En
casa de mi amiga Ana, después de un almuerzo a la carta, como llama su esposo
a
mis antojos (siempre le pido que me sirva arroz, mi plato salado favorito), nos
sentamos,
como hacemos usualmente, a hacer la sobremesa, en el salón, Javier y
yo,
con la tele encendida aunque no la miramos. Ana se queda en la cocina para
recoger
la mesa y poner fuentes, platos y cubiertos en el lavavajillas automático y
quizás
después incorporarse al diálogo, si no se deja dominar por el sueñecito que
dice
que a esta hora el cuerpo le pide. En mala hora se me ocurre preguntarle a
Javier,
como el que no quiere la cosa, cuántos años cree él que me quedan. Javier
piensa,
mueve la cabeza, me mira fijamente y me suelta que quince. O sea, que yo
viviré
hasta los 80. Es la media, me dice. ¡Joder! En mi cuarto, con la soledad como
fondo
y el silencio como compañía, me pongo a pensar como un zoquete y me doy
cuenta
por primera vez de la real posibilidad de la muerte, no dentro de quince
años,
sino mañana mismo, o quizás dentro de treinta, cuando ya esté endeble,
enclenque,
cañengo y chenene. Y además, pellejo. Y no sé realmente qué sería lo
mejor,
si vivir unos pocos más con esta autonomía y validez con que cuento hasta
hoy,
o durar largamente hasta que tengan que limpiarme el culete cuando me
haga
caca sin aviso previo. Pues eso, que la cabrona muerte no envía telegramas
de
aviso y tampoco regala los síntomas a no ser que tengas una de esas malas que
la
hipocresía llama larga y penosa enfermedad en lugar de decir que el tipo se
murió
de cáncer en el páncreas. ¡Ah! Pues sí, que el miedo que me eriza los pelos
no
es a morirme, sino a dejar de vivir en buena forma como hasta ahora he logrado
vivir.
Eso aterra. Y quince añitos... diez... cinco... uno... el mes que viene...
mañana
por
la tarde... ¿Quién tiene la llave de los truenos? ¿Quién te asegura que vas a
vivir
tanto
a partir de este momento? Pero lo curioso es que yo, por primera vez en mi
jodida
existencia, he meditado en firme sobre lo que tiene que llegar sin poder
evitarlo.
La muerte, al igual que el color de los dientes de todos los seres humanos
y
su caca, es igual para todos, sin excepción: no falla. Por eso y por tonto me
pongo
a darle vueltas a esa idea de interrumpir mi preciosa pasada por la vida, o
mejor
expresado, como ya dije: dejar de vivir, que esa es la cosa. Me sobrecojo...
Es
que uno se pregunta, cuando lo ataca la corcomilla de pensar en la pelona, que
es
algo así como pensar en los palitos chinos, si es que está perdiendo el tiempo
ante
lo inevitable, pero uno es un tipo matraquilloso y hasta un poco masoquista
(eso
me lo ha dicho Selene varias veces) y uno insiste como un niño con una perreta
pidiendo
el dulce que la madre no quiere darle antes de la comida caliente y
salada,
y por eso uno malgasta su tiempo y se automartiriza con que coño, si me
llega
la hora antes de Navidad, o si me llega en la cama, agonizando tras “una
larga
y penosa enfermedad”, si me llega de
pronto en la calle delante de la gente
convirtiendo
ese acto tan natural en un show público, porque a la gente le encanta
el
morbo, ah, pero sobre todo, si me llega estando más solo que un latón de basura
con
pescado podrido, y nada, majete, que sigues con el mismo violín, y no quieres
aceptar
que sigues y continúas martirizándote hasta lo infinito ¿y para qué, Katiuska?
Y
en mi caso la muerte será peor, porque yo no creo ni en la sombra que proyecta
mi
cuerpo bajo el sol, ni siquiera tengo ese consuelo de conformarme aspirando a
una
vida mejor o al paraíso, o a sentarme en la diestra de Dios padre como
consejero
económico-social, nada de eso. Malaventurados los que no creemos,
porque
de nosotros será la gran pesadilla de soñar despiertos con dormirnos para
siempre.
Y el Diablo no se me va a aparecer (Fausto y Dorian Gray no son más que
personajes
de la imaginación idealista de Goethe y Oscar Wilde), pero si se me
apareciera
soy capaz de venderle no digo yo mi alma, hasta mi cuerpo, con tal de
continuar
viviendo un poco más, pero ¡ah!, cómo no, autónomo, valiéndome por mí
mismo
para todo lo que tenga que hacer y deshacer, y mientras llega el día final, a
leer
a Gogol a ver cómo logró pescar tantas almitas errantes y bohemias. Sí señor.
