Feo,
viejo y medio calvo. ¡Joder! Y por si eso fuera poco, mi salud, que siempre ha
sido
uno de mis principales baluartes, ya me está dando quehacer: a veces se me
tupe
la nariz y respiro con dificultad, sobre todo en las horas del sueño, que por
cierto,
a veces duermo mal, sobre todo cuando estoy preocupado por algo, pero
es
que casi siempre estoy preocupado por algo. Pero lo peor es la torpeza. Y es
que
por
muchos esfuerzos que haga, Juan Torpín aparece cuando ya no me acuerdo de
él
y allá va eso. Cuando se me cae un vaso, por ejemplo, me parece presentir unos
segundos
antes que se me va a caer, como si una mano invisible y diabólica me
obligara
a mover la mano que sostiene el vaso para dejarlo caer al suelo. Hay que
verlo,
hay que sentir esa amarga sensación de rabia y de impotencia para poder
darse
cuenta de que ser viejo no es un juego de muchachos. Y si además de
viejo
estás feo como un cuco y se te caen a diario las pocas pelusas que te quedan
en
el moropo, despídete del cijú platanero, Gumersindo. Y si para ponerle la tapa
al
pomo
tu salud comienza a despegar, ¿qué cojones te queda?
--Mira,
déjame contarte mi experiencia: a mí también me molestaban ciertos
achaques
y un día se me ocurrió ir a ver al... ¿cómo es que tú le dices?
--Yo
no, mi padre. Le decía a los médicos matasanos. Y sus razones tenía, porque me
decía
que cuando iba a ver a alguno, le quitaba el mal que lo había llevado a la
consulta,
pero le dejaba otros tres que antes no tenía. ¿Qué te parece, hostalera?
--Me
parece mentira oírte decir eso, un hombre como tú, negando la ciencia. ¿O vas
a
intentar convencerme de que los médicos no sirven para nada? Y no te rías, que
yo
sé que eso tú lo piensas en serio.
--Te
estás volviendo trágica.
--Piensa
lo que mejor te parezca, y hasta luego, querido, que me parece que si sigo
aquí
oyéndote voy a terminar tirando al cesto mis medicamentos.
--¡Pero
cómo! ¿Así que tú consumes medicamentos? Anda, detállamelos.
--Ni
lo sueñes. ¿Tú ves? Se me ha soltado la lengua, contigo a cualquiera se le
suelta.
Ya
está bien, me voy a mis trajines. Cuando se te pase el mareo continuamos.
--Como
usted diga, señora, pero guárdeme un vaso de ese té tan rico que hace por
las
tardes, que ya me estoy acostumbrando.
Al
refrán que repiten las amas de casa y los pobres de solemnidad que no tienen
más
que la esperanza (además de la existencia misma), "tres cosas tiene la
vida:
salud,
dinero y amor", yo le he aportado: tres cosas tiene la vida: comida,
empleo y
vivienda.
Pero para mis prioridades lo primero es la salud, el talón principal (no sólo
Aquiles
lo tenía). Porque óyeme una cosa, saltimbanqui: tú puedes tener una cara
que
asuste a Frankenstein (injusticia histórica, pues no es Frankenstein el
monstruo,
sino
su creador, que es el de la cara que...), más años en las costillas que el
mismo
Matusalén,
lucir el cocorioco como el mingo del juego de Chicago en el billar, ah, sí,
puedes
tener todo eso y algo más, pero... si no tienes salud, ponte a ver la tele o a
reírte
de los peces y a esperar el carrito, que otra cosa no podrás hacer. Dicen
muchos
viejos (sólo dicen, pues no lo piensan) que la edad no importa siempre que
se
tenga una salud de acero, y que con salud la vida de un octogenario puede ser
algo
así como una panacea (¿será posible que alguien crea semejante memez?),
pero
que si no te sientes bien a plenitud, a la papelera de reciclaje y a esperar
que
te
borren del mapa, cariño. Claro que un hombre puede aguantar la fealdad (que
no
es fácil), la vejez (que no es fácil), la calvicie (que no es fácil), la mierda
que nos
rodea
en todas partes, pero lo que es casi imposible de aguantar, incluso siendo
joven,
es la salud deteriorada.
--Y
dale Lola. Mira, la verdad que yo te veo estupendo para la edad que tienes, no
sé
por qué te quejas tanto por unos achaques que para mí son más fantásticos que
reales.
¡Hombre!
--Te
quedó bien eso, rubicunda. Lo que te digo, que tienes dotes.
