Los
caminos que duermen en los ojos de un niño
corren
más a la espuma de la rosa que el sueño.
Un
niño ríe y canta
en
la rama del hombre verdadero.
En
esa rama todo lo que canta
es
el niño que en ella está durmiendo.
Manuel
Navarro Luna
Pero
es imposible andar por la vida sin confianza: es decir, estar preso en el peor
de
los
calabozos: en uno mismo.
Graham
Greene
Sé
que en el mundo hay dolor
Pero
no es dolor el mundo
Pedro
Luis Ferrer
No
me acuerdo de nada que valga la pena recordar. Desde que tengo memoria,
siempre
estuve encerrada entre cuatro paredes, en una casa donde nunca se oía
música,
donde la puerta y las ventanas de la sala siempre estaban cerradas, donde
las
cortinas se desgarraban de viejas y de polvo. Mis hermanos sólo se acordaban
de
mí para esconderme los juguetes y los libros de cuentos, para tirarme migajas
de
pan,
para apagarme la luz cuando yo estaba en mi cuarto por las noches. Mi mamá
no
les decía nada, porque siempre estaba encerrada en su cuarto, rezando, o
conversando
con algunas amigas que la visitaban, cuchicheando para que nadie
las
oyera. Y de mi papá no quisiera acordarme. Siempre en la calle, a veces se iba
con
mis hermanos cuando ellos iban a la escuela. No recuerdo que mis hermanos
me
hayan dado un beso nunca. Salieron a mi papá, que tampoco era muy amigo
de
besarme. Yo, mientras no iba a la escuela, me pasaba todo el día en mi cuarto,
como
mi mamá, con mis juguetes y mis libros, y cuando aprendí a leer me pasaba
las
horas leyendo los mismos cuentos que me hacía mi mamá, que ya no sólo tenían
figuritas
en colores, sino letras, muchas letras. Mis mejores momentos eran antes de
dormir,
cuando venía mi mamá, y se sentaba en el borde de mi cama a hacerme
cuentos
y a acariciarme y a hablarme de cosas buenas y bonitas que ella decía
que
pronto nosotros veríamos y tendríamos. Siempre me contaba cosas de un lugar
que
yo no conocía, de una gente que yo no sabía quiénes eran, de una casa muy
grande
y muy blanca, con un jardín al frente, con muchas puertas y con muchas
ventanas,
con cortinas de colores brillantes y flores en todos los cuartos. Una casa
que
nunca estaría cerrada, que estaría limpia y ordenada, alegre. Me decía que en
esa
casa nosotros viviríamos felices y yo tendría una habitación pintada de rosado,
con
adornos muy finos, con muchas muñecas y muchos juguetes bonitos y muchos
libros
de cuentos, y que esa casa estaría en un país lejano donde nadie nos iba a
molestar
y donde tendríamos muchas amistades, y que allí podríamos hacer fiestas
y
todas esas cosas. Pero yo no la entendía muy bien. Oyéndola hablar tanto me
quedaba
dormida. Y volvía a soñar con la nieve...
En
la escuela yo me entretenía mucho, oyendo a la seño y jugando en el aula, pues
en
las aulas de primaria había muchos juguetes, y yo jugaba con las niñas que
había
conocido
en la escuela. Hice muchas amiguitas y algunos amiguitos, pero con los
varones
yo tenía mucho cuidado, porque mi mamá siempre me estaba advirtiendo:
mira,
mi amorcito, tú ten mucho cuidado con los varones, no les des confianza, que
todos
son unos malandrines, y si les das confianza y les enseñas los dientes después
se
van a propasar, te van a hacer maldades, te van a esconder tus cosas y hasta a
robártelas
si te descuidas. A mí me gustaba la escuela, me gustaba mucho, porque
así
salía de la encerradera de mi casa, aprendía muchas cosas, podía jugar con mis
amiguitas,
corría, hacía bulla, y hasta cantaba. Una seño nos enseñaba canto. Ah,
también
podía ver otras calles, otros edificios, parte de la ciudad donde vivía que
apenas
había visto. Así pasé los primeros años. Mi mamá me llevaba a la escuela y
me
iba a recoger a la hora de salida. Un día le dije: mami, estas dos amiguitas
mías
van
a ir a la casa a jugar conmigo un rato. Mi mamá se puso muy nerviosa, se me
quedó
mirando, me llevó hasta la reja de la escuela, lejos de ellas, y me dijo: mira,
mi
amorcito, a la casa tú no puedes llevar a ninguna de tus amiguitas, porque papá
no
quiere que nadie vaya a la casa, a no ser alguna de nuestras viejas amistades
que
ya tú has visto allí, dile a esas niñas que hoy no pueden ir, que quizás otro
día, y
no
te pongas triste, que ya pronto podrás tener en tu casa a todas las amiguitas
que
quieras...
Pero yo me puse triste, me puse muy triste, y fui a despedirme de las niñas
sin
saber qué decirles, porque mi mamá tampoco me dejó que yo fuera a sus casas.
