domingo, 10 de marzo de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 8


--¿Dónde se había metido que en todo el dia no la he visto?
--Ah, pues... yo también tengo que hacer gestiones personales, ¿no?
--Por supuesto, no se me vaya a enfadar. Es que la echo de menos cuando pasan
las horas y no puedo conversar con usted.
--Lo único que me falta oírle decir es que cuando se vaya del hostal va a venir a
visitarme alguna vez.
Y cuando abandoné el hostal, al que ya me estaba acostumbrando, destinado al
centro de acogida temporal, el CAT, como aquí le llamaban, continué visitándola,
no alguna vez, sino casi todos los días. La Rusa me recibía siempre con una sonrisa,
aunque yo me apareciera sin antes llamarla. Ella no podía imaginarse que yo tenía
que contar hasta el último céntimo. Así fui conociendo a algunos de sus huéspedes
fijos: don Anselmo, el que más trabajo le daba, pues la llamaba a cualquier hora y
por cualquier asunto intrascendente. Isolina, que gritaba desde el fondo pidiéndole
una ayuda que no necesitaba. Emeterio Santovenia (el nombre se las trae), un
anciano tranquilo que sólo se interesaba por los programas insípidos de la televisión
(no tenía para salir a gastar), y otros, más o menos por el estilo, todos pensionistas,
que amenizaban (bastante poco, ya que el hostal sólo tenía un recibidor pequeño
donde no había ni donde sentarse) y que a veces nos pasaban por delante, con
saludo o sin él, y seguían de largo.
--Pues yo con mis problemas podría sentirme pesimista y sin embargo míreme,
riéndome cuando converso con usted.
--Y cuando está sola... ¿no se rinde a la melancolía? Una amiga mía de mi tierra me
decía que es tan dulce la melancolía que da gusto sentirla. ¿Usted qué piensa? Ah,
claro que mi amiga se encontraba melancólica en estado permanente.
 --Tremendas amistades tenía usted en su país.
--Sí... bueno, las tenía de todos colores. Pero no me ha contestado la pregunta: ¿se
la repito?
--No hace falta, pero ahora es usted el curioso con mis intimidades.
--Ya aclaramos que todos sentimos curiosidad. ¿Se acuerda?
Le conté mis gestiones, que eran tantas como tan inútiles y absurdas: dando rueda
todo el tiempo, conociendo hasta el último rincón de la ciudad, desarrollando
músculos en mis extremidades inferiores por las caminatas y demás, y: solicitudes,
citas, entrevistas, papeles, ordenadores, fichas, fotocopias, documentos, datos,
certificados médicos, carné amarillo, carné blanco, carné rojo, carné multicolor,
la burocracia (ni más ni menos que la omnipotente burrocracia enseñoreándose
impíamente), y conjugando los verbos que conjugan todos los que por X o por H
tienen que largarse de sus países: caminar, subir escaleras, bajar escaleras, sudar si
es verano, tiritar si es invierno, gestionar, pedir, aceptar, pensar, meditar, recordar,
maldecir, y el más importante de todos los verbos del exilio: ¡esperar.
--Pero con todo eso, usted se va a quedar, ¿verdad?
--¿Qué le hace pensar eso?
--Precisamente esas gestiones que hace todos los días que no creo que las haga por
amor a la burocracia.
--Bueno, es que son muchos contras... mire ahí mismo, en este periódico: otra vez los
terroristas dando guerra.
--Ya lo he visto. Esta vez no ha sido un coche-bomba, sino el tiro en la nuca, otra de
las características de esos asesinos.
Hablando con La Rusa se me ocurrió pensar que sería mejor vivir como el pastor
Abundio: en la montaña, solo y en silencio, sin ningún medio de difusión masiva a
menos de diez millas, cuidando cabras, tomando leche, comiendo frutas silvestres y
sin enterarse de que el mundo en que vive está para tirar al cesto de basura.
--Pues continúe sus gestiones y quédese, hombre, que en todas partes cuecen
habas.
--Tiene razón, pero es que aquí son muchos contras, ya se lo dije. Y a mí esto de
tener que liar diariamente con la burocracia, el papeleo y las gestiones que parece
que nunca se van a terminar, me altera los nervios, y aquí, hasta para expeler un
flato hay que llenar un formulario. Ríase, ríase con ganas.
--Perdone, es que... es que usted tiene la culpa. Vaya manera de hablar: expeler un
flato. Nunca había oído eso.
--Bueno, me confieso culpable de su risa y me alegro de haberla provocado. Y
volviendo al tema, no me he decidido. Mire, ayer mismo tuve que pasarme una hora
