Al
día siguiente le entregaron una lista de las tareas que tendría que realizar,
tras
recoger
su contrato en la Administración y llenar una planilla con todos sus datos
completos
y actualizados en Cuadros. Con su portafolios a cuestas, ya bastante
lleno
con los materiales docentes y ahora con documentos y papeles sueltos, se
encaminó
hacia el Departamento de Literaturas. Recordaba la expresión de la
muchacha
que el día anterior le contara lo que ella no había pensado que pudiera
ocurrir
en la Universidad. "Ahora me siento mejor", le había dicho Margarita
al
terminar
su historia, y ella le había anotado en un papel su dirección, "por si un
día te
sientes
como hoy y quieres desahogarte". Su primer día en la Universidad le había
mostrado
dos cosas con las que no contaba: la destrucción de un matrimonio joven
por
caprichos de la burocracia, y la larga espera que tendría que hacer en lo
adelante,
en la siempre repleta parada del ómnibus.
--¡Felicidades,
compañera!
La
sonrisa del doctor Oropesa refrescó su semblante. Dejó el portafolios en su
mesa y
le
agradeció a su compañero de Departamento que acababa de entrar. Se sentó
en
su silla con la copia del contrato delante. Este estipulaba que Marnia estaría
ubicada
en la categoría de Instructora, que prestaría servicios como Profesora de
Literatura
General en la Facultad de Artes y Letras, y que su contenido de trabajo sería
impartir
conferencias, dar clases prácticas, organizar seminarios, y otras actividades
relacionadas
con la docencia, siendo el tipo de contrato continuo, y por ocho horas
diarias
(lo que la dejó con un palmo, ya que no concebía su trabajo encasillado en una
norma
de tiempo tan exacta). El contrato apuntaba además que su puesto de trabajo
tenía
las condiciones de seguridad e higiene requeridas -buena ventilación,
iluminación
adecuada,
y carné de salud-, "por Dios, no sabía que el carné de salud lo tendría mi
puesto
y no yo misma", y miró al doctor Oropesa concentrado en sus papeles. Por
último,
que
ella recibiría un salario mensual de 280.00 pesos, añadiendo, "¡qué
cosa!", que este
salario
se le abonaría de acuerdo con la cantidad de exámenes, cuidados y
calificaciones
sobre la base de las tasas siguientes -y aquí había un espacio en
blanco
que no le interesó- y que el contrato sería por diez meses, prorrogables
hasta
un máximo de tres años, haciendo referencia a las vacaciones pagadas, al
compromiso
del trabajador, etc. Marnia levantó la vista al sentir que alguien entraba
y
vio a dos profesoras que conocía de vista, que saludaron al doctor Oropesa y le
hicieron
a ella un gesto, sentándose a conversar en la mesa colectiva. Marnia lo
observaba
todo: le parecía un sueño estar allí, ser profesora de la Universidad, de
aquel
centro cuya influencia se hacía sentir en la vida cultural, técnica y
científica
de
la provincia. Ella misma había asistido a numerosas actividades literarias
donde
oía
admirada las disertaciones de los eruditos invitados que la dejaban como en
éxtasis.
Ahora ella formaba parte de aquel cuerpo. Ahora ella sería quien podría
impartir
esas disertaciones a sus alumnos. Y pensó en ellos, en esos desconocidos:
¿cómo
serían? ¿Les caería bien? ¿Estaría ella en condiciones de hacerlo, y de
hacerlo
bien? El respeto que sentía por el magisterio la llevaba a cuestionarse.
Guardó
su contrato, se levantó para salir, saludó a sus compañeros presentes, y se
encaminó
hacia la parada. Sus primeras clases llamaron la atención de sus jefes:
a
pesar de tener muy poca experiencia en ese tipo de trabajo, se desempeñaba
mejor
de lo que ella misma había imaginado. Le gustaba pararse frente a los
alumnos
y conversar con ellos, sin solemnidad ni protocolo, y a las pocas semanas
ya
había establecido una correspondencia que la hacía sentirse mejor y con más
disposición
para afrontar lo que pudiera presentársele. Algunos alumnos se le
acercaban
para plantearle problemas personales o referidos a los estudios, los
mejores
para quejarse de otros profesores, lo que siempre rechazaba Marnia por
considerarlo
no ético, según les explicaba. Poco a poco fue compenetrándose
con
el sistema de enseñanza en la Universidad, atiborrado de modelos, informes,
planes,
y reuniones, en las que se consumía una porción importante del tiempo de
trabajo.