Ese
día lloré mucho, pero no delante de mi mamá. Me metí en mi cuarto y allí me
desahogué.
Me preguntaba por qué yo no podía llevar a mi casa a mis amiguitas
de
la escuela y por qué yo no podía jugar y divertirme con otros niños de la
escuela
y
de la cuadra, porque no entendía nada. Y así pasé toda la escuela hasta que
llegué
al sexto grado. En las vacaciones fuimos a la finca de una parienta de mi
papá
que vivía con el esposo allí. Sus hijos y sus nueras se habían ido a otro país.
Le
pregunté
a mi mamá si ese era el país a donde nosotros iríamos a vivir y me dijo que
sí,
que ya pronto nos tocaría a nosotros. A los pocos días regresamos y mi vida
continuó
sin variación, en mi cuarto, con mis juguetes y mis libros. Ya los juguetes no
me
gustaban mucho, porque eran para niños más pequeños, pero no me
compraban
otros nuevos. Mi papá decía que no había para niños de mi edad, que
yo
estaba en una edad difícil, y muchas cosas más. Y le decía a mi mamá que no
podíamos
gastar en esas tiendas que había para gente que podía comprar en ellas,
y
yo sin entender nada de eso que hablaban. Todo está muy caro, y pagar con fulas
es
peligroso, mujer, te lo he dicho mil veces, le decía mi papá a mi mamá... Ese
día
busqué
por primera vez una palabra en el diccionario que tenía mi papá en una
vitrina
vieja, pero no encontré la palabra. Yo sabía cómo se buscaba porque en la
primaria
nos habían enseñado a buscar palabras en el diccionario, pero no
encontré
esa palabra tan rara que yo nunca había oído, fula. Y no me atreví a
preguntarle
a mis padres, porque en esos días ellos peleaban mucho y mi mamá
siempre
estaba en su cuarto llorando y quejándose de unos dolores que le daban. Y
así
llegó el primer día de clases en la secundaria...
En
la secundaria mi vida cambió. Iba y venía sola, con cierta libertad. Me
levantaba
muy
temprano, porque las clases comenzaban a las 7.30. Me aseaba, yo misma me
preparaba
el desayuno, me ponía el uniforme, y salía a la calle contenta. Me gustaba
caminar,
ver la gente, conocer la ciudad, oír el ruido de los vehículos, todo eso. Me
gustaba
todo eso. Y tenía la libertad que en la escuela primaria no pude tener. ¡Ah!
Enseguida
hice nuevas amistades. El primer día no hubo clases, pase de lista, la
presentación
de los profesores, que ahora no eran sólo mujeres, lectura de horarios y
planes
de estudios, y todo un berenjenal que nadie entendía. Pero a partir del día
siguiente
lo que nos cayó no fue de amigo: había asignaturas para hacer dulce,
algunas
que yo ni me imaginaba que existieran, preguntas en las clases, trabajos
para
la casa, exámenes fuertes que ya anunciaron ese mismo día, y muchas cosas
más.
Ahí yo comencé a familiarizarme con el mundo exterior que en mi casa yo
no
conocía. Y sobre todo con la gente. Cuando faltaba algún profesor me iba a
caminar
por los alrededores de la escuela o a tomar helados con el dinero que
todas
las mañanas al salir me daba mi mamá para la merienda, o a ver las tiendas.
Las
tiendas no tenían casi nada en las vidrieras, a no ser las tiendas especiales
que
decían,
donde no nos dejaban entrar. Al principio daba vueltas yo sola, pero a las
pocas
semanas comencé a salir con dos compañeras del aula que se hicieron muy
amigas
mías, y cuando faltaban dos profesores de clases seguidas, que teníamos un
par
de horas libres, nos metíamos en el cine Abdala y allí nos quedábamos un rato.
Eso
cuando nos dejaban entrar porque la película no era prohibida. A veces no nos
daba
tiempo de ver la película completa, pero nos divertíamos en la oscuridad, con
miedo
de que alguien se metiera con nosotras, pero a esa hora había muy poca
gente.