Pero
no,, nada de eso, ni de lo otro, ni de lo de más allá. El caballo viejo de la
canción
terrible: sabe que no va a tener otra oportunidad y corre a la caza de la
deseadísima
potranca, qué carajo, que “la vida es un sueño”, como dijo Don Pedro.
Los
que creen se confortan, yo tengo que joderme. A mí no me confortan ni
Selene
ni Ana ni Javier ni Leila ni Manuel ni el cura de Guane ni el tonto de Aladino
con
su maravillosa lámpara también generada por la imaginación del autor árabe.
El
sueño eterno, el viaje sin regreso, la nada (y sin el ser) y nada más. Se acabó
lo
que
se daba. Terminó tu cuarto de hora. Te pusiste fatal. “Adiós, muchachos,
compañeros
de mi vida”...
--Tú
cuando no es la fealdad es la vejez o es la calvicie o es alguna cantaleta de
esas
que te gusta repetirme y restregarme en las orejas. Y ahora la muerte, lo que
faltaba.
Vamos, hombre, que no sabía que la muerte te preocupara tanto.
--Yo
tampoco. Hasta que Javier me soltó lo de los quince años. Me puso a pensar.
¿Qué
dejo yo cuando la muerte me sorprenda? ¿Qué le dejo a mis hijos? Porque yo
he
pasado por la vida, pero la vida casi no ha pasado por mí.
--Estás
cada día más insoportable. Voy a darte una tregua para que descanses a ver
si
te dejas ya de soplatuberías.
--Vaya,
veo que dominas palabritas de mi repertorio.
--Soplatuberías
no es de tu repertorio, querido, así que corrige.
--Cuando
sienta deseos, preciosa.
--Decididamente,
contigo no se puede hablar en serio. Ni siquiera de la muerte.
--Y
menos de la vida, porque esta vida es un relajo, rubiña. ¿Lo has notado?
--Pues
sí, sobre todo desde que te apareciste en el hostal aquella tarde. Perdóname,
pero
me parece que te estás volviendo no feo ni viejo ni calvo como dices, sino eso
que
los siquiatras denominan obsesivo compulsivo o algo parecido.
--Juro
que no volveré a quejarme cuando hable contigo, a no ser que me duela la
cabeza,
que por suerte no me duele nunca.
--No,
si puedes quejarte, yo también me quejo algunas veces, sólo que te prevengo:
no
te vayas a convertir en un amargucho, en un tipo de esos que cuando se
acerca,
la gente dice, bajito para que él no lo
oiga: ahí viene el aguafiestas,
muchachos,
el rompegrupos, Juan Quejiña, la peste el último, y etc.
Pero
pensar en la muerte como pienso ahora no es quejarme. Es que he tomado
conciencia
de algo que nunca antes me había pasado por la cocorotina: cuánto
me
quedará de vida y al mismo tiempo lo terriblemente rápido que corre el tiempo
y
cuando venga a reaccionar ¡cataplún!, la pelona tocándome. Eso si son quince,
que
pueden ser menos. Desde “el día de la revelación” en casa de Ana, la corrida
del
tiempo se ha adueñado de mis meditaciones filosoficoideales, cosa que sé que
es
una verracada, pero una más ¿qué importa? Si cuando llega el sábado me digo
coño,
otro fin de semana y me parece que ayer mismo estaba amaneciendo en un
sábado,
y que estos siete días han durado menos que un suspiro de amor imposible.
¿Qué
hacía yo hace quince años? ¿Dónde estaba? ¿Con quién pasaba el tiempo?
