Primero
fue el Hostal Odessa de la mano de Leila que me esperó en el aeropuerto
por
encargo del amigo que logró sacarme del país después de un sinfín de
gestiones
y un celemín de dólares. Allí conocí a La Rusa, o sea, Selene, o sea, mi
gran
amiga del alma y del cuerpo... bueno, todavía no del cuerpo, pero insisto a ver
en
qué para esta envolvencia. Del hostal pasé al CAT (Centro de acogida temporal)
a
donde me enviaron por haber sido admitida a trámite mi solicitud de asilo y en
espera
de la resolución que tardaría seis meses, aunque estuve en ese sitio nueve.
Fue
mi mejor época en este país, pues tenía la ilusión y la ilusión siempre
embellece
la
existencia humana, por muy fea que sea o esté. Allí conviví con otros cinco
solicitantes
que se convirtieron en amigos hasta que dejé el lugar y ellos salieron de
mi
vida, pues no he vuelto a saber de ninguno (ni siquiera sé si están vivos o
muertos,
si
siguen en este país o se han ido, si les concedieron el asilo o los mandaron a
la
mierda,
pero esa historia no puedo reseñarla ni siquiera resumirla porque no la sé). Mi
tercera
cobija fue un estudio que alquilé cuando salí del CAT con un dinero que me
entregaron
por haber obtenido el asilo, para que fuera tirando a ver si encontraba
el
milagro que me librara del temor a convertirme en un mendigo callejero. Pero el
estudio
fue un error: me salía demasiado caro y el dinero mermaba sin posibilidades
de
que me entrara una sola peseta. A los tres meses me fui del estudio y alquilé
mi
primer
piso compartido. ¡Bendito sea el dulce de leche! Esto de los pisos compartidos
tiene
tela y a la vez no tiene desperdicio. Ya verán. O mejor dicho, ya leerán. Pues
ese
primer piso compartido, situado en la calle Virgen del Coro (¿qué virgen, de
qué
coro?)
tenía como inquilinos a la dueña, a una cubanita de buen ver que casi no
paraba
en su cuarto, y a un nativo al que casi no vi porque hacía acto de presencia
a
altas horas de la noche (nunca me enteré si era noctámbulo, sereno o
trasnochado)
y se iba a tempranas horas de la madrugada, y si volvía cuando yo no
estaba
no lo sé, pues no soy amigo de estar averiguando cosas que no me interesan
ni
me importan. Allí descubrí la inconveniencia de vivir en el mismo lugar con la
persona
a la que tienes que pagar el alquiler, pues a la larga se convierte en un
obstáculo
cuando no en una vigilante de tus movimientos y de tu espacio, ya que
tiene
la llave de cada habitación por su derecho y ni se te ocurra preguntarle por
qué
tiene que tenerla. Al poco tiempo decidí alzar el vuelo y alquilar otro piso,
también
compartido, por supuesto, pues con lo que tenía gracias que podía no
quedarme
en la calle incrementando el número de personas llamadas "sin hogar",
aunque
vivir en un piso compartido no era vivir en un hogar, pero al menos si llovía
no
te mojabas y si hacía mucho frío te calentabas dentro. Mi quinta vivienda (el
hostal
que pagaba mi amigo, el CAT, el estudio y Virgen del Coro, ya iban 4) estaba
en
la calle Movinda, justo al lado de la Plaza de Ciudad Lineal, un buen sitio con
buena
comunicación: tenía otros tres ciudadanos, dos nativos y un rumano
fumador
empedernido que no se sentía cuando estaba allí. De los nativos, uno era
un
borrachín nocturno y por el día buenísima persona, amable y servicial, que me
ayudó
con la mudanza, pero cuando estaba jai... en fin, y el otro un mariconsón de
quita
y pon, metido en su cuarto y gestionando como un mímico, que no se metía
con
nadie que no se metiera con él, como era mi caso. De aquel sitio salí disparado
cuando
una noche se reunieron unas cuantas locas con el susodicho y alborotaron
tanto
que el rumano tuvo que tocarles la puerta porque no lo dejaban dormir y se
armó
la gorda, aunque entre los contertulios no había nadie que pesara más de 70
kilogramos.