en uno de esos organismos que se encargan de atender a los extranjeros en mi
situación, esperando mi turno. ¡Una hora! Y aquello estaba repleto de gente, y la
mayoría de esa gente parece que no jugaba al agua y el jabón. Por lo menos el
fútbol no molesta tanto, con no verlo en la tele ya tengo, pero la burocracia... nada,
que son muchos contras y los pros sólo los he tanteado a vista de zun zun y nada
más.
--¿De zun zun? ¿Qué es eso?
--Es un pajarito muy simpático que abunda en mi país: siempre volando, libando el
néctar de las flores, pero sin posarse.
--¿No será un colibrí?
--Pues sí, creo que sí, eso mismo, un colibrí. Pajarito incansable. ¡Quién tuviera su
energía!
Coincidía con La Rusa en que a nuestra edad ya no se estaba para andar de
saltimbanqui. Ni mariposeando como me había dicho. Y yo me sentía ya cansado y
desanimado y lo que me pedía el cuerpo era tirarme en una cama muelle a
contemplar el cielo raso y pensar que todo aquello que estaba viviendo sólo era un
mal sueño, pues me preguntaba a todas horas por qué yo, por qué a mí,  por qué
me habían arrebatado la poquísima felicidad que un día disfruté, lanzándome,
como a un bulto de ropas usadas, al complejo, duro y cruel camino del exilio. Y no
encontraba respuesta. La Rusa me decía que valía más un malo conocido que un
bueno por conocer e insistía en que me quedara, porque en definitivas, recomenzar
a mis años no es ningún descanso en un hotel de lujo. Y también contaba con que a
mí no me gusta viajar. Es increíble: todo lo que a uno le gustó cuando tenía 25 años,
le disgusta a los 65. "Cómo cambian los tiempos, Venancio, ¿qué te parece?",
cantaban Los Compadres.
--Hombre, a mí tampoco, pero me gustaría visitar su país, que por lo que me ha
contado debe ser la hostia.
--Pues embúllese y móntese en un avión, que a usted, por ser turista, le harían muy
grata su estancia.
--No puedo, y aunque pudiera económicamente, que tampoco puedo darme ese
lujo, este hostal me tiene prisionera.
--¿Y por qué no coloca a alguien de confianza que lo atienda mientras usted viaja?
--Ya le dije que por ahora no puedo económicamente. Y eso de alguien de
confianza... ¡ja ja ja! Usted es irónico, burlón y otra palabra que en su tierra se usa
mucho.
--Jodedor.
--Eso mismo. Ya casi usted me saca esas palabrotas, no se sorprenda si un día se las
suelto así de zopetón. Y mire, hablando en plata, mejor quedarme aquí tranquila que pararme en plena carretera con la mano alzada y el cuerpo y la mochila llenándose de polvo.
Mi viaje, a mis años, tenía esas características: yo estaba en plena carretera
llenándome de polvo, con la mano alzada y sin que ningún carro me parara. Pero
estaba aquí y aquí me moriría y no sabía cuándo. Por el momento, mi vida tenía tres
capítulos: las gestiones, el fútbol (aunque intentara esquivarlo era imposible: salía hasta en los urinarios) y la salvaje burocracia. Pero un buen día de visita La Rusa me aclaró que tuviera paciencia, que sólo estaba comenzando.
--Esta sociedad da más a quienes más tienen y quita a quienes tienen menos. Vaya
a un banco y observe. Pero no se le ocurra asaltarlo, ¿eh?
--Me reafirmo, Selene: usted tiene más de cómica que de trágica.
--Y de refranera, como me dijo hace unos días, ¿se acuerda?
--A propósito, como le gustan los refranes, le voy a decir uno que me dijo mi ex allá
en el aeropuerto, en la despedida...
--¡Ah! ¿Así que usted es divorciado?
--Cuatro veces nada menos. Ya se me cae la cara de vergüenza...
--No me lo creo.
--¿Lo de la cara o lo de los cuatro divorcios?
--Lo de los divorcios, hombre, que no me lo creo.
--Bueno, como dice ese lugar común, es una larga historia.
--Que por supuesto no me la va a contar.
--¿Por qué no? Así tendré más tiempo de disfrute de su compañía.
--No sea tan lisonjero. No, es que nunca he conocido a nadie que se haya casado
tantas veces.
--Elizabeth Taylor se casó siete veces. Y los hay que la han superado.
--Ya, ya, pero los famosos son otra especie de la raza humana. Oiga, me llaman.
Déjeme ver qué mosca le ha picado a ese señor del quince. Otro día continuamos, ¿le parece?
--Claro, otro día. Le voy a traer algo, Selene.
--¡Ay ay ay! usted es imposible... imposible, vamos.
--Hasta pronto. ¿Ya le dije que me gusta su sonrisa?
--Adiós, hombre, adiós.

 Augusto Lázaro

 (continuará)

 

 

 

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