domingo, 10 de febrero de 2013

NO ES UNA FLOR QUE VUELA 4



Entonces ella era La Rusa. Yo buscaba un hospedaje barato y el nombre me llamó

la atención: Hostal Odessa. Toqué el timbre y de arriba me abrieron. Subí. Me hizo

pasar una morena que enseguida me dijo, sin yo preguntárselo, que era suramericana,

que se llamaba Cecilia, y que había estado en Alemania, pero que "esos bárbaros

me trataban peor que a una perra" y por eso se había venido a este país, "aquí al

menos no me gritan ni me empujan, aunque me pagan menos". Así que me quedé

en ese hostal. A La Rusa la vi al día siguiente, cuando me disponía a salir a hacer las

gestiones diarias. Hablaba español con bastante soltura, casi sin acento. Delgada,

rubia como el girasol, nerviosa, atractiva a pesar de su edad que calculé en más de

cincuenta, corroborados cuando me contó días después un retazo de su vida.

--¿Está cómodo en su habitación? Puedo pasarlo a otra más amplia, el inquilino se

va por la tarde.

--Muchas gracias, pero me siento bien ahí donde estoy, no se preocupe.

--De todos modos, si necesita algo, pulse el botoncito que está junto a la puerta.

Y esa fue nuestra primera conversación. Después, todos los días, cuando nos

topábamos en el recibidor, sosteníamos un diálogo de paso, y poco a poco esos

diálogos fueron haciéndose más íntimos.

--No crea usted que yo me pongo a conversar así con mis huéspedes. Bueno, es que

casi todos salen a trabajar y pasan poco tiempo aquí. Usted, por lo que veo, no está

mucho en la calle.

--Es que cuando termino mis gestiones matutinas ya no tengo ánimos para salir otra

vez, y además, yo suelo trabajar en mi habitación. Es lo que hacía en mi país.

--Hombre, ya que menciona su país, dígame cómo fue que vino a parar aquí tan

lejos, si no es indiscreción, por supuesto.

--No, no lo es. Puede hacerme todas las preguntas que quiera, aunque eso no

quiere decir que yo se las conteste todas, pero...

--No, es sólo curiosidad, es que nunca había conocido a nadie de su país.

Le conté por arribita cómo había carenado en su hostal, por qué vine a este país,

por qué me gustaba conversar con ella, y nada más. Como para que no siguiera

preguntando. Ella tampoco me informó demasiado. Una mañana me confesó que

le gustaba conversar conmigo, por lo que ya teníamos, al menos, una cosa en

común. Más adelante me contó lo de su salida de la difunta (así llamaba a la URSS),

que sus padres habían muerto y también su marido, que le dejó el hostal como

herencia, y que tenía dos hijos que estudiaban en el extranjero, y algunas cosas sin

importancia.

--Dice un refrán que nunca hagas por un amigo más de lo que ese amigo esté

dispuesto a hacer por ti, y aunque usted todavía no es mi amiga, espero que lo sea,

y pronto, si es que me concede ese honor.

--Usted es irónico y burlón. ¿Cómo está tan seguro de que mi amistad sería un honor 

para usted? Hombre, que apenas me conoce, no sea tan lisonjero.

--Apenas la conozco, pero lo que conozco me inspira confianza.

--¿Ya ve lo que le digo? Está riéndose.

--Es que usted me hace reír. Quiere aparentar que es trágica y en realidad es

cómica.

--Usted es imposible. Mejor me voy a continuar con mis quehaceres, que aunque no

se lo demuestre, los tengo. Y bastantes.

Y así todos los días, y cada día un poco más de charla, un poco más de mutua

información y un poco más de intimidad. Claro que La Rusa continuaba seriota y

cuando sonreía no tardaba dos minutos en poner otra vez su cara seria. Yo con mis

gestiones burocráticas aclimatándome, asimilando mi nueva situación, de aquí para

allá y de allá para acullá, más sobre ruedas que sobre el asfalto, y cuando creía que

había terminado los trámites para establecerme legalmente, recomenzaban con

más bríos y muchos más papeles. ¡Joder! La Rusa se ocupaba ella sola del hostal. Me

contó que un día sorprendió a la morena robándole y la despidió en el acto, y

quedó puesta y convidada.

--¿Y por qué ese nombre que no me parece precisamente ruso?

--Me lo puso mi madre. Le gustaban los nombres occidentales.

--Es un nombre sugestivo. Igual que el del hostal. Espere... ahora caigo: Odessa, eso

es un puerto de mar, pero... eso no está en Rusia, me parece que está en Ucrania.

Vamos, que usted no es rusa, sino ucraniana. ¡Hala!

--No sea tan suspicaz. Ucrania formaba parte de la difunta, y a todos nosotros aquí

nos decían rusos, y así se me quedó, por eso lo de La Rusa, ¿comprende? Y por mi

parte, a mí me da lo mismo que me llamen como se les antoje.

