sábado, 1 de febrero de 2014

EL AULA SUCIA 8

Al día siguiente le entregaron una lista de las tareas que tendría que realizar, tras

recoger su contrato en la Administración y llenar una planilla con todos sus datos

completos y actualizados en Cuadros. Con su portafolios a cuestas, ya bastante

lleno con los materiales docentes y ahora con documentos y papeles sueltos, se

encaminó hacia el Departamento de Literaturas. Recordaba la expresión de la

muchacha que el día anterior le contara lo que ella no había pensado que pudiera

ocurrir en la Universidad. "Ahora me siento mejor", le había dicho Margarita al

terminar su historia, y ella le había anotado en un papel su dirección, "por si un día te

sientes como hoy y quieres desahogarte". Su primer día en la Universidad le había

mostrado dos cosas con las que no contaba: la destrucción de un matrimonio joven

por caprichos de la burocracia, y la larga espera que tendría que hacer en lo

adelante, en la siempre repleta parada del ómnibus.

--¡Felicidades, compañera!

La sonrisa del doctor Oropesa refrescó su semblante. Dejó el portafolios en su mesa y

le agradeció a su compañero de Departamento que acababa de entrar. Se sentó

en su silla con la copia del contrato delante. Este estipulaba que Marnia estaría

ubicada en la categoría de Instructora, que prestaría servicios como Profesora de

Literatura General en la Facultad de Artes y Letras, y que su contenido de trabajo sería

impartir conferencias, dar clases prácticas, organizar seminarios, y otras actividades

relacionadas con la docencia, siendo el tipo de contrato continuo, y por ocho horas

diarias (lo que la dejó con un palmo, ya que no concebía su trabajo encasillado en una

norma de tiempo tan exacta). El contrato apuntaba además que su puesto de trabajo

tenía las condiciones de seguridad e higiene requeridas -buena ventilación, iluminación

adecuada, y carné de salud-, "por Dios, no sabía que el carné de salud lo tendría mi

puesto y no yo misma", y miró al doctor Oropesa concentrado en sus papeles. Por último,

que ella recibiría un salario mensual de 280.00 pesos, añadiendo, "¡qué cosa!", que este

salario se le abonaría de acuerdo con la cantidad de exámenes, cuidados y

calificaciones sobre la base de las tasas siguientes -y aquí había un espacio en

blanco que no le interesó- y que el contrato sería por diez meses, prorrogables

hasta un máximo de tres años, haciendo referencia a las vacaciones pagadas, al

compromiso del trabajador, etc. Marnia levantó la vista al sentir que alguien entraba

y vio a dos profesoras que conocía de vista, que saludaron al doctor Oropesa y le

hicieron a ella un gesto, sentándose a conversar en la mesa colectiva. Marnia lo

observaba todo: le parecía un sueño estar allí, ser profesora de la Universidad, de

aquel centro cuya influencia se hacía sentir en la vida cultural, técnica y científica

de la provincia. Ella misma había asistido a numerosas actividades literarias donde

oía admirada las disertaciones de los eruditos invitados que la dejaban como en

éxtasis. Ahora ella formaba parte de aquel cuerpo. Ahora ella sería quien podría

impartir esas disertaciones a sus alumnos. Y pensó en ellos, en esos desconocidos:

¿cómo serían? ¿Les caería bien? ¿Estaría ella en condiciones de hacerlo, y de

hacerlo bien? El respeto que sentía por el magisterio la llevaba a cuestionarse.

