Qué
tipo este Plácido. Bajaba por Aguilera noche por noche, a la misma hora en
que
yo subía, y una noche tropezó conmigo frente a la escalera de la escuela, y por
poco
me tumba, del golpetazo que me dio. ¡Pum! ¿Y qué hizo? Pues echarse a reír.
¿Se
puede saber dónde está la gracia? Poco faltó para que alli mismo le entrara a
carpetazos.
El golpe me dolió, y cada vez que lo miraba el muy cabrón se echaba
a
reír. Perdóneme, compañera, no me estoy riendo de usted, es que ha puesto una
cara
como si yo le hubiera partido la columna vertebral. Y se echaba a reír. Cabrón.
Puñetero.
Bandido. Así fue como lo conocí. El tropezón fue porque Plácido venía
caminando
con la cabeza virada hacia atrás, mirándole el culo a una pelandruja
que
doblaba por Carnicería frente al museo Bacardí. El mismo me lo confesó a los
pocos
días. Hubiera tropezado con un poste de la luz y yo no estaría acordándome
de
él ahora. Tremendo sato. Cuando nos hicimos amigos me dijo que una mujer es
un
culo y lo demás. Qué clase de punto. Pues sí. En los días siguientes, cada vez
que
se
encontraba conmigo se empezaba a reír como un guanajo. Una noche se lo dije,
ven
acá, chico, ¿tú eras bobo cuando chiquito?, y se desgañitó de la risa. Algunas
noches,
cuando coincidíamos, me invitaba a tomar café en La Isabelica, me hacía
un
montón de cuentos, y nos pasábamos toda la noche verborreando, fumando, y
contándonos
mentiras, y sobre todo, ah, riéndonos como dos mongólicos, porque
Plácido
es un artista en eso de llenarle a una el moropo de mentiras, mira, Tania, a
las
mujeres les encanta que uno las engañe, claro que siempre que el engaño las
halague.
Pero desde la primera vez que yo lo vi me di cuenta de que yo y Plácido
seríamos
amigos, buenos amigos y nada más, porque una mujer, cuando conoce a
un
hombre, enseguida se da cuenta de si ese hombre puede o no puede tener algo
con
ella, y yo siempre estuve convencida de que Plácido sería sólo un buen amigo.
Y
así ha sido hasta ahora. Una noche lluviosa Plácido me acompañó a la casa y me
hizo
la historia completa de todas las novias que había tenido, y me dijo que todas
lo
habían botado, por informal y por regado. ¿Sabes lo que pasa? Que yo no sirvo
para
estar pendiente de ningún compromiso, me dijo, riéndose. Qué perla. Y se lo
decía:
Plácido, tú eres la pata derecha del Diablo, y él se reía y me hacía otro de
sus
cuentos mujeriles. Otra noche tuvo que cargar conmigo para el hospital, desde
la
misma Isabelica, porque allí mismo me dio un ataque de asma muy fuerte y el
pobre
Plácido apenas sabía qué hacer conmigo. Un amigo suyo y él me llevaron al
maldito
cuerpo de guardia donde tantos momentos terribles había pasado y me
quedaban
por pasar y allí me aplicaron, como ya iba siendo costumbre en mi caso,
aminofilina
y aerosol, hasta que me calmé. Plácido como el papel, el pobre, qué
susto
pasó. Los ataques de asma me acechaban con frecuencia, eran una pesadilla
que
no quisiera recordar. En esa época tuve algunos problemitas en la escuela, por
mi
vestimenta, que llamaba la atención. Una noche fue a buscarme Plácido
y
le preguntó a una muchacha en los bajos y ella le dijo sí, la exótica, no, creo
que
no
ha bajado todavía. El me lo contó después. Algunas me decían así mismo, la
exótica,
qué vainas. Los varones me miraban con curiosidad, con interés, algunos
con
deseos, que se los veía en los ojos, pero las hembras, algunas hembras, sí me
miraban
con envidia, no podían disimularlo aparentando que era rabia, porque de
la
rabia a la envidia, o viceversa, no hay ni medio paso. Y tuve varias
discusiones
con
un par de tipas frescas que me dijeron que yo desentonaba allí. Ah, pero les
dije
hasta
alma mía. Gallarusas las muy pendejas. Si no es por un bedel que había en los
bajos
y que enseguida subió al oír la discusión, hubiéramos rodado por la escalera
enredadas
a galletazos. Pero eso sí, yo no hice nada que pudiera perjudicarme, ni
siquiera
miraba mucho rato a ningún profesor. Claro, también tuve compañeras que
me
defendían, amigas que hice allí, muy pocas, pero gente muy correcta. Sí. Casi
todas
trabajaban por el día igual que yo. Eso quizás nos unía, porque apenas nos
alcanzaba
el tiempo para ir a tomarnos un café a La Isabelica cuando salíamos a
las
once de la noche. Me sentía bien en la escuela, a pesar de los roces que tuve
con
esas zarapastrosas que se cuelan en todas partes. La morralla, como decía mi
mamá,
que una tiene que codearse con esa gentuza en todas partes. Todos juntos
y
revueltos. La igualdad, ya lo creo que sí. Hay que ser igual que todo el mundo,
hablar
igual, pensar igual, vestir igual, comportarse de la misma manera, ja ja ja,
comparsa
de los bienaventurados que disfrutaremos el futuro luminoso. Pues por los
roces
con ese elemento me dio por ponerme encima todo lo que se me antojaba,
hasta
cosas que me había mandado mi mamá del Norte que no era fácil de
aguantar
el calor que me daban, pero para joderlas lo aguantaba y me reía de las
cosas
que me decían. En la oficina no, allí llevaba ropas normales, porque la gente
allí
no se metía conmigo para nada. La inmadurez es del carajo, pero cuando uno
se
da cuenta ya no tiene remedio. Los comentarios sólo lograron que aumentaran
mis
deseos de quedarme en la escuela, de quedarme y de graduarme. Y me quedé
y
me voy a graduar, no digo yo si me voy a graduar, para que se metan la lengua
en
el culo esas pendejas de mierda. Plácido me lo decía, no les hagas caso, ponte
lo
que tú quieras, que a ti todo te queda bien, olvídate de ellas, ignorándolas
las
vences,
pero estudia y saca buenas notas, que así las humillas. Y eso fue lo que hice.
Porque
ignorando a la gente que habla mal de una, una gana la batalla, porque
no
le da importancia, mientras que esa gente sí le da importancia a una. Y eso a
cualquiera
lo revienta, que lo ignoren, que no lo tomen en consideración, como si
no
existiera. Y yo me dije: me gradúo de lo que no hay remedio, sí señor. Y no
digo
yo
si me gradúo. O me reviento, como una tubería vieja...
(continuará)
Augusto
Lázaro
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