Cuando
yo era sólamente un solicitante del asilo político me enviaron a un piso de 4
habitaciones
a compartir con otros solicitantes, situado en Fuenlabrada, y la Cruz Roja me
atendía
en mis necesidades perentorias: cuando tuve que cambiarme las dioptrías me
facilitaron
el dinero y la óptica donde me practicaron un examen a fondo y de donde
salí,
después de dos semanas de espera, con mis nuevas y flamantes gafas, sin soltar
una
peseta.
Eran mis tiempos felices dentro de la trágica novedad del exilio. Cuando
al fin me
concedieron
el dichoso asilo me entregaron una suma con la cual alquilé mi primera
vivienda,
aunque por inocentada propia de los nuevos tontos me metí en un
estudio
(como si yo tuviera derecho a vivir solo en un estudio todo para mí) del que
tuve
que
salir echando a los tres meses y comenzar mi vida de ente compartido y
soportante
de
mis coinquilinos. Pero Yeya, tan pronto adquirí la nacionalidad con DNI y Pasaporte
incluidos,
se acabó lo que se daba, socia, pues a partir de entonces arréglatelas como
puedas,
monina, que hasta aquí te duraron las ayudas. Claro que actualmente sigo
recibiendo
ayudas, no faltaba más, pero no como antes de ser un nacionalizado que
tenía
muchas más y más garantizadas sin mover un dedo ni llenar un formulario. Ahora
mi
vida
se reduce a eso: llenar papeles y gestionar la manera de continuar
sobreviviendo
hasta
que la pelona se acuerde de mí, que según Javier será dentro de casi quince
años,
y
según el Destino (consuelo de tontos que no quieren pensar en la parca) puede
ser
mañana
mismo. Eso no lo sabe ni el sabio coreano Tse Mu-chong. Ah, y me faltó decir
que
tanto
el DNI como el inútil -en mi caso-. pasaporte, tuve que pagarlos, pues de
gratis
Nananina
la billetera.
--Hombre,
Juan Quejiña, hace días que no me hacías el honor. ¿Dónde has estado?
--Muy
graciosa, parece que la gracia es contagiosa, menos mal. Pues verás, ángel mío,
he
estado
por ahí haciendo gestiones importantes, pero esta vez privadas, nada de papeles
ni
entrevistas ni datos personales en ningún ordenador.
--¿Y
no vas a contarme esas gestiones?
--Ya
te las imaginas, sólo que me gustaría más que tú me acompañaras a algunas de
ellas
y
así la productividad de las mismas aumentaría el doble.
--Mira,
déjate de jaranitas conmigo que yo sé que eso tú me lo dices para buscarme la
lengua...
aunque a veces creo que es verdad que andas en malos pasos por ahí.
--Pues
mejor vive la intriga, mujer, y no indagues, que indagar demasiado perjudica la
salud
mental, según dice Juan Canal.
Mis
hijos me escriben tan poco que cuando recibo una carta de alguno de ellos ya no
me
acuerdo
de lo que me dijo en la anterior si es que hubo una anterior. Ahora andan con
eso
del correo electrónico, la mayor del esposo, el segundo de su trabajo, y el
tercero de
un
amigo de correrías juveniles, y gracias a eso recibo algunos emilitos de vez en
cuando,
porque
lo que es la vía normal, olvídate, mulato, que la artrosis los cogió a los tres
en las
manos
y en otros lugares que intervienen en la correspondencia. Pero el caso es que
sé
poco
de ellos y esa ausencia de noticias no es un flan de calabaza que digamos.
--¿Así
que si ellos no te escriben tú tampoco les escribes? Hombre, la verdad que
estás
pasado
de raya. ¿Por qué eres tan estricto? ¿No los trajiste al mundo sin preguntarles
si
querían
venir? Pues ahora carga con esa responsabilidad.
--Oyeme
una cosa, platinada: es una costumbre que yo tengo desde el tiempo de las
trompetas:
cada carta que recibo la contesto, pero ¿por qué tengo que escribirle dos y
tres
y más a quienes no me escriben o no me contestan las que les escribo? Es que nadie
es
mejor que nadie, ¿comprendes?
--Pero
mira que eres... ¿acaso vas a colocar a tus hijos en el mismo saco donde metes
a
todo
el mundo? ¡Son tus hijos, viejo! Me parece que a veces lo olvidas.
