Cuando
saludé a Charito me enteré por ella de que los médicos habían descartado
a
Mayra, lo que no me sorprendió, pues hacía tiempo esperaba lo peor. Encontré a
Marina
acostada en su cama. Me miró y siguió hablándole al espacio, como si no
me
hubiera visto. Yo no sé para qué vive uno en este mundo de mierda, si lo único
que
hace es sufrir. Se volvió a la pared y siguió su perorata. Salí al portal y me
puse a
conversar
con Charito. Yo me enteré por una de las acabandas del parque que
vino
a ver a mi mamá no sé para qué carajo. Volví a mi casa pensando que mi
destino
era ese: cada vez que me sentía más o menos bien por cualquier cosa, se
encargaba
de echarme a perder la limosna de dicha que me había tocado. Yo me
sentía
bien en esos días con Basilio, aunque el asma era cada vez más implacable.
Pero
el amor hace que una se olvide de todas sus dolencias y cuando estaba con
él
disimulaba para no disgustarlo y para no complicar nuestros encuentros que a
veces
terminaban en una discusión, siempre por su situación matrimonial. Como si
me
hubieran echado alguna maldición. Basilio me llevó al hospital a averiguar
algo
de Mayra. Charito me había dicho que ella estaba allí otra vez y cuando
llamamos
la telefonista no supo decirnos, mierda de servicio. Tras mucha
insistencia
de Basilio, uno de los médicos que atendía a Mayra nos dijo que habían
hecho
todo lo posible, pero miren, cuando esa muchacha llegó aquí la primera vez
ya
estaba condenada, todo lo tenía arruinado por dentro por exceso de alcohol y
quizás
de otras sustancias toxicómanas, no seguía ningún tratamiento ni nada, no
me
explico cómo esa muchacha se abandonó de esa manera, tan joven y tan
bonita.
En esos días yo no abría la boca, ni en la oficina ni en la escuela, a pesar
de
que muchos me preguntaban, pero yo nada, monosílabos y a viaje. Hasta con
Nancy,
que pensó que era por el asma que me tenía al trote, pero yo no quería
atosigarla
contándole las mismas desgracias, para qué hablarles de Mayra si no la
conocían
ni les importaba un cuerno. Y así corría el almanaque indetenible... La
agonía
de Mayra fue espantosa. Una enfermera que se hizo amiga de nosotros nos
contó
todo el proceso, lo más terrible para mí era cuando ella se ponía a dar
gritos
y rompía la almohada y tiraba las cosas y hasta me clavaba las uñas y yo,
figúrense,
sin poder hacer nada, porque ya ningún calmante le hacía efecto. Mayra
murió
allí en el hospital sin tener junto a ella a ningún ser querido que por lo
menos
le
pasara las manos por la cabeza para consolarla un poco. Basilio se portó muy
bien,
nos puso su automóvil a disposición para todas las gestiones que tuvimos
que
hacer yo y Charito, que nos encargamos de los támites del funeral y del
entierro
y
se quedó con nosotras en la funeraria pública, haciendo grupo, porque aparte de
mí
y de Charito, en la salita donde habían tendido lo que quedó de Mayra sólo
había
tres o cuatro muchachas del parque que no sé ni cómo se enteraron, y dos
hombres
que yo nunca había visto, que ni segura estoy de que estuvieran allí por
Mayra.
Hizo todo lo posible por calmarnos, sobre todo a mí, que estaba nerviosa y
descontrolada
de los nervios, hasta que llevamos los restos de Mayra al cementerio
y
la dejamos allí descansando para siempre. Había sido mi primer ser querido que
moría,
mi primera experiencia en los trajines del velorio y del entierro, y ya no daba
más.
Nunca miré a Basilio con más amor y admiración que en esos días tristes y
terribles.
Se acabó Mayra, tenía que rendirme a esa evidencia de cómo la muerte
se
había llevado a una muchacha, casi una niña, en todo el esplendor de su
juventud.
Ya no me reiría de sus chistes, ya no podría andar con ella por las calles
de
Santiago ni ir al parque a reírnos de las acabandas. Nada. Qué odio le cogí a
los
hospitales, a los médicos, a la gente, al mundo, a Dios. Nunca supe nada de
sus
padres, de sus familiares, si los tuvo alguna vez, no hubo manera de encontrar
esa
casa en San Luis o en el monte de que me había hablado Miguelito. A mí me
afectó
más que a nadie, porque Mayra fue la primera verdadera amiga que tuve
en
mis días más difíciles, y a pesar de no tener ni dos metros cuadrados donde
echarse
a dormir, compartió conmigo lo que no se puede pagar con ningún capital
y
gracias a ella pude sobrellevar mi desesperada situación de aquellos meses tras
la
salida
de mis padres. Yo me veía sola, como ella, también agonizando, sin nadie a
mi
lado consolándome, y otra vez caí en una crisis depresiva, peor que las
anteriores
de
la que casi no he podido escaparme del todo todavía. Lloré mucho, muchísimo,
hasta
que se me hincharon los ojos, en mi casa enclaustrada, sin ir al trabajo ni a
la
escuela
durante varios días. Cuando regresamos del cementerio, Basilio se quedó
conmigo
un par de horas y después de prometerme que regresaría esa noche, se
marchó.
Me tiré en la cama después de tomarme una taza grande de café y
encender
un cigarro, y me puse a pensar. Y otra vez las paredes y el techo se me
venían
encima, la luz se iba apagando, todo se quedaba en penumbras... buscaba
los
cuadros, los afiches que había colgado en las paredes, los adornos de artesanía
que
Miguelito me había conseguido, pero todo había desaparecido. Ahora las
paredes
eran negras, yo no veía nada, mi casa volvía a ser la misma casa vieja,
sucia,
abandonada, odiosa, con olor a viejo y a humedad. Entonces la vi: yo no
quería
verla, no quería mirar aquella cara pálida, aquel cuerpo esquelético, que
me
miraba con dos grandes agujeros negros donde debían estar los ojos, no quería,
pero
seguía viéndola en aquella oscuridad, su cuerpo resplandecía con un tono
blanquísimo,
se veía transparente y como si no fuera más que un contorno entre
las
brumas. Yo cerraba los ojos, pero la veía, siempre la veía, aquel fantasma me
pedía
ayuda, retorciéndose en la cama donde ahora estaba, entre sábanas
blancas
y pedazos de algodón empapados de sangre, de sangre coagulada, ay,
trozos
de vendajes, escupitazos malolientes, y lloraba, gritaba, arrancaba pedazos
de
la almohada, del colchón, con las manos y los dientes, y su piel se desprendía
a
pedacitos,
se le salían los huesos de la cara y caían por toda la cama con la carne
podrida,
y me miraba, me pedía que le calmara aquel dolor insoportable, me
suplicaba
que no la dejara morir... Entonces grité. Me desperté de madrugada. No
se
oía nada en toda la casa. Sentí un toque en la puerta y me di cuenta de que eso
me
había despertado. Un nuevo toque me alzó en peso. ¿Quién podía ser a esa
hora?
Miré el despertador y vi que era la una menos cuarto. Dejé la cama sin hacer
ningún
ruido y me acerqué a la puerta. Otro toque algo más fuerte me hizo
reaccionar.
Abrí sin preguntar quién era. Salí ahora mismo de una reunión y pensé
que
aunque es un poco tarde mejor pasaba por aquí. ¿Cómo te sientes? Era
Basilio.
Su sonrisa logró calmarme un poco. Pero aún no lo había abrazado cuando
comencé
a llorar desesperadamente...
(continuará)
Augusto
Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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