LEER
SU DIARIO
Todo
lo que yo quería era leer su diario. Por lo menos eso era todo lo que yo quería
la
primera vez que se lo dije.
--No,
chico, tú eres muy curioso y a mí me molesta tu curiosidad.
Eran
unos apuntes que ella había escrito durante un viaje al valle de Jibacoa donde
se
había celebrado un encuentro-debate nacional de talleres literarios. Yo no pude
ir.
De que los había escrito me enteré mucho después, porque cuando ella regresó
no
me lo dijo.
--¿Y
cómo la pasaste en Jibacoa?
--Bueno,
quitando el frío, la colchoneta y los mosquitos, todo lo demás de maravilla.
La
había conocido en Holguín una mañana y es raro, porque este tipo de
muchachas
suele conocerse por las tardes. Me pareció algo tonta y un poco
pedante
en el primer golpe de vista. Conversamos un rato y su presencia fue
disipando
la imagen negativa hasta llegar al punto de sentirme muy bien junto a
ella.
De eso hace ya más de cinco años.
--Nos
vemos poco, Narda, qué lástima.
--Nos
vemos poco porque tú sabes que yo vivo en Becas, que de allí no es fácil bajar
a
la ciudad, que tengo que estudiar muchísimo y...
--Sí,
ya: etcétera.
--Sí,
chico, etcétera, y no me llames más Narda, que ese no es mi nombre, te lo he
dicho
mil veces.
Era
deliciosa. Sobre todo cuando se ponía furiosa y hacía una mueca con los labios
entre
puchero de bebé y toque de flauta. Entonces me recordaba a una actriz
francesa
de los años cincuenta, muy fea y muy graciosa, de la que como era de
esperarse
me enamoré desaforadamente y con la que soñaba recorrer infinidad de
lugares
solitarios, de parques y de playas, desde la no tan inocente intimidad de mi
luneta.
Una tarde (esta vez tenía que ser una tarde) me la encontré en la calle. A
Narda,
no a la actriz. En la calle no, en una tienda de ropas, lugar poco propicio
para
semejante encuentro.
--¿Qué
haces aquí? No me digas que estás en la cola de la pintura de uñas.
--No,
pero necesito un bolígrafo y están vendiendo. Supongo que sabes que se me
pierden
a menudo.
--Olvídate
del bolígrafo. Mañana mismo te regalo uno rojo, es el color que más te
gusta,
¿no?
--Sí,
lo es. ¿Y ahora qué?
--Pues
ahora nos metemos en el aire acondicionado del Rialto, hoy hay cinemateca.
¿Qué
te parece?
No
sé lo que le pareció. Ese era el problema que yo tenía con ella, que nunca
sabía
lo
que le parecían mis palabras. De todos modos nos metimos en el cine. Claro que
ese
día lo único que hicimos fue ver una película de esas que lo mantienen a uno
pegado
al asiento. Y después conversar, naturalmente.
--Pues
insisto en que me prestes tu famoso diario.
--Ni
es famoso, porque nadie lo ha leído, ni te lo voy a prestar.
--Es
que me dan cosquillas en los ojos de querer leer lo que escribiste.
--Eres
persistente, además de curioso.
--Y
tú eres como las losetas del baño de mi casa: dura, seca y fría.
Se
puso seria y me miró fijamente.
--¿De
verdad tú crees que soy seca y fría?
No,
de verdad no lo creía, pero se lo dije para ver si la ablandaba. Por eso le
apreté
la
nariz, me sonreí, y alcé la mano cuando se alejó. No se volvió una sola vez.
Todavía
le decía adiós cuando su silueta se dispersó en mis ojos. Pero la noche la
traía
de nuevo, intermitente, en la acumulación de luz de las bombillas que se
encendían
en el parque mientras el viento que los santiagueros llaman frío me
regaba
el pelo y unos gorriones que bajaban del atrio de la catedral se ponían a
escarbar
las yerbitas buscando chucherías para sus pichones y de pronto me siento
en
un banco con el diario en las manos para leerlo casi en alta voz con el egoísmo
natural
de que al fin ya lo tengo yo solo y de que nadie puede interrumpirme ese
disfrute
y leo noviembre 16, en el tren, está muy frío el aire, casi tiemblo, Rodolfo
ha
sacado
su guitarra y nos hemos agrupado para oírlo, la ferromoza nos pregunta
si
celebramos algo, Rodolfo le canta algo a la muchacha, seguro que lo está
improvisando,
¿estarán los demás tan nerviosos como yo esperando los debates?
y
paso las hojas sin apartar la vista, buscando, porque sé que ahí tiene que
estar,
escrito
por su mano, hasta que una gota mágica refresca mi piel y me recrea, pero
lo
real maravilloso de este viaje se enmascara en una tristeza muy limpia, porque
no
está él, no sé qué me pasa, pero lo extraño, ahora mismo necesito tenerlo
delante,
decirle todas estas cosas que no me atrevo a decírselas a nadie más, ¿por
qué
no habrá venido?
y la verdad se escapa de este cuaderno que por ser
indiscreto
me regala el bienestar tanto tiempo anhelado y el viento me despeina
otra
vez y el ruido choca con mis tímpanos haciéndome alzar la cabeza y mirar
las
bombillas y más allá los niños correteando y mucho más allá los ómnibus
cargando
puñados de gente que regresa a sus hogares y quiero oler el diario
para
no despegarme ya más de su olor de mujer pero en mis manos sólo tengo
una
caja de fósforos y me veo de pie en el mismo lugar en que me quedé
mirándola
cuando se alejaba con la misma incertidumbre y la misma alegría
postergada
para quién sabe cuándo... No la vi más en toda la semana, pero
tracé
mi plan. La llamé por teléfono y le pedí que bajara a la ciudad para
encontrarnos.