Guardó su contrato, se levantó para salir, saludó a sus compañeros presentes, y se

encaminó hacia la parada. Sus primeras clases llamaron la atención de sus jefes:

a pesar de tener muy poca experiencia en ese tipo de trabajo, se desempeñaba

mejor de lo que ella misma había imaginado. Le gustaba pararse frente a los

alumnos y conversar con ellos, sin solemnidad ni protocolo, y a las pocas semanas

ya había establecido una correspondencia que la hacía sentirse mejor y con más

disposición para afrontar lo que pudiera presentársele. Algunos alumnos se le

acercaban para plantearle problemas personales o referidos a los estudios, los

mejores para quejarse de otros profesores, lo que siempre rechazaba Marnia por

considerarlo no ético, según les explicaba. Poco a poco fue compenetrándose

con el sistema de enseñanza en la Universidad, atiborrado de modelos, informes,

planes, y reuniones, en las que se consumía una porción importante del tiempo de

trabajo. "Y nada de esto lo dice mi contrato". Los papeles, los materiales y los

libros que tenía que consultar diariamente la obligaron a comprar un portafolios

de cuero, mucho más grande y resistente que el que conservaba desde sus estudios

superiores. Su nuevo compás de vida alteró sus relaciones con Mario y con Aimée:

ya no podía estar con ellos como antes, a veces salía de su casa muy temprano y

regresaba tarde, pasándose casi todo el día en la Universidad. Esta situación

provocaba discusiones domésticas menores.

--Desde que trabajas en la Universidad no calientas la casa.

--¡Ay, Mario! No seas exagerado, que no es para tanto.

--¿Que no es para tanto? Mira hoy mismo: ¿a qué hora saliste de aquí? ¿Eh? A las

seis de la mañana, todavía oscuro, y ¿a qué  hora regresas? ¿Se te rompió el reloj?

Automáticamente Marnia miró su nuevo reloj pulsera comprado con el primer salario

que marcaba las 6.36 p. m. Dejó el portafolios sobre la cama y comenzó a

desvestirse. Se puso una bata de casa y se dirigió a la cocina para preparar la

comida y el baño de Aimée, que jugaba en el pasillo con una amiguita.

--Tú sabías, porque yo te lo advertí antes de irme, que hoy iba a tener un día

molesto.

Marnia se justificó, aunque comprendía que Mario tenía parte de razón: ella se

había pasado todo el día en su trabajo y la casa quedó a cargo de quien ahora le

echaba una descarga, mientras la niña se quedaba a almorzar en la casa de una

señora que la cuidaba en el reparto Sueño.

--Sí, yo lo sabía. Menos mal que me lo advertiste. Otras veces ni eso.

--¡Ay, Mario!

Pero Mario ya se había calmado bastante y la miraba, tratando de asimilar el por

qué de su estancia tan larga en la Universidad. Mientras preparaba la comida, ella

le detalló el fantástico menú del comedor obrero: arroz sin manteca, chícharos

secos, jurel hervido y un pedacito de pan tan duro como un pole. Y agua, por

supuesto, al tiempo. Después café, en la cafetería. Estas discusiones no eran muy

frecuentes, pero ponían a Marnia en estado de tensión cada vez que tenía una

estancia maratónica con reuniones, claustros, chequeos de planes, colectivos de

disciplina, asambleas de brigadas o despachos personales con alguno de sus jefes (y

tenía varios), lo que sucedía casi diariamente. A veces podía cumplir todas sus

tareas en una sola sesión y estar a tiempo en casa a la hora del almuerzo, o de la

comida según fuera el caso, otras tenía que almorzar en la Universidad porque el

turno era corrido por el cúmulo de tareas que debía atender, además de impartir

clases. Pero los maratones...

--Los maratones me van a costar noventa pesos -le dijo una vez a Liliana en la

cafetería.

--¿Por qué noventa pesos?

--Eso es lo que cuesta el divorcio, ¿no?

Ambas se echaron a reír, pues en el fondo sabían que eso era mucho más difícil

de lo que pudieran imaginarse. Y así pasaba el tiempo alegre, a veces triste, pero

siempre activo, siempre intenso, en la vida de Marnia en la Universidad y en su casa

En esta última tanto su vida como la de Mario y Aimée se habían reducido, en los

últimos meses, aparte del trabajo de ambos, a una constante búsqueda de

alimentos, artículos, objetos necesarios para hacer más agradable la existencia de

cualquier ser humano. Y muy poco más.

Augusto Lázaro


@augustodelatorr

(continuará)



No hay comentarios:

Publicar un comentario