Entonces
ella era La Rusa. Yo buscaba un hospedaje barato y el nombre me llamó
la
atención: Hostal Odessa. Toqué el timbre y de arriba me abrieron. Subí. Me hizo
pasar
una morena que enseguida me dijo, sin yo preguntárselo, que era suramericana,
que
se llamaba Cecilia, y que había estado en Alemania, pero que "esos
bárbaros
me
trataban peor que a una perra" y por eso se había venido a este país,
"aquí al
menos
no me gritan ni me empujan, aunque me pagan menos". Así que me quedé
en
ese hostal. A La Rusa la vi al día siguiente, cuando me disponía a salir a
hacer las
gestiones
diarias. Hablaba español con bastante soltura, casi sin acento. Delgada,
rubia
como el girasol, nerviosa, atractiva a pesar de su edad que calculé en más de
cincuenta,
corroborados cuando me contó días después un retazo de su vida.
--¿Está
cómodo en su habitación? Puedo pasarlo a otra más amplia, el inquilino se
va
por la tarde.
--Muchas
gracias, pero me siento bien ahí donde estoy, no se preocupe.
--De
todos modos, si necesita algo, pulse el botoncito que está junto a la puerta.
Y
esa fue nuestra primera conversación. Después, todos los días, cuando nos
topábamos
en el recibidor, sosteníamos un diálogo de paso, y poco a poco esos
diálogos
fueron haciéndose más íntimos.
--No
crea usted que yo me pongo a conversar así con mis huéspedes. Bueno, es que
casi
todos salen a trabajar y pasan poco tiempo aquí. Usted, por lo que veo, no está
mucho
en la calle.
--Es
que cuando termino mis gestiones matutinas ya no tengo ánimos para salir otra
vez,
y además, yo suelo trabajar en mi habitación. Es lo que hacía en mi país.
--Hombre,
ya que menciona su país, dígame cómo fue que vino a parar aquí tan
lejos,
si no es indiscreción, por supuesto.
--No,
no lo es. Puede hacerme todas las preguntas que quiera, aunque eso no
quiere
decir que yo se las conteste todas, pero...
--No,
es sólo curiosidad, es que nunca había conocido a nadie de su país.
Le
conté por arribita cómo había carenado en su hostal, por qué vine a este país,
por
qué me gustaba conversar con ella, y nada más. Como para que no siguiera
preguntando.
Ella tampoco me informó demasiado. Una mañana me confesó que
le
gustaba conversar conmigo, por lo que ya teníamos, al menos, una cosa en
común.
Más adelante me contó lo de su salida de la difunta (así llamaba a la URSS),
que
sus padres habían muerto y también su marido, que le dejó el hostal como
herencia,
y que tenía dos hijos que estudiaban en el extranjero, y algunas cosas sin
importancia.
--Dice
un refrán que nunca hagas por un amigo más de lo que ese amigo esté
dispuesto
a hacer por ti, y aunque usted todavía no es mi amiga, espero que lo sea,
y
pronto, si es que me concede ese honor.
--Usted
es irónico y burlón. ¿Cómo está tan seguro de que mi amistad sería un
honor
para
usted? Hombre, que apenas me conoce, no sea tan lisonjero.
--Apenas
la conozco, pero lo que conozco me inspira confianza.
--¿Ya
ve lo que le digo? Está riéndose.
--Es
que usted me hace reír. Quiere aparentar que es trágica y en realidad es
cómica.
--Usted
es imposible. Mejor me voy a continuar con mis quehaceres, que aunque no
se
lo demuestre, los tengo. Y bastantes.
Y
así todos los días, y cada día un poco más de charla, un poco más de mutua
información
y un poco más de intimidad. Claro que La Rusa continuaba seriota y
cuando
sonreía no tardaba dos minutos en poner otra vez su cara seria. Yo con mis
gestiones
burocráticas aclimatándome, asimilando mi nueva situación, de aquí para
allá
y de allá para acullá, más sobre ruedas que sobre el asfalto, y cuando creía
que
había
terminado los trámites para establecerme legalmente, recomenzaban con
más
bríos y muchos más papeles. ¡Joder! La Rusa se ocupaba ella sola del hostal. Me
contó
que un día sorprendió a la morena robándole y la despidió en el acto, y
quedó
puesta y convidada.
--¿Y
por qué ese nombre que no me parece precisamente ruso?
--Me
lo puso mi madre. Le gustaban los nombres occidentales.
--Es
un nombre sugestivo. Igual que el del hostal. Espere... ahora caigo: Odessa,
eso
es
un puerto de mar, pero... eso no está en Rusia, me parece que está en Ucrania.
Vamos,
que usted no es rusa, sino ucraniana. ¡Hala!
--No
sea tan suspicaz. Ucrania formaba parte de la difunta, y a todos nosotros aquí
nos
decían rusos, y así se me quedó, por eso lo de La Rusa, ¿comprende? Y por mi
parte,
a mí me da lo mismo que me llamen como se les antoje.
--Vaya.
Pues nada, para mí ya no será ni rusa ni ucraniana. Será Selene, que me
gusta
más.