Al cine no podíamos entrar con uniforme, pero nosotras sonsacábamos a un
portero
algo viejo y un poco resbaloso que le gustaba tocarnos la cabeza y los
hombros,
pero nosotras no dejábamos que pasara de ahí. Por eso nos dejaba pasar,
asustado
y mirando a todas partes, y diciéndonos que si lo cogían en eso lo ponían
de
patitas en la calle. Yo no podía aparecerme en mi casa ni un minuto más tarde
de
la hora que mi papá calculaba, así que cuando faltaban varios profesores no sé
por
qué motivo aprovechábamos caminando y observándolo todo. Yo, que de niña
nunca
tuve ropa escogida por mí, me quedaba embelesada mirando los vestidos
y
las telas que vendían y que nunca podría comprar, pues las daban con una
libreta
que
tenía todo el mundo, y que la de nosotros mi mamá nunca me dio para que yo
comprara
algo. Me decía que cuando yo trabajara y ganara dinero allá donde
iríamos
a vivir podría comprarme todo lo que quisiera, y yo seguía en las nubes. Pero
mi
papá me decía que una niña no tiene que estar pensando en tiendas ni en ropas
ni
en cines ni en la calle ni en nada que se le pareciera. Mi mamá me compraba la
ropa,
pero nunca me llevaba con ella a las tiendas para que yo la escogiera. Y así
fui
estudiando, pasando las pruebas, los exámenes, y pasando la secundaria, y poco
a
poco fui conociendo que fuera de mi casa existía otro mundo y otra vida y otra
gente
distinta a mis padres y a la poca gente que visitaba mi casa. Con las niñas de
la
escuela me relacioné muchísimo. Ahora ya no eran niñas, sino muchachitas, o
muchachas,
aunque los profesores les decían alumnas. Yo me hice de dos o tres
buenas
amigas con las que solía pasear, o tomar helados, o ir a ver las tiendas y a
veces
al cine. Con los varones tuve mucho cuidado, mi mamá no se cansaba de
darme
la cháchara, mira, mi amorcito, no es una exageración de mi parte, tienes
que
cuidarte de los muchachos esos y no darle mucha confianza a ninguno, evita
problemas
y hazme caso, que yo sé lo que te digo. Pero yo no los veía tan peligrosos
como
me decía mi mamá... Y así terminé mis estudios en la dichosa secundaria.
Nuevas
vacaciones, nuevas visitas al campo, pero mi vida no cambiaba mucho.
Hasta
que comencé los estudios en el Pre...
El
Pre fue mi gran descubrimiento. Ya de la primaria no me quedaba ninguna amiga,
y
de la secundaria sólo quedaban algunas, repartidas en distintas aulas. Por eso
hice
nuevas
amistades otra vez. Y con ellas a descubrir la verdad de la calle. Y de la
situación,
como decía mi papá cuando hablaba con sus amigotes. Nada, que la
situación
está de pinga, decía, porque las palabrotas le salían de la boca como la
saliva.
Todavía en la secundaria yo no me atrevía a decir malas palabras, a pesar
de
oírselas a mi papá todos los días, pero en el Pre tuve que acostumbrarme,
porque
allí todo el mundo las decía. Una de las muchachitas del Pre que se hizo mi
mejor
amiga me decía: mira, socia, no se puede vivir comiendo mierda, así que
espabílate,
porque te quedas fuera del potaje... Qué tipa. Pero me llevaba bien con
ella
y no le hacía mucho caso. Los estudios, durísimos, tenía que estudiar por las
noches
hasta tarde, a veces iba alguna compañera del aula que ya mi mamá me
dejaba
llevar, otras era yo quien acudía a la casa de alguna a estudiar juntas, con
el
sermón de mi papá sobre la hora de regresar y todas esas cosas. Yo tenía algo
más
de libertad para moverme, iba sola algunas veces, además de al Pre, a hacer
alguna
compra, salíamos del Pre a callejear un poco y nos juntábamos con algunos
varones
para ir a tomar helados y a ver las tiendas y a veces nos llegábamos hasta
el
zoológico, que estaba cerca. Yo era la más atrasada del grupo en cuestiones
callejeras,
eso era acuerdo unánime. Niña, estás en babia, me decía mi amiga cada
vez
que se hablaba de algo que yo no cogía. Tremenda rabia que me daba. La
monguita
del grupo. Pero se acostumbraron a mí y me abrieron los ojos. Y así seguí
en
el Pre con las clases, las tareas, las libretas, los libros, las horas libres
por ausencia
de
profesores, las escapadillas, los ejercicios en la educación física, los juegos
de
salón,
las muchas proyecciones con medios audiovisuales, las maldades que
hacíamos
escribiendo en la pizarra chistes verdes y groserías contra algún profe o
alguna
seño que nos caía mal, tirándole tizas a los bedeles viejos, leyendo novelitas
románticas
durante las clases, en fin, todo un mundo para mí fantástico que
descubría
mucho después que casi todos mis nuevos compañeros de estudios que
ya
conocían el paño. Claro que también estudiábamos mucho, a veces hasta la
madrugada,
cuando teníamos pruebas o exámenes, porque no podíamos repetir el
año
bajo ningún concepto. Esa era la consigna: la promoción hay que cumplirla,
alumnos,
por encima de todo lo demás, así que pónganse a estudiar duro, que el
examen
se acerca, decían los profes. Jamás voy a olvidarme de ese tiempo que
tanto
me marcó. Sobre todo porque en esos años en la secundaria y en el Pre
descubrí
todo lo que no había descubierto metida entre las cuatro paredes de mi
casa
como una monja de clausura. Eso, hasta que conocí a Tony...
(continuará)
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://laenvolvencia.blogspot.com