sábado, 16 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 5



Feo, viejo y medio calvo. ¡Joder! Y por si eso fuera poco, mi salud, que siempre ha

sido uno de mis principales baluartes, ya me está dando quehacer: a veces se me

tupe la nariz y respiro con dificultad, sobre todo en las horas del sueño, que por

cierto, a veces duermo mal, sobre todo cuando estoy preocupado por algo, pero

es que casi siempre estoy preocupado por algo. Pero lo peor es la torpeza. Y es que

por muchos esfuerzos que haga, Juan Torpín aparece cuando ya no me acuerdo de

él y allá va eso. Cuando se me cae un vaso, por ejemplo, me parece presentir unos

segundos antes que se me va a caer, como si una mano invisible y diabólica me

obligara a mover la mano que sostiene el vaso para dejarlo caer al suelo. Hay que

verlo, hay que sentir esa amarga sensación de rabia y de impotencia para poder

darse cuenta de que ser viejo no es un juego de muchachos. Y si además de

viejo estás feo como un cuco y se te caen a diario las pocas pelusas que te quedan

en el moropo, despídete del cijú platanero, Gumersindo. Y si para ponerle la tapa al

pomo tu salud comienza a despegar, ¿qué cojones te queda?

--Mira, déjame contarte mi experiencia: a mí también me molestaban ciertos

achaques y un día se me ocurrió ir a ver al... ¿cómo es que tú le dices?

--Yo no, mi padre. Le decía a los médicos matasanos. Y sus razones tenía, porque me

decía que cuando iba a ver a alguno, le quitaba el mal que lo había llevado a la

consulta, pero le dejaba otros tres que antes no tenía. ¿Qué te parece, hostalera?

--Me parece mentira oírte decir eso, un hombre como tú, negando la ciencia. ¿O vas

a intentar convencerme de que los médicos no sirven para nada? Y no te rías, que

yo sé que eso tú lo piensas en serio.

--Te estás volviendo trágica.

--Piensa lo que mejor te parezca, y hasta luego, querido, que me parece que si sigo

aquí oyéndote voy a terminar tirando al cesto mis medicamentos.

--¡Pero cómo! ¿Así que tú consumes medicamentos? Anda, detállamelos.

--Ni lo sueñes. ¿Tú ves? Se me ha soltado la lengua, contigo a cualquiera se le suelta.

Ya está bien, me voy a mis trajines. Cuando se te pase el mareo continuamos.

--Como usted diga, señora, pero guárdeme un vaso de ese té tan rico que hace por

las tardes, que ya me estoy acostumbrando.

Al refrán que repiten las amas de casa y los pobres de solemnidad que no tienen

más que la esperanza (además de la existencia misma), "tres cosas tiene la vida:

salud, dinero y amor", yo le he aportado: tres cosas tiene la vida: comida, empleo y

vivienda. Pero para mis prioridades lo primero es la salud, el talón principal (no sólo

Aquiles lo tenía). Porque óyeme una cosa, saltimbanqui: tú puedes tener una cara

que asuste a Frankenstein (injusticia histórica, pues no es Frankenstein el monstruo,

sino su creador, que es el de la cara que...), más años en las costillas que el mismo

Matusalén, lucir el cocorioco como el mingo del juego de Chicago en el billar, ah, sí,

puedes tener todo eso y algo más, pero... si no tienes salud, ponte a ver la tele o a

reírte de los peces y a esperar el carrito, que otra cosa no podrás hacer. Dicen

muchos viejos (sólo dicen, pues no lo piensan) que la edad no importa siempre que

se tenga una salud de acero, y que con salud la vida de un octogenario puede ser

algo así como una panacea (¿será posible que alguien crea semejante memez?),

pero que si no te sientes bien a plenitud, a la papelera de reciclaje y a esperar que

te borren del mapa, cariño. Claro que un hombre puede aguantar la fealdad (que

no es fácil), la vejez (que no es fácil), la calvicie (que no es fácil), la mierda que nos

rodea en todas partes, pero lo que es casi imposible de aguantar, incluso siendo

joven, es la salud deteriorada.

--Y dale Lola. Mira, la verdad que yo te veo estupendo para la edad que tienes, no

sé por qué te quejas tanto por unos achaques que para mí son más fantásticos que

reales. ¡Hombre!

--Te quedó bien eso, rubicunda. Lo que te digo, que tienes dotes.