Carené después en otro lugar encantador, en la calle Zúmel, junto al
Metro
Simancas, y donde compartí con dos personajes deliciosos: Juan y Jesús (a
este
último lo llamaba, cariñosamente, El Manganzón, porque se echaba en la
cama
de un tirón 14 horas repartidas entre la noche oscura y la siesta encerrada y
jugaba
al agüita y el gel un par de veces cada 7 días). El viejo que cobraba vivía
justo
al lado, en el mismo edificio, y entraba en mi cuarto cada vez que le salía de
sus
huevos, con el pretexto de que limpiaba, cambiaba la ropa de cama, y
trajinaba
con sus botellas de vino que tenía guardadas dentro (algo parecido a
Lesotho
dentro de la Unión Sudafricana o algo así) porque me imagino que no
quería
que su esposa se enterara de cómo empinaba el codo cuando ella no lo
veía,
pues otra razón no encontré, y el hombre por esa entradera que tenía no
dejaba
de fisgonear y no me dejaba ni rascarme la verija en paz. O sea, Ruperta,
que
como era de esperar -y esperé más de la cuenta- espanté la mula con el
número
6 en mi haber habitacional. Volví a comprar periódicos donde aparecían las
ofertas
de pisos compartidos en alquiler y a llamar por teléfono a mis posibles
caseros
(o caseras) para cuadrar la visita a ver si me convenía lo que había vacío y
el
precio y el lugar y todo lo demás menos los coinquilinos, que a esos raramente
podía
verlos cuando iba a acordar la mudanza para mi nuevo hogar. Encontré algo
en
Yecla (así se llama la dichosa calle), cerca de donde estaba en Zúmel, donde
conviví
con otro rumano también fumador, pero trabajador esforzado que apenas
paraba
en el piso, y con un jovenzuelo del patio medio loco y guarro entero que
dejaba
los cacharros de cocina donde terminaba de usarlos y de fregar cuando se
acordaba
que tenía algo sucio porque se lo recordábamos educadamente. Mi
octava
y penúltima residencia en la tierra de todos y de nadie fue en García
Noblejas
en una casa de familia (debí tener la inteligencia más abajo del final de la
espalda
cuando alquilé ese cuarto) que parecía una pensión de mala muerte, con
un
niño chiquito que cagaba y dejaba su firma flotando en la taza (todo un
espectáculo)
y allí permanecí 28 días solamente, por razones obvias, que fueron mis
peores
28 días por razones expuestas. Y al fin y al cabo heme aquí donde estoy hoy
y
ahora, acompañado por mis dos inquilinos reseñados, personajes sin dudas fuera
de
serie y con los cuales me quedaré hasta que mi asistenta social me consiga un
piso
tutelado. Porque no me mudo ni una sola vez más. Chirrín chirrán. Como la
hiedra,
amiguitos, de aquí no me saca ni el coronel Buendía con sus escopetas
mohosas
y su gallo escuálido. Ni una más, a no ser que Selene me indique el
camino
hacia la paz, la tranquilidad, la quietud, la agradable sensación de sentirme a
plenitud
como Paco Rabal que pronunció una frase histórica en la película Pajarico,
sentado
en un sillón en la arena de una playa: "¡qué bien se está cuando se está
bien!"...
--Así
que son nueve en total los lugares en que he tenido el placer de vivir en estos
años,
o sea, que me he mudado ocho veces, querida. Creo que no te di la cifra
exacta.
--¿Qué
diablos importa eso? Lo que importa es tu decisión de no seguir mudándote.
No
lo hubieras hecho tantas veces si desde la primera vez hubieras escogido bien
el
sitio
donde ibas a vivir.
--Como
si eso fuera fácil. Mujer, que no te enteras de que la calle está de apaga y
métete
donde aparezca un espacio.
--Quizás.
Pero ya que has decidido quedarte donde estás, ¿soportarás a esas
personas
tan interesantes que conviven contigo?
--Pues
sí, creo que sí. Ya las soporto, como ellas a mí, supongo. Y según el contrato
que
me entregó el casero puedo estar allí durante cinco años. Aunque confío en
que
mi asistenta social me resuelva mucho antes el piso tutelado.
--¿Y
ya has averiguado cómo son esos pisos tutelados? No vaya a ser cosa que...
--Mira,
criatura, tengo dos opciones: una, el piso tutelado, sea como sea, porque
además,
pagaría mucho menos que en el compartido, y la otra, que es a la que
aspiro
de verdad, establecerme contigo en un lugar que al menos se parezca a un
hogar
--De
verdad que eres persistente, machacoso, insistente, majadero y unas cuantas
cosas
más. Suerte que yo no te hago caso.
--Y
ese es tu principal error, monada, no hacerme caso. Porque mis proposiciones no
son
de ninguna manera como las de Robert Redford a la muy honrada Demi Moore.
¿La
viste?
--La
vi. Pero ni tú eres Robert Redford ni yo soy Demi Moore, querido mío.
