Ana,
mi gran amiga, me ha ayudado bastante, y nunca podré agradecerle todo lo que
ha
hecho por mí. Me ha ayudado tanto que me atrevo a decir que sin ella mi vida en
este
exilio
hubiera sido un infierno real. Cuando he tenido el agua al cuello me ha lanzado
un
salvavidas
y cada vez que necesito algo ahí está ella que aparece como un hada
madrina
de entre las páginas del más hermoso libro de cuentos infantiles. Desde un bulto
con
mil hojas de papel hasta alimentos imprescindibles cuando me he visto en la
calle a
régimen
de bimbo con la mayonesa más barata y leche encartonada durante días y a
veces
semanas, de acuerdo con mis vicisitudes y con la ausencia de comedores
aplacadores
de la canina perra. Y lo más loable: ella lo hace por pura solidaridad, porque
sabe
que de mí no podrá esperar ni una invitación a chocolate con churros. Con ella
a
veces
voy al cine, a algún concierto, a lugares diversos de la capital, algunos de
los
cuales
he podido conocer gracias a su amabilidad, como el teatro Auditorium, bellísimo
y
aislante
eficaz de la mierda que me espera fuera al terminar la ejecución de la novena
sinfonía
del sordo genial. Esa es Ana y ese soy yo, dos personas que ven la vida muy
distintamente,
porque la viven muy distintamente. Pero como decía Martí, es de
agradecer
y nada más. Y yo soy un hombre agradecido.
--¿Escribes
sobre tus amigos en tus obras?
--Por
supuesto, sin ellos no existiría mi literatura.
--Entonces
supongo que mi nombre estará en tu última novela.
--¿Mi
última novela? ¿Quieres decir que después de esa... me volveré fiambre?
--Muy
gracioso. Me gustaría que me enseñaras la novela, sobre todo los fragmentos en
los
que
aparezco, a ver cómo me pintas.
--Te
pinto como te veo, que no es como eres realmente, porque ten presente que una
novela
es una obra de ficción, y yo no escribo biografías. Y tú, querida mía, eres una
obra
de
ficción que supera la realidad o viceversa, como quieras tomarlo.
--Mira,
este fin de semana te invito a acompañarme a ver a unos amigos que viven en
un
pueblito riquísimo que está rodeado de montañas. Hace frío, así que te pones el
abrigo
más grueso que tengas.
--A
propósito, Selene, siempre me invitas a lugares del centro del país, nunca a
las costas
ni
a las playas. No quiero pensar que tienes el complejo de Olivia.
--¿Quién
es esa Olivia, hijito?
--La
novia de Popeye el marino, el de los muñequitos. ¿No lo has leído nunca? El que
se
pasa
la vida comiendo espinacas.
--No,
no lo he leído. En mi tiempo de leer esos muñequitos donde yo viví no había
nada de
eso.
Dice
una de las mil y una encuestas que salen a diario en la prensa que los
ciudadanos de
este
país consumen la mitad de su tiempo de vigilia en algo relacionado con el
fútbol. Y a
continuación
enumera las demás opciones del ciudadano medio: 2) trabajo, 3) coche, 4)
bar,
y 5) reuniones con amigos y conversaciones sobre fútbol, telemierda, trabajo,
coches,
famosetes
y revistas basura de famosetes, chismorreo y miscelánea. Se habla de gente
que
trabaja en general, no incluye estudiantes ni desempleados que me imagino que
tendrán
más tiempo para esos menesteres. Algo que no se me ocurrió en mis tiempos de
buscador
de empleo: meterme a encuestador. Quizás en ese perfil me hubieran
contratado
para que me parara a la entrada del Metro con una carpetita y un bolígrafo
a
preguntar a cuantos pasaran por delante, por el lado y hasta por detrás por
cualquier
tontería
tratando de que no se encabritaran por mi impertinencia. Las encuestas se han
convertido
en algo tan normal y común que si dejaran de salir la gente se extrañaría
mucho
y se preguntaría: ¿qué estará pasando?
--Te
voy a hacer una encuesta, Selene, prepárate a contestarme.
--Bueno,
de que te dé por tirarte del puente de Segovia que te dé por eso. Sólo que yo
no
acostumbro
a someterme a semejantes tonterías de encuestadores callejeros, así que
contigo
aquí en el hostal tampoco pienso someterme.
--Te
advierto que son preguntas muy interesantes.
--Todavía
no he visto una sola encuesta interesante, debe ser porque son tan falsas que
ni
Abundio
se las traga.
--Entonces
te niegas a contestar a mis preguntas.
--Ya
te dije que tengo otras cosas más importantes que hacer.
--Pues
no te quejes de que en mi novela te pinte con los colores que me gustan y no
con
los
que pueden gustarte a ti, escurridiza.
¡Oh
las encuestas! En este país hay miles de personas que viven gracias a ellas y
millones
gracias
a los papeles. A pesar de que cada año se producen y se distribuyen más
máquinas
y más computadoras, los papeles siguen reinando sobre los ciudadanos
coronados
por la sacrosanta burocracia. Si de pronto se eliminaran los papeles (todos los
papeles)
se formaría un caos, pues crecería el número de desempleados
astronómicamente
y el país no podría soportar esa crisis. Así que hay que bendecir a los
papeles
inútiles (algunos, los menos, son útiles, hay que reconocerlo) que mantienen a
millones
de empleados improductivos pero perceptores del dinerillo salvador de casi
todos
los problemas del ser humano común y corriente.
