La
clase abierta era una prueba de fuego para cualquier porfesor en la
Universidad:
a
ella podían asistir alumnos, profesores, empleados, y cualquier persona ajena
al
plantel
que lo deseara. Siempre que a alguien le anunciaban que tenía que pasar
por
esa prueba, las pastillas para los nervios aparecían en su portafolios. Era
algo
que
sólo le ocurría a un profesor una vez cada cuatro años, quizás cada más tiempo,
y
ahora esa clase le tocaba a Marnia. Ella estaba nerviosa: se le caían los
utensilios
de
cocina de las manos, se mordía las uñas, regañaba demasiado a Aimée, discutía
con
Mario por cualquier tontería.
--¿Y
sobre qué vas a dar esa clase?
--Sobre
La divina comedia.
Marnia
se preparó muy bien, pero no obstante la seguridad que había adquirido, las
dos
o tres semanas anteriores a dicha clase fueron una tortura. Deseaba que llegara
ese
día, salir de eso cuanto antes y volver a su vida normal, y en su casa el tema
de
conversación
casi obligado era ese.
--Bueno,
esta vez te prometo que voy a asistir y que después del mal rato te señalaré
uno
por uno los fallos cometidos, aunque creo que voy a tener pocos que señalarte.
Muy
pocos. Puedes creerme.
No
sólo Mario le daba ánimos: Ernesto le insistía constantemente en que él estaba
seguro
de que ella saldría airosa, Liliana aparentaba no darle importancia, con el fin
de
quitarle la preocupación, y algunos de sus compañeros del Departamento le
ponían
las manos en los hombros y le decían algo así como no te preocupes, que
eso
no es nada del otro mundo, ya todos hemos pasado por eso, etc. Y aunque esas
expresiones
de confianza y solidaridad le agradaban, no podía del todo sustraerse a
lo
que esa experiencia significaría para su futuro en la Universidad.
--Me
acuerdo de cuando yo tuve que dar mi última clase abierta -le dijo el doctor
Oropesa
en un aparte junto al estanquillo de periódicos-, figúrate, que fue sobre el
desarrollo
de la ensayística cubana en las cinco primeras décadas de este siglo...
Marnia
caminó junto a Oropesa hasta llegar al local de Literatura, ampliado y
compartido
desde la nueva estructura de la Facultad. Se detuvieron junto a la
escalera.
--Cuénteme
algo, doctor, que todo el mundo me da ánimos, pero en realidad nadie
me
habla del desarrollo de esa dichosa clase.
--¡Ah!
-Oropesa hizo un gesto con los brazos y los hombros-. Pues nada, llegas allí y
te
imaginas
que estás dando una clase normal, miras el aula y sólo ves a tus alumnos
de
costumbre, y te olvidas del resto de las caras que van a estar allí mirándote,
y al
final,
casi sin darte cuenta, se te acaba el tiempo y ya. Y nada más.
Oropesa
sonrió, movió la cabeza, y también le puso una mano en el hombro,
aunque
la dejó descansar unos segundos más que otros profesores junto al cuello de
Marnia.
--De
todos modos -agregó, sin dejar de sonreír-, eso para ti, yo estoy seguro, no
será
nada
difícil. Créeme... Aquí hay algunos que han pasado un buen sofocón con esa
clase
abierta, pero tú no eres de ésos. Tú... -y la miró con cierta admiración- tú
darás
una
clase abierta que se va a estar comentando mucho tiempo... y comentando
con
elogios. Apúntalo, que te lo dije hoy, ahora, aquí, para que te acuerdes que yo
te
lo vaticiné...
Cuando
Marnia consideró que había terminado los apuntes para su clase abierta, le
sugirió
a Mario que el fin de semana anterior se fueran a algún centro turístico, lejos
de
Santiago, dejando a Aimée con los abuelos. Los centros turísticos a los que
tenían
acceso
los cubanos no eran muchos ni muy fáciles de alcanzar, pero Mario se las
ingenió
para resolver una cabaña por una sola noche en el motel Los Mamoncillos,
dentro
de la playa de Verracos, en el complejo turístico de Baconao. El sábado,
después
del almuerzo, ambos emprendieron el camino tortuoso de quienes no
disponían
de transporte propio, o sea, la inmensa mayoría de la población,
dedicándose
al auto-stop, hacia lo que los dos pensaban que sería un bálsamo
contra
la tensión preparatoria de la clase abierta, que estaba señalada para el
miércoles
de la semana entrante.
--Quiero
despejarme bien, no pensar en nada, en absolutamente nada que se
parezca
a la Universidad ni a las cosas de la Universidad.
--Pues
allí no vas a tener tiempo de pensar en nada de eso, porque nos vamos a
pasar
todo el día en la playa, o metidos en el agua, o... mirando -Mario le hizo un
guiño-...
sí, mirando todo lo que pueda mirarse.