"Y nada de esto lo dice mi contrato". Los papeles, los materiales y
los
libros
que tenía que consultar diariamente la obligaron a comprar un portafolios
de
cuero, mucho más grande y resistente que el que conservaba desde sus estudios
superiores.
Su nuevo compás de vida alteró sus relaciones con Mario y con Aimée:
ya
no podía estar con ellos como antes, a veces salía de su casa muy temprano y
regresaba
tarde, pasándose casi todo el día en la Universidad. Esta situación
provocaba
discusiones domésticas menores.
--Desde
que trabajas en la Universidad no calientas la casa.
--¡Ay,
Mario! No seas exagerado, que no es para tanto.
--¿Que
no es para tanto? Mira hoy mismo: ¿a qué hora saliste de aquí? ¿Eh? A las
seis
de la mañana, todavía oscuro, y ¿a qué
hora regresas? ¿Se te rompió el reloj?
Automáticamente
Marnia miró su nuevo reloj pulsera comprado con el primer salario
que
marcaba las 6.36 p. m. Dejó el portafolios sobre la cama y comenzó a
desvestirse.
Se puso una bata de casa y se dirigió a la cocina para preparar la
comida
y el baño de Aimée, que jugaba en el pasillo con una amiguita.
--Tú
sabías, porque yo te lo advertí antes de irme, que hoy iba a tener un día
molesto.
Marnia
se justificó, aunque comprendía que Mario tenía parte de razón: ella se
había
pasado todo el día en su trabajo y la casa quedó a cargo de quien ahora le
echaba
una descarga, mientras la niña se quedaba a almorzar en la casa de una
señora
que la cuidaba en el reparto Sueño.
--Sí,
yo lo sabía. Menos mal que me lo advertiste. Otras veces ni eso.
--¡Ay,
Mario!
Pero
Mario ya se había calmado bastante y la miraba, tratando de asimilar el por
qué
de su estancia tan larga en la Universidad. Mientras preparaba la comida, ella
le
detalló el fantástico menú del comedor obrero: arroz sin manteca, chícharos
secos,
jurel hervido y un pedacito de pan tan duro como un pole. Y agua, por
supuesto,
al tiempo. Después café, en la cafetería. Estas discusiones no eran muy
frecuentes,
pero ponían a Marnia en estado de tensión cada vez que tenía una
estancia
maratónica con reuniones, claustros, chequeos de planes, colectivos de
disciplina,
asambleas de brigadas o despachos personales con alguno de sus jefes (y
tenía
varios), lo que sucedía casi diariamente. A veces podía cumplir todas sus
tareas
en una sola sesión y estar a tiempo en casa a la hora del almuerzo, o de la
comida
según fuera el caso, otras tenía que almorzar en la Universidad porque el
turno
era corrido por el cúmulo de tareas que debía atender, además de impartir
clases.
Pero los maratones...
--Los
maratones me van a costar noventa pesos -le dijo una vez a Liliana en la
cafetería.
--¿Por
qué noventa pesos?
--Eso
es lo que cuesta el divorcio, ¿no?
Ambas
se echaron a reír, pues en el fondo sabían que eso era mucho más difícil
de
lo que pudieran imaginarse. Y así pasaba el tiempo alegre, a veces triste, pero
siempre
activo, siempre intenso, en la vida de Marnia en la Universidad y en su casa
En
esta última tanto su vida como la de Mario y Aimée se habían reducido, en los
últimos
meses, aparte del trabajo de ambos, a una constante búsqueda de
alimentos,
artículos, objetos necesarios para hacer más agradable la existencia de
cualquier
ser humano. Y muy poco más.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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