--Tengo dotes para soportar a personas como tú que me dan tanta lata. Y no sólo la

lata, sino lo mismo de lo mismo.

--Sí, pero con esa tanta lata a ti se te va el tiempo conversando, o sea, que te gusta

el palo con el que te golpean.

--No me hagas reír.

--¿Cuántas veces te he dicho que me gusta verte sonreír?

--Olvídate de mi sonrisa, que yo no soy ninguna anunciante de cremas dentales.

--Ahora que lo dices, bien que pudieras serlo, y no sólo de cremas dentales.

--Chico, mira que eres burlón, mira que te gusta embromarme.

--Bueno, es que quien bien te quiere bien te hará sufrir... o llorar... coño, ya me está

fallando la memoria, y así tú pretendes hacerme creer que yo de viejo sólo tengo la

idea... si yo de viejo sólo tuviera la idea, la malsana idea de la vejez malsana, o de

la buena idea de que me consolaras... espérate, ya sé que tú no eres consoladora

de oficio ni de beneficio, no me lo repitas, pero déjame seguir... mira, tú no me ves la

moquera, del dolor en la espalda ni te enteras, la meadera te queda muy lejos, y el

cansancio que me da caminar tanto por esta cabrona ciudad, para ti no es siquiera

un comentario, sin contar las subidas y bajadas de las escaleras del Metro que no

son automáticas, ah... un desastre. Y todos esos malestares y algunos más que no te

menciono para no aburrirte, son la prueba de que la ancianidad me está esperando

al doblar de la esquina, y sin que yo pueda cambiar de dirección. Salud de hierro la

que tuve cuando mi mamá se extasiaba acariciándome aquel pelo abundante que

tuve también, de niño, suave y tupido, cuando yo era yo. ¡Ah, sí! Cuatro milpas tan

sólo han quedado...

--Respira hombre, que te vas a asfixiar.

--Aquel pelo, sí, aquella cara juvenil y atractiva, cómo no, aquella presencia que las

niñas de la Secundaria miraban y admiraban... aquello sí era mi salud de hierro, mi

amiga. Pero ya todo se fue a volina, como el papalote de Cuquito.

--Un día me vas a contar algo sobre ese tal Cuquito que tanto mencionas. Debe ser

todo un personaje. Y no llores más, recoño.

--¿Un día dices? ¿Y por qué no una noche? ¿No te atrae la nocturnidad?

--Parece que a ti te gusta mucho. Claro, de noche todos los gatos son pardos.

--No, es que la noche es más romántica, nené.

--Ya yo pasé esa edad, querido, y además, un poco de sol no te hará daño.

Pues sí señor: feo como un cuco, viejo como Matusalén, calvo como Yul Brynner en

El rey de Siam, sin posibilidades de trepar, ligar, peinarme como Luis Miguel, ya lo

creo que sí, pero salud, ¿dónde te has metido últimamente? En fin, a sentarme a

meditar en los años que me quedan sobre la superficie, con la limitante de que

algunos de ellos tenga que pasármelos apoyándome en un bastón del rastro

(porque en el hombro de una joven hermosa ni lo sueñes, Horacio), caminando en

cámara lenta (si no estás tumbado en una cama con carácter permanente),

coloreando los pantalones de amarillo pollito (o el pijama si ya no usas pantalones

porque no te hacen falta), comiendo blandito y sin sal y masticando con las encías

(si ya no te quedan en la boca más que un par de colmillos de repuesto), y si acaso

yendo al parque, del brazo de una joven asistenta, a mirar las palomas y las niñas

que pasan apretaditas y moviéndose como iguanas en un matorral, con sus culitos

marcados hasta donde la imaginación dice fin... bueno, tampoco así, me diría

Selene. Porque podría jugar al dominó o al ajedrez, o a los aros con algunos viejos

aburridos como yo dentro de poco, si no me quedo en mi cuarto leyendo,

suponiendo que la vista me acompañe, o quizás me dé por coger sol, como dice la

rubia, que ahora me río del invierno, pero cuando el cuerpo se ponga farruco, quién

sabe si me convierto en un adorador del Ra, como los egipcios. Y está bueno ya de

atracarse de virutas de plywood. Voy a ver qué está haciendo la monona, que ya

me está entrando el apetito y ella siempre tiene golosinas para calmar mis ansias

hipoglucémicas, que por cierto, son ya casi las únicas ansias que de vez en cuando

siento...

Augusto Lázaro


(continuará)

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