino que tenía guardadas dentro (algo parecido a

Lesotho dentro de la Unión Sudafricana o algo así) porque me imagino que no

quería que su esposa se enterara de cómo empinaba el codo cuando ella no lo

veía, pues otra razón no encontré, y el hombre por esa entradera que tenía no

dejaba de fisgonear y no me dejaba ni rascarme la verija en paz. O sea, Ruperta,

que como era de esperar -y esperé más de la cuenta- espanté la mula con el

número 6 en mi haber habitacional. Volví a comprar periódicos donde aparecían las

ofertas de pisos compartidos en alquiler y a llamar por teléfono a mis posibles

caseros (o caseras) para cuadrar la visita a ver si me convenía lo que había vacío y

el precio y el lugar y todo lo demás menos los coinquilinos, que a esos raramente

podía verlos cuando iba a acordar la mudanza para mi nuevo hogar. Encontré algo

en Yecla (así se llama la dichosa calle), cerca de donde estaba en Zúmel, donde

conviví con otro rumano también fumador, pero trabajador esforzado que apenas

paraba en el piso, y con un jovenzuelo del patio medio loco y guarro entero que

dejaba los cacharros de cocina donde terminaba de usarlos y de fregar cuando se

acordaba que tenía algo sucio porque se lo recordábamos educadamente. Mi

octava y penúltima residencia en la tierra de todos y de nadie fue en García

Noblejas en una casa de familia (debí tener la inteligencia más abajo del final de la

espalda cuando alquilé ese cuarto) que parecía una pensión de mala muerte, con

un niño chiquito que cagaba y dejaba su firma flotando en la taza (todo un

espectáculo) y allí permanecí 28 días solamente, por razones obvias, que fueron mis

peores 28 días por razones expuestas. Y al fin y al cabo heme aquí donde estoy hoy

y ahora, acompañado por mis dos inquilinos reseñados, personajes sin dudas fuera

de serie y con los cuales me quedaré hasta que mi asistenta social me consiga un

piso tutelado. Porque no me mudo ni una sola vez más. Chirrín chirrán. Como la

hiedra, amiguitos, de aquí no me saca ni el coronel Buendía con sus escopetas

mohosas y su gallo escuálido. Ni una más, a no ser que Selene me indique el

camino hacia la paz, la tranquilidad, la quietud, la agradable sensación de sentirme a

plenitud como Paco Rabal que pronunció una frase histórica en la película Pajarico,

sentado en un sillón en la arena de una playa: "¡qué bien se está cuando se está

bien!"...

--Así que son nueve en total los lugares en que he tenido el placer de vivir en estos

años, o sea, que me he mudado ocho veces, querida. Creo que no te di la cifra

exacta.

--¿Qué diablos importa eso? Lo que importa es tu decisión de no seguir mudándote.

No lo hubieras hecho tantas veces si desde la primera vez hubieras escogido bien el

sitio donde ibas a vivir.

--Como si eso fuera fácil. Mujer, que no te enteras de que la calle está de apaga y

métete donde aparezca un espacio.

--Quizás. Pero ya que has decidido quedarte donde estás, ¿soportarás a esas

personas tan interesantes que conviven contigo?

--Pues sí, creo que sí. Ya las soporto, como ellas a mí, supongo. Y según el contrato

que me entregó el casero puedo estar allí durante cinco años. Aunque confío en

que mi asistenta social me resuelva mucho antes el piso tutelado.

--¿Y ya has averiguado cómo son esos pisos tutelados? No vaya a ser cosa que...

--Mira, criatura, tengo dos opciones: una, el piso tutelado, sea como sea, porque

además, pagaría mucho menos que en el compartido, y la otra, que es a la que

aspiro de verdad, establecerme contigo en un lugar que al menos se parezca a un

hogar

--De verdad que eres persistente, machacoso, insistente, majadero y unas cuantas

cosas más. Suerte que yo no te hago caso.

--Y ese es tu principal error, monada, no hacerme caso. Porque mis proposiciones no

son de ninguna manera como las de Robert Redford a la muy honrada Demi Moore.

¿La viste?

--La vi. Pero ni tú eres Robert Redford ni yo soy Demi Moore, querido mío.

