¡Qué
día! La verdad que te has ganado el derecho a sentarte ahí con tu querida
máquina
de escribir, en paz. ¿Cómo se te ocurrió la idea de dedicarte a las letras? Y
en
este país nada menos. Tu padre te lo decía, el pobre, desde que te metiste en
el
taller
literario y te olvidaste de tu propósito -y su sueño- de estudiar ingeniería:
hijo,
vas
a cambiar la vaca por la chiva, y le faltó agregar que la chiva estaba enferma.
Pero
tú eres cabezón: engavetaste los manuales y te enredaste con Vargas Llosa,
Cortázar,
Carpentier, y otras yerbas que andan por ahí pinchando a inocentes
como
tú para que se enfrenten con estoicismo y decisión a la siempre impresionante
cuartilla
en blanco. ¡Ah! Pero dejemos eso, hijo, tu mal no tiene cura. Te picó el
bichito
y ahora, aunque te riegues un cartón entero de Micocilén en todo el cuerpo,
vas
a sentir la picazón hasta dormido. Mírate ahí sentado, listo para arremeter
contra
esa
Remington que increíblemente todavía funciona después de cincuenta años de
uso
en varias manos y comenzar a llenar esa hoja, que eso sí fue un milagro que
pudieras
conseguir, porque aquí ya no se ve papel ni en la Junta Central de
Planificación.
La suerte te llevó a pasar por EL SIGLO XX y descubrir al negro de las
agenditas
y los almanaquitos de bolsillo y las oraciones mimeografiadas -esas
menudencias
que encuentran presa fácil en el río revuelto- y cuando notaste
aquellos
bloques de hojas de papel gaceta -y sin rayas- por poquito le das un beso
al
negro. ¿Y cuánto vale el bloque?, le preguntaste, y el negro se te quedó
mirando
porque
encima de cada trozo había una tarjetica con el precio que tú no notaste
porque
estabas en éxtasis. Pero en fin, seis pesitos por un bloque de cien hojas no
estaba
nada mal. No tenías dinero para más y decidiste ir comprando poco a poco
lo
que te hiciera falta, pues el negro te dijo que él siempre tenía esas hojas.
Eso no lo
compra
nadie, te informó, y tú le sonreíste, alegrándote de que eso no lo comprara
nadie,
pensando que ningún escritor había pasado por allí, porque no quedarían ni
los
cartoncitos con el precio. Los escritores no entran en las tiendas de ropa,
¿para
qué?,
razonaste, concluyendo en que tú eres un tipo raro de escritor. Pues desde
ese
día te hiciste cliente del negro, pero como necesitabas pasar la novela con
copias
tuviste que comprarle una docena de cuadernos: setenta y dos pesos
contantes.
Pero al fin, después de padecer la espera de la búsqueda inútil ya tenías
tu
papel para la novela y para ese cuento que ahora vas a comenzar a escribir.
Claro
que la cosa no se resolvió tan fácil: cada vez que llegabas a la casa con un
bloque
y lo colocabas junto a lo que te quedaba del anterior te dabas cuenta de
que
las hojas no eran iguales: más largas, más cortas, más anchas, más estrechas,
y
los colores y el grosor tampoco eran idénticos, pero qué importaba todo eso si
por
fin
tenías lo principal: papel para escribir. Bueno, pensaste, lo llevaré a cualquier
imprenta
para que me lo emparejen con la cuchilla, y una mañana metiste lo que
tenías
escrito y el resto de los bloques en un bolso de CUBALSE y te llegaste a la
imprenta
de la Industria Gráfica de la calle Calvario, la que te quedaba más cerca.
¡Ja!
La cuchilla, o sea, lo que llaman la guillotina, estaba rota. Te tomaste un
café
aguado
en un timbiriche particular y buscaste otra imprenta, y en la otra, que no
estaba
muy lejos, te dijeron que el operador de la guillotina había salido a resolver
un
problema personal urgente, que no se sabía cuándo regresaría, si regresaba, y
que
allí nadie sabía usar ese aparato. No desesperarme, te dijiste, y con tu
Cubalse
a
cuestas, que ya te pesaba bastante, te encaminaste hacia el tercer intento. Y
efectivamente,
el que persevera triunfa, en aquella otra imprentica que parecía un
puesto
de frituras pudiste resolver tu problema. ¡Qué alivio! Un batido de zapote y
un
boncito con pasta en el timbiriche de la esquina y a casa con tus mil
doscientas
hojas
exactamente iguales. O casi. Al menos en la forma, aunque de distintos
colores
y espesores, que eso la guillotina no pudo unificar. Pero en fin, pudiste pasar
la
novela en un mes y una semana, dando tecla a todo tren, y ahora vas a
comenzar
a escribir ese cuento que ya tienes estructurado en la cabeza. No te
preocupes,
tú verás qué bien te va a salir, después ya verás qué haces con él.