--Te
equivocas, querubín, mis hijos son lo único que no olvido ni siquiera un
segundo de mi
vida,
ni siquiera en mis peores momentos aquí los he olvidado. Lo que sucede es que
están
muy mal acostumbrados: yo les escribo y ellos no, pues se afincan en esa
circunstancia
y no hay quien los saque de ese sedentarismo epistolar. Y gracias a que con
eso
del e-mail de vez en cuando me entero de algo, y gracias a que puedo usar el
equipo
de mi amiga Ana, pues yo no tengo ni sobres de correos.
Pues
sí señor: situación de calma chicha, con DNI y pasaporte como cualquier
pariente,
en
fase de espera permanente y estática, aumentando cada nuevo enero el coste de
todo
lo que tengo que pagar, como el alquiler de mi habitación pequeñísima, como
dice
Ana,
que ha sido la única de mis amistades que la ha visto (en la mudanza), los
alimentos,
el
correo, el transporte... suerte que con los 65 obtuve al fin el abono de la
tercera edad,
que
es un ahorrito que conservo para incrementar (¡) mis reservas, porque me es
imprescindible,
ya que la Cruz Roja no me va a resolver ni cueros por ser nacionalizado, ir
reuniendo
una alcancía para los imprevistos que pueden sorprenderme, como: 1) rotura
de
alguno de mis electrodomésticos –la mayoría regalados- que me alivian un poco en
momentos
de nostalgia al cuadrado en soledad, 2) problemas con la dentadura, que ya
los
tuve, pero que gracias a Manuel –a veces soy injusto con el hombre- pude salir
airoso y
así
no verme con un hueco feísimo en la boca al sonreír, 3) cambio de dioptrías,
que por
cierto,
ya casi me toca y esta vez tendré que sufragar su coste con mi propio bolsillo,
4)
cambio
del móvil cuando el que ahora tengo liquide, pues aquí con móvil estás mal,
pero
sin
él no existes, y 5) gastos varios no planificados por imprevistos y... ¿por
dónde iba? En
fin,
que esto de la situación es como repetir una escena de una filmación que no
acaba
de
cuajar.
--Anoche
llegó un huésped sui sui: cuando se me paró delante no supe enseguida si era
hombre
o mujer.
--¡Cojontra!
Qué lástima no haber estado aquí. Lo hubiera ingresado en mi novela y así se
enriquecerían
los personajes de tu hostal.
--¿Cómo?
¿Es que los has metido a ellos también?
--Pero
claro, querida, a ellos y además a ti, a mis coinquilinos, a mis amigos, a todo
el
mundo
mondo y también al lirondo, qué caray. Esos personajes enriquecen mi novela,
como
la enriqueces tú que eres la protagonista.
--Mira,
te voy a dar una tregua: escribe, hombre, escribe un montón, pero óyeme bien:
cuando
termines esa novela me la vas a enseñar completita, sin quitarle ni ponerle ni
una
sola
coma, ¿me entiendes?
--Te
entiendo, mujer, despreocúpate, que tú serás mi crítica principal y única, mi
voz del
intelecto,
mi iluminadora, mi Pepita Grilla que...
--Ya
basta, por favor. Me aturdes. Yo no seré nada de eso, además, no soy crítica
literaria
ni
nada que se le parezca, que ya por ahí sobran los críticos, yo sólo quiero leer
esa
novela
para ver el tratamiento que me das en ella. ¿Vale?
--Vale
mucho, limoncito. Despreocúpate y duerme plácidamente hasta que llegue al final
de
mi obra maestra. Ya verás que vale la pena esperar. Y ahora que hablas de los
críticos,
déjame
decirte que aunque tú no lo seas, te prefiero a ellos, pues serás sincera
conmigo y
no
tendrás que ajustarte, como se ajusta la mayoría de ellos, a lo que ordenen sus
jefes o
al
dinero que está en juego según lo que digan de cada libro que analizan.
Pero
no es fácil asumir esa sentencia de primero yo, después yo, y siempre yo, porque
para
asumirla hay que tener poder para ejecutar el YO en las tres etapas: presente,
pasado
y futuro, y yo no tengo ni poder ni dinero ni relaciones ni influencia ni fama
ni
nombre
ni cargo ni un carajo. Por lo tanto, Zenobia, el abajo firmante declara que no
tiene
solvencia de ninguna índole para hacer frente a la eventualidad de la situación
imperante
en su exilio de mierda, y no le queda más remedio que seguir conjugando el
verbo
en jefe de todos los verbos: esperar, esperar, y esperar (y repetido para más
convicción).
Que conste. Y firmo la presente, a las doce de la noche del día doce del
mes
doce del año de cruce del charco número ocho hasta ahora (el muerto en la
charada)...
y vale.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)
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