--Ahora
te ha dado por recortar encuestas. Estás de ingreso.
--Contigo
ingresaría en el infierno sonriéndome, querida.
--Mira,
voy a enseñarte... ¡vaya!, Isolina jorobándome la pita, como dicen ustedes...
¿Qué
problema
tiene ahora, doña Isolina?
--Mejor
te dejo con tus ocupaciones... buenos días, doña Isolina.
Y
en mi cuarto, mientras fuera de él y dentro del piso en que aparento que vivo,
reina la
paz
de la tierra, me entretengo revisando mis papeles, que son tantos y los tengo
tan
regados
que no sé qué hacer con ellos. Pero no puedo botarlos, pues cada vez que
acudo
a alguna entrevista con algún funcionario lo primero que hace, después de los
buenos
días, pase y siéntese, es pedirme tal y cual papel, y a veces varios al mismo
tiempo,
algunos con firmas, cuños, membretes, originales, actualizados, compulsados,
acreditados,
certificados, y es todo un gran berenjenal de operaciones con papeles,
ordenadores
y gente sentada en una silla ante un buró con cara de robot que te mira y te
repite
mecánicamente lo programado para casos como el tuyo y lo demás la hora,
porque
tan pronto pueden (y a veces cuando todavía no pueden) se largan al bar de la
esquina
o a esperar el transporte que los lleve a casita para sentarse en la butaca a
ver la
tele
y qué aire tan puro y qué vida tan sana, Yolanda, esto es sin dudas un puñetero
paraíso.
Yo sólo me siento a ver la tele por la noche, a las diez, que es cuando más o
menos
empieza la película. Por el día estoy en otra cosa, mariposa, como en salir a
hacer
gestiones
y a comer en la calle y en la casa a leer, revisar lo que he escrito en la
última
jornada
o en jornadas anteriores y esas cosas, o a ver y oír las candangas de mis
queridos
coinquilinos
que tan entretenida me hacen la existencia. Manuel me ha invitado otra vez
a
pasarme unos días en su casa norteña, Ana me ha invitado a comer una vez más y
ya
me
da hasta pena pero como ella insiste tanto, Leila me ha reclamado una visita a
su
casa
del Sur, que dice que hace años-luz que no me acuerdo de ella ni de su marido
ni
de
sus preciosas criaturas (¿quién lo iba a decir cuando la conocí en el
aeropuerto
esperándome
por encargo de Manuel?), una pareja de peruanos que conocí en el
comedor
de refugiados de la calle Canarias me ha invitado a una cena de pato con
todos
sus componentes, Marcelo me ha invitado a un café cortado en la esquina de su
comedor
(que no es el mío, ya quisiera él, donde él come abundan los elementos
impresentables,
indeseables e infumables), el viejo José (que precisamente conocí en ese
comedor
cuando pasé por él) me ha requerido a unos tragos de vino con pitillos, pero
como
yo no bebo ni tampoco fumo, estoy pensando qué respuesta darle para que no se
ofenda
el pobre, y Selene, como no podía faltar, me ha invitado a acompañarla a no sé
qué
lugar para según me dice
--que
te olvides un poco de tanta bobería que almacenas en esa cabecita, tonto,
y
me coge una oreja y me la sacude, halándomela cariñosamente y enseñándome sus
lindos
dientes naturales y limpios, cosa que me hace gracia y a la vez feliz, pues la
niña
está
de punto tal que va entrando en la fase tercera de la confianza íntima (mejor
tarde
que
nunca) y estos cariñitos prometen... aunque no sé si cumplirán.
--No
tengo complejo de Olivia, pero me parece que ya estoy un poco entrada en años
para
pasearme por la playa en bikini. Además, en la playa hace mucho más calor que
en
la
montaña y el aire de la montaña es mucho más saludable.
--No,
si te doy la razón en eso último, en lo del aire, nené, sólo que no comparto tu
opinión
de
no pasearte por la playa porque estés entrada en años, porque yo las he visto
de
ochenta
y para colmo gordas, jugando al volivol en la arena caliente.
--Yo
soy yo y esas de ochenta, y para colmo gordas como dices, me importan un
comino,
querido.
--Bueno,
bueno, bueno... estás que cortas, Selenín. Pero óyeme bien, cosa linda: a mí me
encanta
la montaña, y si es contigo con quien voy a subirla, me sentiré rebutiñán.
--Esa
palabreja me suena tan mal que ni siquiera te voy a preguntar qué significa. Y
sobre
eso
de subir... ¿quién te ha dicho que vamos a subir una montaña? ¿Para qué se
inventaron
los transportes serranos?
--Está
bien, criatura. Repito y vuelvo a repetir: tú ganas. A la montaña, en el
transporte que
tú
escojas, aunque yo preferiría que fuéramos en tu propio transporte.
--No
me atrevo a conducir por esas curvas empinadas, viejo. Mejor que nos lleven.
--No
en balde dijo Grau San Martín que las mujeres mandan. El sabía muy bien lo que
estaba
diciendo.
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
(continuará)