Cuando la tuve frente a mí se me salieron unas palabritas dulzonas
que
la hicieron reír. Después del beso en la mejilla y la mano en el pelo demasiado
corto
para otros juegos, nos fuimos a tomar chocolate.
--¿Así
que decididamente no me lo vas a enseñar?
--Decididamente
no.
--Vamos
a hacer una apuesta.
--¿También
eres apostador? Creía que sólo te gustaba el ajedrez.
--Además
de ti y del ajedrez tengo otros gustos.
--Pide
el chocolate.
--Pues
mira: hasta el último día del año yo intentaré lograr que me prestes el dichoso
diario.
Si lo consigo, me pagas un almuerzo. Si no, te lo pago yo a ti. En el lugar que
escoja
el ganador. ¿De acuerdo?
--De
acuerdo, pero vas a perder.
--¿Sabes
una cosa? Cuando te sonríes me parece que oigo una música suave,
lejana...
--Pide
el chocllate, anda.
El
plan consistía en escribir un cuento que tratara el asunto del susodicho
diario,
adornándolo
con artificios, invenciones, deseos, y enseñárselo para ver si con eso
se
ablandaba y claro, con protestas, me dejaba ver el cuadernillo. Pero ya no era
eso
sólamente lo que me interesaba. Todos los días quería verla, conversar con
ella,
hacerla sonreír, mirar su cara de gorrión y llevar mi saludo más allá de sus
mejillas.
Traté de hacer el cuento de manera que al leerlo no pudiera objetarme,
que
su imaginación encontrara en la mía, en las palabras mecanografiadas, la
imagen
que yo me formaba de ella. Me dediqué a la empresa durante quince
largos
días, rompiendo cuartillas, revisando frases, pesando con cuidado cada cosa,
evitando
lugares comunes cuando releía, a media noche, en la siempre cómplice
soledad
de mi cuarto. Hasta que llegó el día en que decidí enseñárselo. Salí a la
calle,
a buscarla. En las manos llevaba lo que podía ser mi triunfo. O tal vez mi
sueño...
--Mira:
lee esto.
--¿Qué
es?
--Un
cuento que escribí para ti.
--¿Para
mí?
No
dijo nada más. Nos sentamos en un muro al fondo de una escuela vieja. Leyó
atentamente
las páginas. Por momentos me miraba, a veces sonriéndose, a veces
muy
seria y una vez yo diría que triste. Al terminar sólo me dijo:
--Espérame
mañana a las ocho, aqui mismo. No dejes de venir.
Las
ocho demoraron demasiado. Mi impaciencia se convirtió en sudor de manos
frías,
tazas de café, cigarrillos y mordidas en las uñas. Pero al fin llegó la hora. Y
llegó
ella.
Traía un vestido largo, como de fiesta grande. Esta vez ni la toqué siquiera.
--Invítame
a bailar, a algún lugar bonito.
Me
lo dijo como si me dijera buenas noches.
--¿A
dónde quieres ir?
--A
cualquier lugar. Esta noche quiero divertirme.
Y
esa noche comimos como dos muertos de hambre, conversamos de cosas
insignificantes,
bailamos por primera vez mientras yo miraba su cartera y la idea del
diario
se iba diluyendo lentamente. La dulce sensación de su cuerpo apretado
contra
el mío pudo más y poco a poco esa idea antes central se fue inclinando a
los
momentos que estábamos viviendo así, sin proponérnoslos, dejando que todo
lo
demás alborotara alrededor sin importarnos otra cosa que prolongar en lo
posible
aquellas
horas tan fugaces de nuestra intimidad. A punto ya de separarnos, de
madrugada,
en la ciudad, sacó de su cartera el olvidado diario.
--Toma,
para que rasques tus cosquillas. Te debo un almuerzo.
Y
nada más que un beso que rozó sus labios porque quise esta vez desviarlo, y
verla
caminar
a oscuras, llegar a la esquina y volverse con la mano alzada para decirme
hasta
mañana como quien dice qué bien la hemos pasado o como quien quizás
espera
repetir esas horas dejadas en una oscuridad muy semejante, en la que ahora
ella
se perdía una vez más con rumbo a casa de una amiga donde pasar el resto de
la
noche... Ya en mi cuarto releí el cuaderno, porque lo había leído en plena
calle,
buscando
las palabras que tenían que estar en sus páginas, que me dirían que era
verdad
tanta ilusión. Pero en el diario, forrado con percalina roja, pequeño como
sus
manos que apenas horas antes habían tocado mi piel, no había nada que se
refiriera
a mi ausencia de aquel viaje. Ni una sola mención, ni una añoranza, ni una
gota
de tristeza por no tenerme allí con ella. Al día siguiente me la encontré al
llegar
a
mi trabajo, esperándome. Sus ojeras denunciaban una noche de mal sueño. Tenía
en
sus manos unos libros. Se levantó para acercarse a mí con su sonrisa plena, más
brillante
aún que la noche anterior. Acarició mi pelo suavemente, se me quedó
mirando
muy tranquila, y me dijo:
--¿Vamos
a tomar chocolate?
Augusto
Lázaro
Santiago de Cuba, en los 70...
(publicado
en Cuba por la revista Muchacha)