--Pues
sí. Como le contaba: yo apenas recuerdo, pero mis padres se pasaban la vida
hablando
del terruño, y mi marido le puso ese nombre al hostal como regalo, según
me
dijo, porque él no era de allá, sino de aquí.
Y
desde ese día fue Selene. No conocía a ninguna mujer con ese nombre, original,
suave,
melodioso. Los pocos huéspedes que tenía, de los que yo había visto sólo
dos
o tres, eran nativos, por lo que yo era el único extranjero, lo que le llamaba
la
atención,
y más por ser un tipo de extranjero para ella sui géneris, porque estaba
en
el país por problemas políticos y no como turista. O sea, un extranjero pobre.
Por
eso en su hostal. Me dijo que casi nunca tenía huéspedes extranjeros, y que la
mayoría
de ellos que carenaban allí venía de Europa del Este.
--Y
ésos, mi amigo, no me caen nada bien. Yo conozco el paño, así que paso.
--¿Tan
malos son?
--No
sé si serán tan malos, y no me interesa averiguarlo, pero de esa gente sólo
tengo
referencias que no me son agradables, ¿comprende? Mire, cuando en esos
países
imperaba el comunismo, no venía ninguno, ahora que hay democracia salen
de
allá corriendo. ¿Qué le dice eso?
--Pues
muchas gracias por dedicarme este pedacito de su tiempo para mí tan
agradable.
--Con
usted me entretengo y me olvido de las cosas malas que me rodean.
--Que
no creo que sean muchas.
--No
son muchas, pero las que son, son suficientes.
--En
eso estamos de acuerdo. Hay quien tiene veinte problemas, pero éstos son tan
sencillos
que duerme ocho horas de un tirón, y hay otros que sólo tienen uno o dos,
pero
tan graves que padecen de insomnio.
--Y
usted... ¿tiene muchos problemas, o sólo uno o dos?
--¿No
ha oído decir que la curiosidad mató al gato?
--Todos
sentimos curiosidad, unos más y otros menos. ¿Usted no es curioso?
--Claro
que lo soy, por eso insisto en que me cuente cosas sobre usted y sobre su
vida,
que no se limitará, supongo, a permanecer en el hostal al tanto de sus
huéspedes.
¿O es que no tiene momentos de ocio, vida privada?
--Al
igual que usted, a mí no me gusta hablar de mí, y por otra parte, prefiero
descubrir
las características personales de alguien por mí misma, sin que ese alguien
me
las cuente.
--¡Tocado!
Caramba, me ha ganado usted el round.
--¿El
round? Eso me suena a boxeo. ¿Le gusta el boxeo?
--No
mucho, pero lo soporto. El deporte nacional de mi país es la pelota, o sea, el
béisbol,
y aquí, por lo que he notado, de béisbol ni una reseña. Y yo no trago el
fútbol,
que parece que es omnipotente y ubicuo. Hasta en los velatorios.
--¡Hum!
¿Así que no le gusta el fútbol? Pobrecillo. En este país el fútbol es mucho más
importante
que las investigaciones científicas. ¡Ay, mi amigo!
--Ya
me he dado cuenta, como le dije. Si me establezco aquí, tendré que afrontar
lo
que me depare esta patria adoptiva. Ya veremos.
--Pues
tómelo con calma, que aquí lo que es el fútbol es como un leit motiv.
--A
propósito, por lo que he visto, ya casi hay más palabras en inglés que en
español
y
es una lástima, porque a mí me gusta el español y creo que es un idioma muy
bello,
y muy amplio además.
--Es
que se impone el más fuerte, y el más fuerte siempre es el más rico, no hay
nada
que
hacer.
--¿Y
usted... se adaptó fácilmente, o le costó trabajo?
--Yo...
aunque llevo aquí más años de los que quisiera acordarme, todavía no he
acabado
de adaptarme, porque déjeme decirle que para mí lo peor que le puede
pasar
a un ser humano es tener que vivir fuera de su patria.
--Sí,
ya me han contado otros que han vivido esa experiencia. Yo recién comienzo, a
ver
si me adapto, o me destarro.
--¿Destarro?
Hombre, en su país tienen unas palabritas que para qué contar. Usted
me
hace reír.
--Entonces
nos compenetramos, porque usted también me hace reír. ¿Conoce
muchos
lugares de este país o se ha pasado todos estos años aquí en el hostal?
--No
tan calvo que si se cae de espalda se dé en la frente... sí, ya sé que estoy en
mi
faceta cómica, según usted, pero es que la vida es tan dura que de vez en
cuando
hay que tirarla a...
--Vamos,
digalo, cualquier hijo de vecino suelta esas palabrotas cuando vienen al
caso.
--No,
quizás cuando tenga más confianza con usted. De todos modos, usted se
imagina
lo que iba a decir, así que es como si lo hubiera dicho. Oh, perdone, creo
que
me llaman... debe ser don Anselmo.
--No
tenga pena, yo voy a dar mi vueltecita acostumbrada. Luego seguimos.
Augusto Lázaro
(continuará)
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