Al
principio me enviaban invitaciones para las actividades litetarias. Había hecho
contactos
con algunas de las llamadas personalidades de las letras a las que pude
visitar
en sus editoriales o en sus centros de trabajo, y que se dignaron en recibirme,
cosa
que ocurrió con muy pocas por cierto (siempre me ponían alguna excusa) y
sobre
todo con aquellas que se encargaban de organizar eventos literarios que me
interesaban.
De ahí que algunas me incluyeran en sus listas de invitados a sus actos.
Lenta
pero firmemente comenzaron a espaciarse esas invitaciones. Mi apartado se
fue
quedando hueco (había alquilado uno por las mudanzas que no me permitían
contar
con una dirección estable), hasta que con el tiempo dejaron de llegarme, y
si
te he invitado alguna vez se me ha olvidado, hermano. Perdona el poco caso,
Toribio.
Y motivos tenían: poco a poco fui dejando de asistir a sus eventos donde se
acostumbraba
a elevar a la categoría de "uno de los tres mejores" a cada poeta,
narrador
o ensayista que acudía como figura estelar del ágape. Durante ese largo
período
de relaciones amistosas recibí montones de tarjetas, postales, programas,
catálogos,
citas, cartas amables, telefonemas, etc. ¡Todo muy bonito! Yo para hacer
público,
para ocupar una silla, para aplaudir a los autores conocidos que con esas
actividades
se volverían más conocidos aún, y ¿para qué si no yo allí entre el grupo
agrupado
que se quedaba con la boca abierta ante cada genialidad otorgada al
público
presente? Pues me dije: está bueno ya, verracoide, ni una más, al carajo la
vela,
y se acabaron mis visitas vespertinas (todas las actividades eran en horas de
la
tarde/noche),
y como era de esperar, después de hacer el tonto batidor de palmas
durante
un tiempo moderado, me planté frente al espejo y me dije lo que me dije,
porque
no podía decírselo a quienes tendría que habérselo dicho, pero que no los
tenía
delante en el momento de la decisión ausentista, y además pregunté al aire
que
era el único que podía oírme que por qué no me invitaban a ofrecer un recital
de
poemas, o de cuentos o de cualquier cosa, o a dar a conocer un fragmento de
mi
última novela inédita (como todas las demás), o una charla, o lo que sea
sonará.
Pero
mi otra cara dentro del espejo de Alicia no me respondió ni hostia. Ni siquiera
sonrió.
Sólo una mueca híbrida de resignación/conformidad y nada más. Así que
desde
entonces heme aquí en mi tugurio, envuelto en libros, folletos, revistas,
separatas,
suplementos, tabloides, hojas de papel escritas, hojas de papel en blanco
sin
el negro sobre ellas, mis cosas, mis artículos, mis equipos, mis... y encuevado
como
un
oso en invierno, a pesar de los reclamos de Manuel para que salga a coger sol:
"hombre,
te vas a poner como la cal, venga, vamos a almorzar este sábado, te voy
a
llevar un restaurán donde se come que da gusto, ya verás", porque el Manu
pasó
por
la capital en asuntos de su asunto, y cuando me llamó y me negué me soltó la
algarabía.
Claro que en ese restaurán se comía a gusto porque él pagaba a gusto,
lo
que yo nunca podía reciprocarle a disgusto por no tener ni para un billete de
ida
en
el Metro. Cuestión, que el hombre y yo charlamos mientras deglutíamos a gusto
sobre
mis intentos baldíos de colocar alguna obrita en el mercado literario sin
ningún
resultado positivo a la fecha. "Es que la literatura se ha convertido en
una
especie
de negocio y el libro ya no es una obra de arte sino una mercancía que se
vende
y si no se está seguro de que se va a vender, ningún editor se arriesga y con
alguien
que sólo conocen donde vive, mucho menos", me soltó sin respirar... Y
luego
dicen que las mujeres son las parlanchinas. "Es que no has tenido
suerte", me
decía
Ana, insistiendo en que yo insistiera en mis empeños. "Si Carlos Alberto
te
echara
una mano", me insinuaba Javier. Pero ambos inclusive ignoraban que para
publicar
una obrita tendría que contar con un padrino como Vito Corleone , si no,
despídete
del cijú platanero.