Esta mañana el vigilante se levantó temprano. Hay que creer en los milagros. Antes

de las ocho ya estaba dando paseítos por el piso, aprovechando que el albañil se

había ido ya. Estuvo un largo rato empaquetando libros y revistas y se largó dando

un portazo, quizás a darle una vuelta a la familia, que debe tener. Por lo tanto, el

piso era todo mío, hasta que regresara el albañil por la tarde o el vigilante con

nuevos paquetes de libros como de costumbre. El piso se mantuvo en paz el santo

día mientras yo me vine hasta el hostal como todos los días a incrementar mis

intentos con Selene.

--¿Ni el albañil ni el vigilante son de la capital? No sé por qué será que a todo el

mundo le gusta vivir en esta urbe. Yo viviría mejor en un pueblito de los alrededores,

más tranquilos y mucho más baratos, pero en esos lugares este hostal no tendría

sentido.

--Pues yo tengo la solución: te vienes conmigo a uno de esos pueblos y plantamos

allí una de esas tiendas que vende de todo y ya verás cómo nos vamos a forrar.

--A forrar de ilusiones, querido, vanas como las avellanas.

--Oye, mira que tú eres reacia. ¿Cuándo te vas a rendir a la evidencia?

--No acostumbro a rendirme tan fácil... ¡oh! Tú me haces decir cada cosas que...

--¡Tocada! Se te escapó, ¿verdad? Claro, tan fácil, por supuesto. Si eso es lo que más

me gusta de ti, querida mía, que tú no eres nada fácil. Tú...

--Ya está bien, hombre. Mejor háblame del albañil, o del vigilante, es más

entretenido que oír tantas tonterías.

--Nunca digas de esta agua no beberé... agrega al menos mientras no tenga sed.

--Contigo no se puede, tú... bueno, ya. ¿Has visto lo que me dejaron los graciosos en

la puerta del hostal?

--Lo vi, pero no sólo en tu puerta, esos adefesios que los periódicos llaman pintadas

están en todas las fachadas de la cuadra, y de toda la ciudad. De la cuadra, quiero

decir, de la manzana, ¿vale?

--Te entiendo. Ya me sé todas esas palabras... Ya estoy cansada de borrar tantos

emplastos, pero es inútil, al día siguiente vuelven. Y nadie hace nada por evitar que

esto suceda. Aquí los gamberros hacen y deshacen y se ríen de las autoridades,

como los delincuentes. Y no creas que son sólo pintadas. Hacen cosas mucho

peores.

Los gamberros embadurnan paredes, puertas y ventanas, vuelcan los contenedores,

explosionan los depósitos de basura, tiran al suelo cabos de cigarros, chicles,

envoltorios, potes vacíos, revistas estrujadas, se emborrachan y escandalizan en la

vía pública, orinan a la entrada o salida de los metros, molestan a los viajeros con sus

gritos ensordecedores, derriban las señales de aviso de alerta, rayan cristales de los

medios de transporte, ponen sus patas encima de los asientos, fuman en zonas

prohibidas, alteran el orden y campean por sus cojones, y cuando la policía se

decide a detener a algunos, el juez de turno los pone en la calle a pocas horas o

cuanto más al día siguiente, nadie sabe por qué, o sí lo saben y se hacen los que no

lo saben... Pero la peor de todas sus tropelías... ¡por el caballo de Santiago!, es que

le caen bien a mucha gente que incluso les celebra sus "gracias" y los justifican

porque "es que son jóvenes y tienen que divertirse"... ja ja ja, hay que reírse, sí,

graciosos niñitos, caramba. Ya lo dijo Santo Tomás: si no lo veo no lo creo, Silverio (no

el torero, q. e. p. d., sino el vendedor de loterías de la calle Valverde, que goza de

buena salud y mejor vida), que lo mejor es abstenerse. O sea, que estamos jodidos y

si te encabronas por cualquier cosa peor para ti, que sólo eres un triste espectador

de la farándula gamberril, invencible y todopoderosa.

--Menos mal que así puedo consolarme pensando que el albañil y el vigilante son

angelitos comparados con estos fiñes tan simpáticos que pintan tu fachada.

--Es lo mejor que haces. No sufras calenturas ajenas, que una vez me dijiste que ni tú

ni yo, juntos o separados, podemos arreglar este mundo.

--Entonces, amada prenda mía, arreglémonos nosotros dos, que sería mucho más

sensato y provechoso para ambos...

--¿Oyes? Me llama Isolina, así que no puedo seguir escuchando tus requisitorias.

--Ya me está cayendo mal esa Isolina. Un día de éstos la voy a mandar lejos.

Augusto Lázaro


@augustodelatorr

(continuará)

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