Esta
mañana el vigilante se levantó temprano. Hay que creer en los milagros. Antes
de
las ocho ya estaba dando paseítos por el piso, aprovechando que el albañil se
había
ido ya. Estuvo un largo rato empaquetando libros y revistas y se largó dando
un
portazo, quizás a darle una vuelta a la familia, que debe tener. Por lo tanto,
el
piso
era todo mío, hasta que regresara el albañil por la tarde o el vigilante con
nuevos
paquetes de libros como de costumbre. El piso se mantuvo en paz el santo
día
mientras yo me vine hasta el hostal como todos los días a incrementar mis
intentos
con Selene.
--¿Ni
el albañil ni el vigilante son de la capital? No sé por qué será que a todo el
mundo
le gusta vivir en esta urbe. Yo viviría mejor en un pueblito de los
alrededores,
más
tranquilos y mucho más baratos, pero en esos lugares este hostal no tendría
sentido.
--Pues
yo tengo la solución: te vienes conmigo a uno de esos pueblos y plantamos
allí
una de esas tiendas que vende de todo y ya verás cómo nos vamos a forrar.
--A
forrar de ilusiones, querido, vanas como las avellanas.
--Oye,
mira que tú eres reacia. ¿Cuándo te vas a rendir a la evidencia?
--No
acostumbro a rendirme tan fácil... ¡oh! Tú me haces decir cada cosas que...
--¡Tocada!
Se te escapó, ¿verdad? Claro, tan fácil, por supuesto. Si eso es lo que más
me
gusta de ti, querida mía, que tú no eres nada fácil. Tú...
--Ya
está bien, hombre. Mejor háblame del albañil, o del vigilante, es más
entretenido
que oír tantas tonterías.
--Nunca
digas de esta agua no beberé... agrega al menos mientras no tenga sed.
--Contigo
no se puede, tú... bueno, ya. ¿Has visto lo que me dejaron los graciosos en
la
puerta del hostal?
--Lo
vi, pero no sólo en tu puerta, esos adefesios que los periódicos llaman
pintadas
están
en todas las fachadas de la cuadra, y de toda la ciudad. De la cuadra, quiero
decir,
de la manzana, ¿vale?
--Te
entiendo. Ya me sé todas esas palabras... Ya estoy cansada de borrar tantos
emplastos,
pero es inútil, al día siguiente vuelven. Y nadie hace nada por evitar que
esto
suceda. Aquí los gamberros hacen y deshacen y se ríen de las autoridades,
como
los delincuentes. Y no creas que son sólo pintadas. Hacen cosas mucho
peores.
Los
gamberros embadurnan paredes, puertas y ventanas, vuelcan los contenedores,
explosionan
los depósitos de basura, tiran al suelo cabos de cigarros, chicles,
envoltorios,
potes vacíos, revistas estrujadas, se emborrachan y escandalizan en la
vía
pública, orinan a la entrada o salida de los metros, molestan a los viajeros
con sus
gritos
ensordecedores, derriban las señales de aviso de alerta, rayan cristales de los
medios
de transporte, ponen sus patas encima de los asientos, fuman en zonas
prohibidas,
alteran el orden y campean por sus cojones, y cuando la policía se
decide
a detener a algunos, el juez de turno los pone en la calle a pocas horas o
cuanto
más al día siguiente, nadie sabe por qué, o sí lo saben y se hacen los que no
lo
saben... Pero la peor de todas sus tropelías... ¡por el caballo de Santiago!,
es que
le
caen bien a mucha gente que incluso les celebra sus "gracias" y los
justifican
porque
"es que son jóvenes y tienen que divertirse"... ja ja ja, hay que
reírse, sí,
graciosos
niñitos, caramba. Ya lo dijo Santo Tomás: si no lo veo no lo creo, Silverio (no
el
torero, q. e. p. d., sino el vendedor de loterías de la calle Valverde, que
goza de
buena
salud y mejor vida), que lo mejor es abstenerse. O sea, que estamos jodidos y
si
te encabronas por cualquier cosa peor para ti, que sólo eres un triste
espectador
de
la farándula gamberril, invencible y todopoderosa.
--Menos
mal que así puedo consolarme pensando que el albañil y el vigilante son
angelitos
comparados con estos fiñes tan simpáticos que pintan tu fachada.
--Es
lo mejor que haces. No sufras calenturas ajenas, que una vez me dijiste que ni
tú
ni
yo, juntos o separados, podemos arreglar este mundo.
--Entonces,
amada prenda mía, arreglémonos nosotros dos, que sería mucho más
sensato
y provechoso para ambos...
--¿Oyes?
Me llama Isolina, así que no puedo seguir escuchando tus requisitorias.
--Ya
me está cayendo mal esa Isolina. Un día de éstos la voy a mandar lejos.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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