--¿De
verdad que has visitado todas las editoriales? No me lo creo.
--Primero
intenté entrevistarme, yo que soy el hombre de las mil entrevistas funcionarias
y
asistenciales, con agentes literarias. La primera no me recibió y una de sus
secres me
devolvió
el libro diciéndome que no tenía noticias demasiado buenas. La segunda
se
negó
a quedarse con el libro y por vía y boca de su consejera se excusó con
que
tenía
exceso de presentaciones. La tercera no era de la capital, le envié por correo
una
novela y me la devolvieron de su agencia sin siquiera leer el título (porque en
la
carta
habían errado una palabra). No hubo una cuarta porque desistí a buen tiempo
de
ahorrarme un diazepán.
--Vaya
faena la tuya.
--Pues
sí. Entonces me di a visitar editoriales. Y por lo menos las de esta ciudad las
visité
toditas. En algunas me atendió uno de los redactores, en otra una de las
secres,
en
las más no me atendió más que el portero físico, “me dicen de arriba que deje
el
paquete
aquí abajo” y así. Con las de fuera tuve igual destino: me devolvían los
originales
con una cartica de excusa, al parecer impresa para todos con el mismo texto,
variando
sólo el nombre y la despedida a bolígrafo y firma. Nada, querubín, ni un
renglón
de aliento y mucho menos de esperanza.
--No
sabía que habías tocado en tantas puertas, querido. Lo siento de veras.
--Es
igual. Ya todo me da igual, porque lo más importante para mí, más incluso que
la
propia
comida, es, o era la literatura, y si aquí no puedo publicar ni una esquela
mortuoria,
pues... mejor abandonar como un ajedrecista serio antes de que le den el
jaque
mate.
--¿Eso
quiere decir que no vas a seguir escribiendo?
--No
exactamente. Yo escribo diariamente por costumbre, por hábito, porque quizás
no
puedo vivir sin escribir, sólo que ya no haré ninguna gestión más por publicar
mis
obras.
Y ahora que tocamos el asunto, cuando muera te las dejaré para que hagas
con
ellas lo que se te ocurra. Muchos escritores han tenido éxito post mortem, tal
vez
yo
sea uno de ellos si tú te encargas de eso cuando yo haya pasado a mejor vida.
--No
empieces con tus bobadas. Y no tienes que dejarme nada, porque tú no te vas
a
morir todavía. Anda, hombre, mejora esa cara.
--Así
me dice mi amigo Manuel: ánimo, hombre, mejora esa cara. Lo has copiado.
--Ya
basta de lamentos. Piensa cuántos habrá como tú que no pueden publicar ni
un
telegrama.
--Oye,
refranista, hay uno que dice que el mal de muchos es consuelo de tontos. A mí
no
me interesa el mal que tengan muchos, con el mío ya tengo para entretenerme, y
de
imbécil sólo tengo pelos rubios, o sea, ningunito, queridita.
El
problema es que en este país hay una especie de slogan (para seguir la
corriente de
decirlo
casi todo en inglés) que dice más o menos que para darte a conocer tienes que
publicar,
pero para publicar tienes que ser un conocido. Hay que joderse. ¿Cómo se
dieron
a conocer esos que hoy son conocidos y publican cuanta mierda se les ocurra?
¡Ah,
Ursulina!, la pregunta del quid. Además, aquí en esta tierra oportuna y
promisoria
reinan
tres nadies: nadie contesta, nadie recibe, nadie ayuda. Chúparte esa, nenúfar.