--Vaya. Pues nada, para mí ya no será ni rusa ni ucraniana. Será Selene, que me

gusta más.

--Pues sí. Como le contaba: yo apenas recuerdo, pero mis padres se pasaban la vida

hablando del terruño, y mi marido le puso ese nombre al hostal como regalo, según

me dijo, porque él no era de allá, sino de aquí.

Y desde ese día fue Selene. No conocía a ninguna mujer con ese nombre, original,

suave, melodioso. Los pocos huéspedes que tenía, de los que yo había visto sólo

dos o tres, eran nativos, por lo que yo era el único extranjero, lo que le llamaba la

atención, y más por ser un tipo de extranjero para ella sui géneris, porque estaba

en el país por problemas políticos y no como turista. O sea, un extranjero pobre.

Por eso en su hostal. Me dijo que casi nunca tenía huéspedes extranjeros, y que la

mayoría de ellos que carenaban allí venía de Europa del Este.

--Y ésos, mi amigo, no me caen nada bien. Yo conozco el paño, así que paso.

--¿Tan malos son?

--No sé si serán tan malos, y no me interesa averiguarlo, pero de esa gente sólo

tengo referencias que no me son agradables, ¿comprende? Mire, cuando en esos

países imperaba el comunismo, no venía ninguno, ahora que hay democracia salen

de allá corriendo. ¿Qué le dice eso?

--Pues muchas gracias por dedicarme este pedacito de su tiempo para mí tan

agradable.

--Con usted me entretengo y me olvido de las cosas malas que me rodean.

--Que no creo que sean muchas.

--No son muchas, pero las que son, son suficientes.

--En eso estamos de acuerdo. Hay quien tiene veinte problemas, pero éstos son tan

sencillos que duerme ocho horas de un tirón, y hay otros que sólo tienen uno o dos,

pero tan graves que padecen de insomnio.

--Y usted... ¿tiene muchos problemas, o sólo uno o dos?

--¿No ha oído decir que la curiosidad mató al gato?

--Todos sentimos curiosidad, unos más y otros menos. ¿Usted no es curioso?

--Claro que lo soy, por eso insisto en que me cuente cosas sobre usted y sobre su

vida, que no se limitará, supongo, a permanecer en el hostal al tanto de sus

huéspedes. ¿O es que no tiene momentos de ocio, vida privada?

--Al igual que usted, a mí no me gusta hablar de mí, y por otra parte, prefiero

descubrir las características personales de alguien por mí misma, sin que ese alguien

me las cuente.

--¡Tocado! Caramba, me ha ganado usted el round.

--¿El round? Eso me suena a boxeo. ¿Le gusta el boxeo?

--No mucho, pero lo soporto. El deporte nacional de mi país es la pelota, o sea, el

béisbol, y aquí, por lo que he notado, de béisbol ni una reseña. Y yo no trago el

fútbol, que parece que es omnipotente y ubicuo. Hasta en los velatorios.

--¡Hum! ¿Así que no le gusta el fútbol? Pobrecillo. En este país el fútbol es mucho más

importante que las investigaciones científicas. ¡Ay, mi amigo!

--Ya me he dado cuenta, como le dije. Si me establezco aquí, tendré que afrontar

lo que me depare esta patria adoptiva. Ya veremos.

--Pues tómelo con calma, que aquí lo que es el fútbol es como un leit motiv.

--A propósito, por lo que he visto, ya casi hay más palabras en inglés que en español

y es una lástima, porque a mí me gusta el español y creo que es un idioma muy

bello, y muy amplio además.

--Es que se impone el más fuerte, y el más fuerte siempre es el más rico, no hay nada

que hacer.

--¿Y usted... se adaptó fácilmente, o le costó trabajo?

--Yo... aunque llevo aquí más años de los que quisiera acordarme, todavía no he

acabado de adaptarme, porque déjeme decirle que para mí lo peor que le puede

pasar a un ser humano es tener que vivir fuera de su patria.

--Sí, ya me han contado otros que han vivido esa experiencia. Yo recién comienzo, a

ver si me adapto, o me destarro.

--¿Destarro? Hombre, en su país tienen unas palabritas que para qué contar. Usted

me hace reír.

--Entonces nos compenetramos, porque usted también me hace reír. ¿Conoce

muchos lugares de este país o se ha pasado todos estos años aquí en el hostal?

--No tan calvo que si se cae de espalda se dé en la frente... sí, ya sé que estoy en

mi faceta cómica, según usted, pero es que la vida es tan dura que de vez en

cuando hay que tirarla a...

--Vamos, digalo, cualquier hijo de vecino suelta esas palabrotas cuando vienen al

caso.

--No, quizás cuando tenga más confianza con usted. De todos modos, usted se

imagina lo que iba a decir, así que es como si lo hubiera dicho. Oh, perdone, creo

que me llaman... debe ser don Anselmo.

--No tenga pena, yo voy a dar mi vueltecita acostumbrada. Luego seguimos.

Augusto Lázaro


(continuará)

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