--Un
día voy a hacerte una visita para conocer dónde y cómo vives, y para conocer
a
esos coinquilinos de quienes tanto me hablas.
--Ni
se te ocurra, negra.
--¿Ni
se me ocurra? ¿Es que donde tú vives está prohibido el paso?
--No,
pero confórmate con oír mis relatos. Usa la imaginación.
--Pues
no, porque tú estuviste tres semanas dándome la lata para que te dejara ver
mi
habitación. Y me venciste por agotamiento físico.
--No
es lo mismo... tu habitación es tuya sola, está como tú quieres que esté, y no
dependes
de lo que hagan otras personas.
--Pues
¿sabes una cosa? Yo también voy a darte la lata no tres sino cuantas
semanas
sean necesarias, hasta que me dejes visitarte, y... bueno, no sé por qué
debo
perdirte permiso, porque puedo aparecerme allá sin que tú me autorices. Y
además,
¿qué tiene de malo que te haga una visita? Deberías sentirte halagado.
--Me
siento muy halagado, Selene, pero...
Pero
no, mejor que no me visite. ¿Para què? ¿Qué es lo que va a encontrar? ¿Y qué
se
va a perder si no me visita? Lo que va a encontrarse en el lugar donde creo que
vivo
no es más que montones de periódicos que tiene uno de mis coinquilinos tirados
dondequiera,
piezas de ropa por cualquier rincón, la cocina dejada a la bartola, y...
no
no no, ¿qué va a pensar de mí? Ya sé que no es mi culpa, pero ella puede
pensar
que lo es, porque sólo en mi habitación hay orden y limpieza, lo demás que
no
depende de mí no está nada presentable... Mi habitación, o sea, mi cuarto de
estar,
de dormir, de comer, de leer, de escribir, de ver la tele, de oír música y de
todo
lo demás, está bastante presentable, pero el resto no. Es un espacio de unos
3.5
x 4.5 y cuidado. Tiene una silla plegable que me regaló mi amiga Ana (para leer
y
para ver la tele). otra silla ortopédica propiedad del casero (para comer y
escribir
en
el ordenador IBM de segunda mano que encontré de milagro en una de esas
tiendas
Converters, que no sé por qué carajo tienen el nombre en inglés, como casi
todo
aquí donde poco a poco se está asesinando a nuestro bello idioma), una
cama
personal para dormir y descansar de mis gestiones callejeras, una cómoda
donde
tengo el televisor y algunos archivos y donde coloco los alimentos fríos que
voy
a pasar por el gaznate (la comida caliente la consumo allá en el comedor que
gracias
a mi asistenta social Ascensión me llena la barriguita de lunes a viernes), un
mueble
multifunción largo pegado a la pared donde pongo mis pertenencias no
textiles
como la radiocasetera Tamashi (este equipo no es de segunda mano, lo
compré
en Alcampo un fin de año en que logré un superávit de chiripa por 40
euros),
el IBM, la impresora Epson, también de segunda, los manuscritos de mis
genialidades
literarias y de otra índole, algunos libros, artículos de aseo personal,
cassettes,
cds, revistas y materiales pendientes de lectura, ropa sucia, cosas de uso
general,
despensa alimentaria para consumir en casa, los ventiladores si no están en
uso,
y alguna que otra bobería más, y el resto del espacio me queda para dar dos
pasos
hacia el fondo cuando entro o hacia el frente cuando salgo. Si me muevo
como
la señora que le tira pan a las palomas, puedo dar tres pasos, pero así me
canso
más. Y eso es todo, Isidoro. ¿Qué tú pensabas, que yo vivía en un chalé
privado
como doña Antoñica de Revilla de Camargo?
--¿Leíste
esta encuesta en el periódico?
--No.
¿Dice algo que valga la pena?
--Bueno,
que valga la pena los periódicos nunca dicen nada, pero éste lo que dice
es
que las principales preocupaciones de los ciudadanos de a pie son el
terrorismo,
el
desempleo, la inseguridad, y... no, ya van tres. Por poco me paso.
--¿Y
qué es eso de los ciudadanos de a pie?