Y
que
venga Ana a darme ánimo y que venga Leila a darme una esperanza y que venga
Marcelo
a darme una palmada en el hombro y a decirme macho, estamos jodidos, pero
lo
peor es que mañana vamos a estar más jodidos que hoy y con esas palabras de
aliento
me entusiasme para participar en el certamen EL IDIOTA DEL AÑO que se celebra
religiosamente
(¡) con más de cinco mil apuntados. ¡Ah, Catana! Y así las cosillas sigo
acumulando
folios narrativos para que las gavetas sacien su hambre de papel arrugado
y
cucarachas mientras, recordando a Gardel, “el mundo sigue andando” y yo sigo
escribiendo,
porque la tontería me viene de muy lejos y a estas alturas es casi imposible
de
quitarse de encima y de adentro.
--Pues
no sé qué decirte, querido. Debes sentirte tremendamente frustrado.
--No
recuerdo quién fue el sabio que dijo que la frustración consiste en la
diferencia que
existe
entre lo que uno espera de la sociedad y lo que realmente recibe de ella o algo
así.
--Sí,
es cierto eso. Pero mira, no para consolarte, no me interpretes mal, pero yo,
cuando
era
niña allá en mi país, soñaba con ser bailarina... no te rías... incluso me
presenté a una
oposición
para el ingreso en una academia famosa de Kiev, y quedé entre las primeras...
la
profesora que me examinó me dijo que yo contaba con un cuerpo favorable y unos
pies
divinos... no te rías, por favor... pero...
--¿Pero?
Eso nunca falta. Dime qué pasó con tu cuerpo y tus pies.
--No
pasó nada. Sólo que mi padre era opuesto al régimen y ya tú sabes... bueno, eso
tú
lo has vivido en tu país, así que no tengo que explicarte nada más.
--Selene...
cada vez que te oigo me convenzo más.
--No
empieces con tus cosas, que no es el momento.
--Para
cortejarte siempre es el momento.
--Y
para mandarte a paseo también. A propósito, ¿has visto esa obra teatral que
tanto
han
anunciado? Esa que está haciendo furor.
--Si
está haciendo furor no ha de ser muy buena, porque el público de aquí sólo
consume
porquerías
escénicas, lo mismo en la tele que en el cine que en el teatro. No me imagino
un
lleno total con una obra de Beckett, por ejemplo.
--Estás
equivocado. Estás menospreciando a este público, sobre todo en el teatro.
--Quizás.
Juzgo por lo que veo y oigo, que es suficiente. Por lo demás, sólo he ido al
teatro
en cuatro ocasiones: una, invitado por mi amiga Leila, y las otras tres por
ofertas
de entrada de una de esas revistas de ocio. ¿Qué te parece, bonita?
--Y
entonces ¿cómo sabes lo que el público prefiere?
--Pues
porque en las cuatro ocasiones que fui, la única en que estaba lleno era una
comedia
de mal gusto que por no rechazar la invitación de Leila tuve que dispararme.
Las
otras tres escogidas por mí según la revistilla eran obras muy buenas, y según
mis
conocimientos
sobre el arte dramático, que no creo que sean muy superficiales, y en
las
tres ocasiones el respetable no pasaba de treinta o cuarenta espectadores.
--Vaya,
hombre, ¿y por qué no vamos a ver esa de que te hablo y así refrendas tu
teoría,
o la cambias, según la sala esté medio llena o medio vacía, como la botella
de
los socialistas, que después te contaré la anécdota.
--Está
bien, querida mía, está muy bien, iremos a ver esa obra maestra que está
haciendo
furor. Quizás me enfurezca con ella, o contigo por llevarme, o conmigo
mismo
por dejarme convencer. Pero a las actividades literarias nunca más, como el
cuervo
de Poe. ¿Para envidiar a quienes tocan la gloria, la fama, la fortuna? Porque
¿sabes,
rubiña?, yo he pasado por las siete candelas y he experimentado los siete
pecados
capitales, aunque no he podido sacarle pasta a ninguno de ellos, como
han
podido otros tantos.
--Desconocía
esa arista de tu personalidad. Pero dime: ¿cuál es tu pecado favorito?
Aunque
ya me imagino la respuesta.
--La
respuesta te la daré cuando salgamos del teatro esta noche...
Augusto Lázaro
(continuará)