--¿Así
que la tercera edad tiene sus encantos?
--Pues
sí que los tiene, querido, lo que te pasa es que no te resignas a enfrentarte a
esa
realidad, y así poder sacarle el máximo provecho, como haremos todos, o casi
todos
los que lleguemos a ella, que dichosos los que llegan.
--Bueno,
pero tú todavía no has llegado, ¿eh? No puedes conocer las atrocidades
que
se sienten a esa edad. ¿O es que has llegado y me lo ocultas? Porque no lo
parece.
--Pues
no, todavía no he llegado, pero cuando llegue no pienso suicidarme, seguiré
viviendo
para que sigas soportándome.
Simone
de Beauvoir escribió un libro en el que dice que los viejos sólo sirven para
sacar
a mear la perra y para ir a comprar el periódico y traer el pan, y si acaso
llevar
la
basura al contenedor. O sea, que según la viuda del viejo zorro francés, los
viejos
estorban,
aunque la familia los utilice para esos menesteres, y si acaso todavía están
en
forma aceptable, pueden llevar a los niños al zoológico los domingos... Los
domingos
nunca salgo, suelo quedarme en casa leyendo, oyendo música o en las
imprescindibles
tareas de limpieza. Es un día tranquilo y aburrido en la calle. Pero un
domingo
me da por salir y me siento en el parque de la esquina a observar a una
buena
señora que le tira migajas de pan a las palomas, extasiada con su ya tan
escasa
generosidad, aunque ella desconoce el daño que estas simpáticas avecitas
pueden
hacer a la comunidad. Y me veo allí, quizás en ese mismo parque, en ese
mismo
banco, también tirándole migajas de pan viejo a las palomas, y me pregunto:
¿para
eso quedamos los viejos? ¡Cojones! Tengo que llevar a Selene un día a que
vea
esa escena tan edificante. El viejo que vive en familia se convierte en el
chico
de
los recados, qué cosa: abuelo, dice mamá que lleves la basura hasta el latón de
abajo,
abuelo, que ya puedes entrar en el baño, que ya salió la tía, abuelo, ve a ver
si
ya abrieron el mercadito, anda, y así. Pues cayendo en lo mismo (si fuera un
perro
no
cometería el mismo error dos veces, pero sólo soy un pobre mortal entrado en
años,
qué caray), otro domingo salgo y paso por otro parque para no encontrarme
con
la señora del pan a las palomas, y este otro parque tiene infinidad de matas y
de
bancos
con mesas para que se sienten los transeúntes y los viejos a jugar dominó, o
barajas,
o ajedrez, que los hay según su enjundia, sentados los jugadores y de pie los
sapos,
que son los más, pues los viejos, como no tienen otra cosa que hacer, se
reúnen
en los parques para calmar su ocio, hablar de política o de fútbol, o a ver
a
quienes mueven las piezas, y pensar que ellos no hubieran hecho tal movimiento,
que
Peporro metió la pata hasta la rótula, que ahora el otro pavo le va a dar el
jaque
casi mate y etc. Y comentando, siempre comentando en las mesas del
dominó,
¿has visto, Pablete?, vamos, que Ramón no debió poner esa ficha, me
cago
en la leche, fíjate cómo dejó el juego, ¡la cagó! ¡Ay, mamá!
--A
mí la vejez me va a coger desprevenido, rubia, porque a pesar de que desde
hace
mucho la estoy esperando, no me siento preparado para recibirla como se
merece
la muy. Y me va a coger "más temprano que tarde", como dijo el pobre
Allende,
porque los primeros avances ya me están sonando casi a diario. Y cuando
diga
aquí estoy. muchachón, a joderse, no sé cómo voy a reaccionar.
--Seguro
que te vas a suicidar... ¡Anda ya!
Los
primeros avances comenzaron al notar que se me caían de las manos con más
frecuencia
que antes los objetos que acostumbro a coger: cubiertos, libros,
perchas,
y cómo tropezaba con las puertas y se me enredaban los pies en los
cables
de los auriculares de la tele, y óiganme, eso da una rabia que pone la cara
como
una tea. Ahora ya no me sorprenden las torpezas, aunque me joden más
que
una patada en las pelotas. Sí señor: viro el vaso de chocolate, me derramo el
zumo
en la camisa, tengo que levantarme a mear varias veces cada madrugada,
¡ah,
Feliciana! Ahí es donde la mula se cargó al Genaro.