--Tengo
dotes para soportar a personas como tú que me dan tanta lata. Y no sólo la
lata,
sino lo mismo de lo mismo.
--Sí,
pero con esa tanta lata a ti se te va el tiempo conversando, o sea, que te
gusta
el
palo con el que te golpean.
--No
me hagas reír.
--¿Cuántas
veces te he dicho que me gusta verte sonreír?
--Olvídate
de mi sonrisa, que yo no soy ninguna anunciante de cremas dentales.
--Ahora
que lo dices, bien que pudieras serlo, y no sólo de cremas dentales.
--Chico,
mira que eres burlón, mira que te gusta embromarme.
--Bueno,
es que quien bien te quiere bien te hará sufrir... o llorar... coño, ya me está
fallando
la memoria, y así tú pretendes hacerme creer que yo de viejo sólo tengo la
idea...
si yo de viejo sólo tuviera la idea, la malsana idea de la vejez malsana, o de
la
buena idea de que me consolaras... espérate, ya sé que tú no eres consoladora
de
oficio ni de beneficio, no me lo repitas, pero déjame seguir... mira, tú no me
ves la
moquera,
del dolor en la espalda ni te enteras, la meadera te queda muy lejos, y el
cansancio
que me da caminar tanto por esta cabrona ciudad, para ti no es siquiera
un
comentario, sin contar las subidas y bajadas de las escaleras del Metro que no
son
automáticas, ah... un desastre. Y todos esos malestares y algunos más que no te
menciono
para no aburrirte, son la prueba de que la ancianidad me está esperando
al
doblar de la esquina, y sin que yo pueda cambiar de dirección. Salud de hierro
la
que
tuve cuando mi mamá se extasiaba acariciándome aquel pelo abundante que
tuve
también, de niño, suave y tupido, cuando yo era yo. ¡Ah, sí! Cuatro milpas tan
sólo
han quedado...
--Respira
hombre, que te vas a asfixiar.
--Aquel
pelo, sí, aquella cara juvenil y atractiva, cómo no, aquella presencia que las
niñas
de la Secundaria miraban y admiraban... aquello sí era mi salud de hierro, mi
amiga.
Pero ya todo se fue a volina, como el papalote de Cuquito.
--Un
día me vas a contar algo sobre ese tal Cuquito que tanto mencionas. Debe ser
todo
un personaje. Y no llores más, recoño.
--¿Un
día dices? ¿Y por qué no una noche? ¿No te atrae la nocturnidad?
--Parece
que a ti te gusta mucho. Claro, de noche todos los gatos son pardos.
--No,
es que la noche es más romántica, nené.
--Ya
yo pasé esa edad, querido, y además, un poco de sol no te hará daño.
Pues
sí señor: feo como un cuco, viejo como Matusalén, calvo como Yul Brynner en
El
rey de Siam,
sin posibilidades de trepar, ligar, peinarme como Luis Miguel, ya lo
creo
que sí, pero salud, ¿dónde te has metido últimamente? En fin, a sentarme a
meditar
en los años que me quedan sobre la superficie, con la limitante de que
algunos
de ellos tenga que pasármelos apoyándome en un bastón del rastro
(porque
en el hombro de una joven hermosa ni lo sueñes, Horacio), caminando en
cámara
lenta (si no estás tumbado en una cama con carácter permanente),
coloreando
los pantalones de amarillo pollito (o el pijama si ya no usas pantalones
porque
no te hacen falta), comiendo blandito y sin sal y masticando con las encías
(si
ya no te quedan en la boca más que un par de colmillos de repuesto), y si acaso
yendo
al parque, del brazo de una joven asistenta, a mirar las palomas y las niñas
que
pasan apretaditas y moviéndose como iguanas en un matorral, con sus culitos
marcados
hasta donde la imaginación dice fin... bueno, tampoco así, me diría
Selene.
Porque podría jugar al dominó o al ajedrez, o a los aros con algunos viejos
aburridos
como yo dentro de poco, si no me quedo en mi cuarto leyendo,
suponiendo
que la vista me acompañe, o quizás me dé por coger sol, como dice la
rubia,
que ahora me río del invierno, pero cuando el cuerpo se ponga farruco, quién
sabe
si me convierto en un adorador del Ra, como los egipcios. Y está bueno ya de
atracarse
de virutas de plywood. Voy a ver qué está haciendo la monona, que ya
me
está entrando el apetito y ella siempre tiene golosinas para calmar mis ansias
hipoglucémicas,
que por cierto, son ya casi las únicas ansias que de vez en cuando
siento...
Augusto Lázaro
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario