domingo, 3 de marzo de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 7



En casa de mi amiga Ana, después de un almuerzo a la carta, como llama su esposo

a mis antojos (siempre le pido que me sirva arroz, mi plato salado favorito), nos

sentamos, como hacemos usualmente, a hacer la sobremesa, en el salón, Javier y

yo, con la tele encendida aunque no la miramos. Ana se queda en la cocina para

recoger la mesa y poner fuentes, platos y cubiertos en el lavavajillas automático y

quizás después incorporarse al diálogo, si no se deja dominar por el sueñecito que

dice que a esta hora el cuerpo le pide. En mala hora se me ocurre preguntarle a

Javier, como el que no quiere la cosa, cuántos años cree él que me quedan. Javier

piensa, mueve la cabeza, me mira fijamente y me suelta que quince. O sea, que yo

viviré hasta los 80. Es la media, me dice. ¡Joder! En mi cuarto, con la soledad como

fondo y el silencio como compañía, me pongo a pensar como un zoquete y me doy

cuenta por primera vez de la real posibilidad de la muerte, no dentro de quince

años, sino mañana mismo, o quizás dentro de treinta, cuando ya esté endeble,

enclenque, cañengo y chenene. Y además, pellejo. Y no sé realmente qué sería lo

mejor, si vivir unos pocos más con esta autonomía y validez con que cuento hasta

hoy, o durar largamente hasta que tengan que limpiarme el culete cuando me

haga caca sin aviso previo. Pues eso, que la cabrona muerte no envía telegramas

de aviso y tampoco regala los síntomas a no ser que tengas una de esas malas que

la hipocresía llama larga y penosa enfermedad en lugar de decir que el tipo se

murió de cáncer en el páncreas. ¡Ah! Pues sí, que el miedo que me eriza los pelos

no es a morirme, sino a dejar de vivir en buena forma como hasta ahora he logrado

vivir. Eso aterra. Y quince añitos... diez... cinco... uno... el mes que viene... mañana

por la tarde... ¿Quién tiene la llave de los truenos? ¿Quién te asegura que vas a vivir

tanto a partir de este momento? Pero lo curioso es que yo, por primera vez en mi

jodida existencia, he meditado en firme sobre lo que tiene que llegar sin poder

evitarlo. La muerte, al igual que el color de los dientes de todos los seres humanos

y su caca, es igual para todos, sin excepción: no falla. Por eso y por tonto me

pongo a darle vueltas a esa idea de interrumpir mi preciosa pasada por la vida, o

mejor expresado, como ya dije: dejar de vivir, que esa es la cosa. Me sobrecojo...

Es que uno se pregunta, cuando lo ataca la corcomilla de pensar en la pelona, que

es algo así como pensar en los palitos chinos, si es que está perdiendo el tiempo

ante lo inevitable, pero uno es un tipo matraquilloso y hasta un poco masoquista

(eso me lo ha dicho Selene varias veces) y uno insiste como un niño con una perreta

pidiendo el dulce que la madre no quiere darle antes de la comida caliente y

salada, y por eso uno malgasta su tiempo y se automartiriza con que coño, si me

llega la hora antes de Navidad, o si me llega en la cama, agonizando tras “una

larga y penosa enfermedad”,  si me llega de pronto en la calle delante de la gente

convirtiendo ese acto tan natural en un show público, porque a la gente le encanta

el morbo, ah, pero sobre todo, si me llega estando más solo que un latón de basura

con pescado podrido, y nada, majete, que sigues con el mismo violín, y no quieres

aceptar que sigues y continúas martirizándote hasta lo infinito ¿y para qué, Katiuska?

Y en mi caso la muerte será peor, porque yo no creo ni en la sombra que proyecta

mi cuerpo bajo el sol, ni siquiera tengo ese consuelo de conformarme aspirando a

una vida mejor o al paraíso, o a sentarme en la diestra de Dios padre como

consejero económico-social, nada de eso. Malaventurados los que no creemos,

porque de nosotros será la gran pesadilla de soñar despiertos con dormirnos para

siempre. Y el Diablo no se me va a aparecer (Fausto y Dorian Gray no son más que

personajes de la imaginación idealista de Goethe y Oscar Wilde), pero si se me

apareciera soy capaz de venderle no digo yo mi alma, hasta mi cuerpo, con tal de

continuar viviendo un poco más, pero ¡ah!, cómo no, autónomo, valiéndome por mí

mismo para todo lo que tenga que hacer y deshacer, y mientras llega el día final, a

leer a Gogol a ver cómo logró pescar tantas almitas errantes y bohemias. Sí señor.

Pero no,, nada de eso, ni de lo otro, ni de lo de más allá. El caballo viejo de la

canción terrible: sabe que no va a tener otra oportunidad y corre a la caza de la

deseadísima potranca, qué carajo, que “la vida es un sueño”, como dijo Don Pedro.

Los que creen se confortan, yo tengo que joderme. A mí no me confortan ni

Selene ni Ana ni Javier ni Leila ni Manuel ni el cura de Guane ni el tonto de Aladino

con su maravillosa lámpara también generada por la imaginación del autor árabe.

El sueño eterno, el viaje sin regreso, la nada (y sin el ser) y nada más. Se acabó lo

que se daba. Terminó tu cuarto de hora. Te pusiste fatal. “Adiós, muchachos,

compañeros de mi vida”...

--Tú cuando no es la fealdad es la vejez o es la calvicie o es alguna cantaleta de

esas que te gusta repetirme y restregarme en las orejas. Y ahora la muerte, lo que

faltaba. Vamos, hombre, que no sabía que la muerte te preocupara tanto.

--Yo tampoco. Hasta que Javier me soltó lo de los quince años. Me puso a pensar.

¿Qué dejo yo cuando la muerte me sorprenda? ¿Qué le dejo a mis hijos? Porque yo

he pasado por la vida, pero la vida casi no ha pasado por mí.

--Estás cada día más insoportable. Voy a darte una tregua para que descanses a ver

si te dejas ya de soplatuberías.

--Vaya, veo que dominas palabritas de mi repertorio.

--Soplatuberías no es de tu repertorio, querido, así que corrige.

--Cuando sienta deseos, preciosa.

--Decididamente, contigo no se puede hablar en serio. Ni siquiera de la muerte.

--Y menos de la vida, porque esta vida es un relajo, rubiña. ¿Lo has notado?

--Pues sí, sobre todo desde que te apareciste en el hostal aquella tarde. Perdóname,

pero me parece que te estás volviendo no feo ni viejo ni calvo como dices, sino eso

que los siquiatras denominan obsesivo compulsivo o algo parecido.

--Juro que no volveré a quejarme cuando hable contigo, a no ser que me duela la

cabeza, que por suerte no me duele nunca.

--No, si puedes quejarte, yo también me quejo algunas veces, sólo que te prevengo:

no te vayas a convertir en un amargucho, en un tipo de esos que cuando se

acerca, la  gente dice, bajito para que él no lo oiga: ahí viene el aguafiestas,

muchachos, el rompegrupos, Juan Quejiña, la peste el último, y etc.

Pero pensar en la muerte como pienso ahora no es quejarme. Es que he tomado

conciencia de algo que nunca antes me había pasado por la cocorotina: cuánto

me quedará de vida y al mismo tiempo lo terriblemente rápido que corre el tiempo

y cuando venga a reaccionar ¡cataplún!, la pelona tocándome. Eso si son quince,

que pueden ser menos. Desde “el día de la revelación” en casa de Ana, la corrida

del tiempo se ha adueñado de mis meditaciones filosoficoideales, cosa que sé que

es una verracada, pero una más ¿qué importa? Si cuando llega el sábado me digo

coño, otro fin de semana y me parece que ayer mismo estaba amaneciendo en un

sábado, y que estos siete días han durado menos que un suspiro de amor imposible.

¿Qué hacía yo hace quince años? ¿Dónde estaba? ¿Con quién pasaba el tiempo?

¿Cómo me sentía mental y físicamente? ¿Cuándo se me ocurría pensar en otra

cosa que no fuera vivir el presente de entonces? Y aquel presente se me escapó de

las manos sin que yo me diera cuenta de que se me escapaba por la rapidez con

que se me escapó. Me sacuden los recuerdos de cómo ha volado ese tiempo,

porque hace ya un montón de años que aterricé en el aeropuerto de la nueva

patria y me parece que fue el mes pasado cuando me disponía a subir al avión que

me trajo a este nuevo país. Pero lo peor es que esos quince años (repito: si son

quince) pasarán volando y pasarán mientras yo viva fines de semana relámpagos

con el mismo son en el atril: haciendo lo mismo, a las mismas horas, en los mismos