--Yo
también voy a mirar, cariño, así que no te entusiasmes demasiado ni te creas
que tú
tienes
el monopolio del disfrute visual.
--Tú
siempre has mirado, sólo que yo te llevo una ventaja: una mujer tiene muchos
puntos
donde clavar la vista. Muchos puntos. Pero un hombre, si le tapas la cara y la
cabeza,
ya nada más te queda una camisa y unos pantalones, o si acaso un short -y
lanzó
una carcajada haciéndole muecas a su mujer.
Cuando
llegaron a Los Mamoncillos tuvieron que esperar un buen rato, pues a pesar de
que
en la propia carpeta del motel había un letrero informando que la hora de
entrada
era
a las cuatro, les entregaron la cabaña cerca de las cinco. La salida, les
dijeron,
aunque
también estaba escrita en el mural, sería al día siguiente a las dos de la
tarde.
Mario
compró una revista vieja y Marnia se asomó a contemplar el paisaje que podía
verse
desde una ventana de la cabañita: muchos árboles, poca gente, cielo nublado,
y
oyó una música que llegaba no sabía de dónde, pero sobre todo arena, arena,
arena.
Y más allá de la arena pudo ver el mar que se extendía hasta los límites de su
mirada.
Poca gente, lo había notado desde que llegaron. Y muy pocos vehículos, entre
ellos
un ómnibus de turismo nacional y alguna excursión de centros de trabajo. La
cabaña
estaba en buenas condiciones: una instalación de tercera categoría, en un
plan
creado hacía sólo tres o cuatro años, pero se mantenía limpia, ordenada, y
estaba
pintada
de colores claros. Además, ya los cubanos no eran tan exigentes para sus
comodidades:
les bastaba con poco. Todo el mundo se había acostumbrado a que lo
mejor
del país sería disfrutado por los extranjeros que traían dólares, y ya casi
nadie se
sentía
molesto. En eso pensaba Marnia asomada a la ventana, aunque se sentía bien y
le
gustaba aquel lugar encantado, aquella cabañita acogedora e íntima, y le
gustaba
estar
allí con Mario, lejos de la rutina diaria abolidora de cualquier temperamento
creador,
en la ciudad. Había un ventilador de techo giratorio, otro sobre la cómoda,
más
pequeño, un radio VEF 206 sobre una mesita de noche, una cama amplia con
colchón
de muelles, un cuarto de baño con ducha y lavabo, en fin, un lugar donde
podría
pasarse muy bien un pedazo de tiempo acompañada de alguien agradable.
Marnia
meditó sobre su situación, obsevando lo cerca que estaba de la playa. Se
volvió,
y enseguida comenzó a probarlo todo: abrió las llaves del agua y se asombró de
que
brotara a chorros.
--Querido,
por lo menos tenemos agua en abundancia. Conecta los equipos a ver si
todos
funcionan.
Mario
enchufó el radio y los ventiladores y encendió las luces: oh, maravilla, todo
estaba
ok. La miró como diciéndole hoy es nuestro día de suerte, y se recostó en la
cama
para probarla. Ella se le acercó y se le echó encima, regándole el pelo, pero
él
le
señaló la puerta y le dijo anda, ciérrala, cosa que ella se apresuró en hacer,
pero
cuando
estaba a punto de cerrarla se encontró con una cara de mujer joven
uniformada
que le sonreía y le decía con amabilidad:
--Compañera,
si desean algo, o si hay algo que no marche bien, deben decírmelo para
ver
cómo lo resolvemos enseguida.
Después,
la muchacha miró a Mario a discreción y agregó: "veo que ya se han
instalado,
mire, aquí tiene las toallas y el jabón, la comida empieza a las seis, hasta
las
diez
de la noche, después sigue abierto el bar hasta las dos, si desean algo
más...", pero
Marnia
cogió las toallas y el jabón y despidió a la joven en la puerta, asegurándole
que
todo
estaba bien, que no se preocupara, y muchas gracias, y al llegar junto a Mario
éste
le preguntó si le había dado propina.
--¿Propina?
Ay, Mario, eso es cosa del hombre, luego tú se la das.
--¿Luego?
¿Y ahora? -la tomó por un brazo y la atrajo hacia sí.
--¿Ahora?
-Marnia miró a todas partes, como si se hallara en un lugar al aire libre-.
Oyeme,
todavía no hemos llegado y ya tú estás pensando en eso.
--¿Y
tú no?
Ella
no respondió y se limitó a pegar su cara a la de su marido, y a quedarse un
momento
pensando, abstrayéndose, hasta que sintió debajo de su blusa la mano de
Mario
que seguía en dirección a uno de sus pezones y comenzaba a juguetear con él...
(continuará)
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://laenvolvencia.blogspot.com