¿Cómo
me sentía mental y físicamente? ¿Cuándo se me ocurría pensar en otra
cosa
que no fuera vivir el presente de entonces? Y aquel presente se me escapó de
las
manos sin que yo me diera cuenta de que se me escapaba por la rapidez con
que
se me escapó. Me sacuden los recuerdos de cómo ha volado ese tiempo,
porque
hace ya un montón de años que aterricé en el aeropuerto de la nueva
patria
y me parece que fue el mes pasado cuando me disponía a subir al avión que
me
trajo a este nuevo país. Pero lo peor es que esos quince años (repito: si son
quince)
pasarán volando y pasarán mientras yo viva fines de semana relámpagos
con
el mismo son en el atril: haciendo lo mismo, a las mismas horas, en los mismos
lugares,
y sin darme cuenta de que estoy repitiendo lo mismo. La monotonía, la
rutina,
la mierda de esta vida sin perspectivas de futuro. Como me dijo Leila la última
vez
que almorcé con ella y los suyos en su casa, claro que para embromarme, pero
no
se dio cuenta de que lo que decía era tan certero como el tiro de gracia a un
ejecutado:
“a tu edad, pensar en el futuro es admirable... o grotesco”. Y así, hasta
que
seacabuche, nena. Ñico (no fue un gran poeta, pero fue un gran amigo y murió
joven,
lo que no me extrañó cuando supe la triste, porque sólo consumía café y
cigarrillos
y ya se sabe que...) me soltó una vez que la muerte era más natural que la
vida
(no todos nacen, pero una vez nacidos todos tienen que morir), y que había
leído
en la novela más grande que había leído, La montaña mágica, que la
muerte
es
más un asunto de quienes nos sobreviven que de nosotros mismos o algo así.
Siempre
estaba repitiendo citas y no se equivocó con la obra más maestra de
Thomas
Mann. Era un jodedor, de marca mayor, y siempre burlándose del viejo de la
guadaña,
por eso ahora hay que seguir su trayectoria: cantó el manisero, estiró la
pata,
guardó el carro, colgó el sable, le dijo adiós a Lola, sacó pasaje de ida,
largó
el
piojo, ñampió mi socio de aventuras carnavaleras y serenatas a las dos de la
madrugada
frente a algún balcón abierto. O sea, que Ñico ya es fiambre, con todo
respeto.
--Me
hubiera gustado conocer a ese amigo tuyo. Dime una cosa: todos ustedes son
así
de guasones?
--¿A
quiénes te refieres con eso de todos ustedes?
--A
tus compatriotas, hombre.
--Pues...
es que en mi país, como único puede soportarse la situación imperante es
tirando
la vida a mierda. Bueno, a lo que es en realidad.
--¿Así
que la vida es una mierda? ¿Y la muerte qué carajo es?
--Me
temo que eso no podré averiguarlo, pues cuando la conozca no estaré aquí
presente
para contártelo.
--Deberías
convertirte a la creencia, no importa a cuál, así te sentirías mucho más
reconfortado.
--Para
reconfortarme te tengo a ti presente, y para consolarme y para todo lo
demás.
--Pero
bueno... ¿será posible?
--¿Serapio
Silva? Ahora que lo mencionas, hace tiempo no sé nada de él. ¿Tú sabes
algo?
--Contigo
no hay casualidad. Ya te lo he dicho.
Claro
que no me voy a poner a anotar en mi agenda cuántos días me quedan o
me
van quedando porque no lo sé ni quiero saberlo, y seré tonto pero no tanto. La
culpa
de mis pesares la tiene Gardel: si él dijo que veinte años no es nada, ¿qué
cojones
son entonces quince? ¡Ah, Catana! En fin, que nadie sabe cuántos ni
cuándo
ni dónde ni cómo ni por qué. Hay que palmarla, amigo. No te queda más
remedio
que morirte y despedirte de esta superficie que tanto te ha jodido pero que
a
pesar de todo la sigues queriendo y no te gustará dejarla aunque seas creyente
y
el
cura te prometa una vida mejor en la otra que te espera. Miren a esa pobre
mujer
que
caminaba tranquila por la acera de la Plaza del Té y de pronto ¡plaaaff!: le
cayó
un pedazote de mampostería en la misma cabecita, y allí mismo quedó como
un
pollo desplumado. Supongo que los viejos tendrán algún resorte que los haga no
pensar
en la muerte, porque si no lo tienen, ni mirándole el culo a las chicas alegres
de
la farándula abierta se salvarán de la obsesión. Nada, macho, que estás frito y
sin
alijo, no puedes escaparte no ya de la guadaña, sino de su intuición que mata
mucho
más y más lento y más cruel si cuentas cada día lo que piensas que te va
quedando,
que cada día será menos. ¡Los recuerdos! Alimento fundamental de los
viejos.
Mi alimento. Mejor que el arroz, que el chocolate, que el coco, que la
almendra,
que las patatas fritas, que las pizzas. Sin ellos la vida sería todavía más
mierdosa.
Dinero y belleza. Y a esperar, Leocadio, ¿qué otra cosa? Que yo ni
siquiera
tengo perro que sacar a mear, y después irme con él al parque a echarle
pan
a las palomas... en caso de que hubiera palomas... y de que yo tuviera pan.
Augusto Lázaro
(continuará)
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