--Es
que las encuestas siempre entrevistan a la gente en la calle, o sea, a los que
como
yo cogen el Metro, querida. ¿No te has dado cuenta? Nunca entrevistan a los
pejes
gordos. Aunque los pejes gordos nunca leen las encuestas. Y los hay que
nunca
leen ni hostias.
--¡Quién
te viera a ti de peje gordo!
--No
estaría ahora aquí contigo. ¿Te imaginas? Si yo fuera un peje gordo no sabría
qué
coño es un hostal. Pero mejor déjame así, a pie o caminando, porque gracias a
eso pude conocerte.
--No
pierdes la maña. Pero te reitero que con tanta lisonja no vas a conseguir tus
insanos
propósitos.
--¿Insanos?
Vamos, que de insanos no tienen ni las intenciones.
El
caso es que siempre que puedo, y también cuando no puedo, me llego al hostal
a
visitar a mi amiga Selene. Y así se me va el tiempo y me olvido de que ya hace
rato
que estoy aquí en la nueva patria y casi todo el tiempo, aparte del que dedico
a
dormir (sólo seis horas), a ir al comedor al mediodía, a leer, a escribir, a
oír música,
a
ver la tele, al aseo personal, a merendar en mi cuarto y a conversar con
Selene, lo
dedico
a hacer gestiones para continuar sobreviviendo y haciendo gestiones para
continuar
sobreviviendo y esto es como la cadena de Bermúdez, o como un tiovivo
que
nunca llega a ninguna parte, o como el circulo vicioso de la serpiente
mordiéndose
la cola, o cómo qué coño sé yo ni me importa un carajo. Chúpate ésa,
Jacinto.
El caso. La envolvencia. El gerbeteo. La jodienda... ¿Y qué he descubierto?
Pues
que aquí el Estado, o el gobierno, o la sociedad, o lo que sea (que sonará
algún
día), beneficia a los que más posibilidades tienen y que menos necesitan ser
beneficiados,
y perjudica a los de a pie que ruedan más que el circo mundial Ringling
Brothers (q. e. p. d.). Porque le roncan los cojones que a mí, que
tengo una cuenta
bancaria
obligatoriamente, pues si no, de subsidio ñiringa, me claven diez euros
cada
seis meses, dejándome en limpio, mientras que a don José Salustio, el
empresario
que tiene millones en su cuenta, el banco le pague, o sea, que en lugar
de
quitarle le aumente su saldo. Por eso cada vez que me entero de que alguien ha
asaltado
a un banco y ha tenido éxito lo aplaudo y me río, celebrando con zumo
de
limón el golpe, que no me decido a darlo yo porque en esos manejos gansteriles
confieso
que soy casi analfabeto. Ana me hala las orejas cuando le hablo de este
deseo
insatisfecho de asaltar un banco: pero ¿qué dices, hombre?, estás como una
cabra,
mejor voy a pensar que estás de guasa, porque si te creo de verdad voy a
pensar
que te estás despersonalizando, me dice. ¡Ah! Si ella supiera que yo hace
rato
ya que me he despersonalizado, sólo que de nada me ha servido, porque aquí
para
trepar hay que saber subir y yo en eso soy un cafre. Me dice que me dedique a
hacer
el bien, ¡qué inocencia! Parece que mis amigas se han puesto de acuerdo al
unísono
para indicarme la senda del bien y que no desvíe el camino correcto. Me
conmueven,
la verdad. Y me hacen recordar mis años felices, cuando yo era un
niño
pobre, ignorante de papeles y de documentos, de desgracias y de guerras, de
enfermedades
y de miserias humanas. Vamos, que era un niño inocente, como
todos
los niños. ¡Ah! Patty MacCormack, sí. Gracias, mi querida Ana,
por tus buenas
intenciones.¿Qué
bonita es la inocencia! Pero tú no conoces las sabias palabras de
mi
padre cuando me llevaba de la mano a la escuela primaria (mi tiempo
trascendente,
lo demás es mierda): "hijo, espabílate, ponte chango, despierta el
koala,
que el mundo es de los livianos". Y eso que él no había visto el horror.
Nada,
que
mejor es no pensar. Porque si te pones a pensar en toda esta zambumbia, te
tiras
del puente de Segovia.
Augusto Lázaro
(continuará)