--Yo
también tropiezo algunas veces y se me caen las cosas, no eres el único. No sé
por
qué rayos te martirizas tanto. ¿Acaso eres masoquista?
--Si
no fueras una dama te mandaba a la mierda.
--Pues
hazte el cargo de que no lo soy y mándame, así te desahogas y alivias tus
achaques,
como tú los llamas.
Lo
de la meadera no se lo he contado a Selene, a pesar de la mucha confianza
que
tengo con ella, hay cosas que me guardo para mí solamente. Hay cosas que
uno
tiene escondidas que no se las cuenta a nadie: son secretos reservados para
uno
mismo y el de la meadera me lo quedo para mí solito, si acaso al médico. Si
lo
de los cubiertos, las puertas, los cables, ya resulta molesto, lo del chorrito
pasa de
castaño
oscuro. ¡El chorrito! Eso no tiene desperdicio. Sale en cualquier dirección, a
la
derecha, a la izquierda, atrás, y para evitar dejar manchitas en la taza lo que
hago
es que me siento cuando voy a orinar y así resuelto el problema de la huella,
si
no, tengo que pasarle un pañito a los bordes para que nadie pueda ver lo que
he
dejado caer en el lugar equivocado. Y lo peor, cuando creo que he vaciado la
vejiga,
salen todavía unas goticas que a veces me manchan el calzoncillo sin poder
evitarlo.
Nadie que no haya pasado por esto puede comprender lo que se siente.
Me
dan deseos de quemar el edificio, de reventar una bomba de un millón de
megatones
sólo por el gusto de cobrarme la jodida y acabar de una vez con este
asqueroso
mundo donde me ha tocado malvivir. Habría que inventar una palabra
para
definir lo que siento. Si se lo contara, Selene me preguntaría
--¿por
qué no vas al médico?
Pero
da la casualidad que sí he ido a ver al matasanos (así lo llamaba mi padre) y
¿saben
lo que me dijo el desgraciado? "Eso es propio de la edad, amigo, puedo
recetarle
algún medicamento, pero no se lo va a quitar del todo". ¡Hijo de puta! Es
cierto,
la vejez tiene muchos atractivos, ¿verdad, querida amiga?
--Yo
creo que te estás obsesionando con la tercera edad, por eso todos esos
achaques
que me dices se te hacen insoportables.
--Cuando
tú tengas los achaques que yo tengo, quién sabe si te obsesionas más que
yo.
¿Y quién te aguanta entonces? Claro, yo no lo veré.
Y
me dice que no tratará de consolarme en lo adelante, porque de todos modos
voy
a seguir envejeciendo y lamentándome de los achaques, y además, ella no es
consoladora
de oficio ni de beneficio, pues no me cobra nada por pasarme la
mano,
simbólicamente se entiende.
--Sigue
con tus achaques que yo segurié con los míos, que los tengo y no te diré
cuáles
para que no se vire la tortilla y te conviertas tú en consolador... en el buen
sentido
de la palabrita, vamos.
--Te
invito al cine, si esta noche no estás muy ocupada.
--¿Qué
película?
--Bueno...
escoge entre Los otros y The others.
--Muy
gracioso. Viejo, pero muy gracioso.
--Es
que me encanta la Kidman, creo que ya te lo he dicho.
--Y
además, te encanta elegir, como a todos los hombres, que no nos dejan poner
una.
Y después hay que aguantarles que se proclamen defensores de la igualdad.
--Eres
un amor, Selene.
--Y
tú eres... mira, déjame callarme, que en boca cerrada...
Pero
mal que me pese me voy consolando, y a veces hasta llego a creerme que es
verdad
que la vejez tiene sus atractivos y que todos los viejos estamos contentos y
orgullosos
de ser viejos y toda esa bobada. Y mientras el reloj da vueltas sin parar
hasta
que la pila diga basta, yo sigo mirándome al espejo y soportando, ¡qué
remedio!,
la imagen devuelta que me restriega en las narices: que estoy cada día
más
feo y más viejo. Y medio calvo, para rematar.
Augusto Lázaro
(continuará)
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