lugares, y sin darme cuenta de que estoy repitiendo lo mismo. La monotonía, la

rutina, la mierda de esta vida sin perspectivas de futuro. Como me dijo Leila la última

vez que almorcé con ella y los suyos en su casa, claro que para embromarme, pero

no se dio cuenta de que lo que decía era tan certero como el tiro de gracia a un

ejecutado: “a tu edad, pensar en el futuro es admirable... o grotesco”. Y así, hasta

que seacabuche, nena. Ñico (no fue un gran poeta, pero fue un gran amigo y murió

joven, lo que no me extrañó cuando supe la triste, porque sólo consumía café y

cigarrillos y ya se sabe que...) me soltó una vez que la muerte era más natural que la

vida (no todos nacen, pero una vez nacidos todos tienen que morir), y que había

leído en la novela más grande que había leído, La montaña mágica, que la muerte

es más un asunto de quienes nos sobreviven que de nosotros mismos o algo así.

Siempre estaba repitiendo citas y no se equivocó con la obra más maestra de

Thomas Mann. Era un jodedor, de marca mayor, y siempre burlándose del viejo de la

guadaña, por eso ahora hay que seguir su trayectoria: cantó el manisero, estiró la

pata, guardó el carro, colgó el sable, le dijo adiós a Lola, sacó pasaje de ida, largó

el piojo, ñampió mi socio de aventuras carnavaleras y serenatas a las dos de la

madrugada frente a algún balcón abierto. O sea, que Ñico ya es fiambre, con todo

respeto.

--Me hubiera gustado conocer a ese amigo tuyo. Dime una cosa: todos ustedes son

así de guasones?

--¿A quiénes te refieres con eso de todos ustedes?

--A tus compatriotas, hombre.

--Pues... es que en mi país, como único puede soportarse la situación imperante es

tirando la vida a mierda. Bueno, a lo que es en realidad.

--¿Así que la vida es una mierda? ¿Y la muerte qué carajo es?

--Me temo que eso no podré averiguarlo, pues cuando la conozca no estaré aquí

presente para contártelo.

--Deberías convertirte a la creencia, no importa a cuál, así te sentirías mucho más

reconfortado.

--Para reconfortarme te tengo a ti presente, y para consolarme y para todo lo

demás.

--Pero bueno... ¿será posible?

--¿Serapio Silva? Ahora que lo mencionas, hace tiempo no sé nada de él. ¿Tú sabes

algo?

--Contigo no hay casualidad. Ya te lo he dicho.

Claro que no me voy a poner a anotar en mi agenda cuántos días me quedan o

me van quedando porque no lo sé ni quiero saberlo, y seré tonto pero no tanto. La

culpa de mis pesares la tiene Gardel: si él dijo que veinte años no es nada, ¿qué

cojones son entonces quince? ¡Ah, Catana! En fin, que nadie sabe cuántos ni

cuándo ni dónde ni cómo ni por qué. Hay que palmarla, amigo. No te queda más

remedio que morirte y despedirte de esta superficie que tanto te ha jodido pero que

a pesar de todo la sigues queriendo y no te gustará dejarla aunque seas creyente y

el cura te prometa una vida mejor en la otra que te espera. Miren a esa pobre mujer

que caminaba tranquila por la acera de la Plaza del Té y de pronto ¡plaaaff!: le

cayó un pedazote de mampostería en la misma cabecita, y allí mismo quedó como

un pollo desplumado. Supongo que los viejos tendrán algún resorte que los haga no

pensar en la muerte, porque si no lo tienen, ni mirándole el culo a las chicas alegres

de la farándula abierta se salvarán de la obsesión. Nada, macho, que estás frito y

sin alijo, no puedes escaparte no ya de la guadaña, sino de su intuición que mata

mucho más y más lento y más cruel si cuentas cada día lo que piensas que te va

quedando, que cada día será menos. ¡Los recuerdos! Alimento fundamental de los

viejos. Mi alimento. Mejor que el arroz, que el chocolate, que el coco, que la

almendra, que las patatas fritas, que las pizzas. Sin ellos la vida sería todavía más

mierdosa. Dinero y belleza. Y a esperar, Leocadio, ¿qué otra cosa? Que yo ni

siquiera tengo perro que sacar a mear, y después irme con él al parque a echarle

pan a las palomas... en caso de que hubiera palomas... y de que yo tuviera pan.

Augusto Lázaro


(continuará)


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