Quizás
pudieras enviarlo a España. Pero no, eso sería abusar del gallego que está
parando
arriba en el apartamento de Pilar y no, ya está bien. Ahora es mejor pensar
en
el cuento. Y qué suerte ese gallego, que te prestó una revista con
convocatorias
de
concursos, porque aquí las convocatorias extranjeras brillan por su lejanía y
cuando
llega alguna se queda en la piña de La Habana que controla todas esas
tramas.
Así que esmérate, conecta el ventiladorcito polaco y métele manos, ya que
escribes
con ambas, que viste en esa revista un concurso que da mil dólares por un
solo
cuento de ocho páginas, porque aquí en tu país por ocho páginas no te dan ni
las
gracias por participar. Por un libro completo -que para crearlo, bosquejarlo,
revisarlo,
pulirlo, corregirlo, copiarlo, encuadernarlo y enviarlo hay que tener más
cojones
que Ulises- el CASA, que es el que más paga, te da sólamente tres mil pesos
cubanos,
que al cambio callejero serían menos de doscientos dólares. Claro, eso si
te
llevas el premio, cosa hartísimo difícil, hijo mío, por la competencia y por
todo lo
demás.
Y si acaso una foto en el Granma y muchas gracias, ¿desea tomar un café?
Bueno,
hijo, la cosa es escribir. Escribir e insistir a ver si un día tocas la flauta
como el
burro
de la fábula, sin alusiones personales, ¿eh? Después de todo has estado
dichoso:
mira qué fácil conseguiste ese papel carbón para pasar las copias de la
novela:
en un descuido de la secretaria de Cultura le sacaste de la gaveta el
celofán
que tan celosamente guarda y enseguida lo metiste en tu carpeta: treinta y
seis
hojas del bueno, Pelikan, que a ella le manda su cuñada desde Canadá,
porque
Cultura no da ni del opaco de la máquina del teletipo viejo que aparte de
ensuciarte
las manos, cuando lo usas una vez ya tienes que tirarlo al cesto. Claro,
otra
cosa fue conseguir la cinta de la máquina, ahí sí tuviste que sudar y gastar
suela
de
zapatos y si no desenvaninas los veinte que te pidió Erasmo ahora estarías ahí
sentado
maldiciendo la hora en que el bichito te picó. Y menos mal que tenías la
máquina
de tu papá, porque escritores con máquina de escribir que tú conozcas
son
nones y no llegan a tres. Ese artículo no se encuentra ni en las tiendas de
dólares
y
quién te viera a ti zancajeando de aquí para allá, en las Casas de Cultura,
cogiendo
turno para usar uno de esos tarecos que usan las secretarias cuando se
desocupara.
Ah, no, eso para aficionados de los talleres literarios, tú ya pasas del
nivel
y no puedes caer tan bajo. Lo tuyo es así como estás ahora, con la soledad
imprescindible,
que esa al menos no te falta nunca. Short y chancletas, un termo de
café,
el ventiladorcito cerca, y si acaso una que otra asomadita a las persianas para
ver
si ya salió la niña del tercero que siempre sale a esta hora bien apretadita a
sentarse
con otras de su especie a mostrar sus cualidades físicas y logorreicas. No es
fácil.
Hay que tener sangre de cangrejo moro y además encomendarse a la divina
providencia,
porque ¿de qué puede vivir un escritor aquí? Si se dedica a otra cosa
siempre
será un aficionado o una promesa incumplida, y si nada más escribe se
muere
de hambre. No en balde tu tía Carola te lo dice cuando se encuentra
contigo
en la calle: sobrino, hazme caso, deja los libritos y la maquinita y ponte para
Cubanacán,
que eso es lo que da, lo demás es intentar sacarle punta a un lápiz
mocho.
Tu tía Carola, sí. Mira lo de la novela: mandarla a una editorial ni soñarlo,
tú
no eres ningún consagrado ni una de esas figuras nacionales establecidas que
tienen
un pequeño espacio para sus ocurrencias, y para quienes no viven en la
capital
los recursos son pobres y de solemnidad: te mandan una carta sin haber
leído
la novela y te dicen que está bien, pero que le faltan algunos detallitos y te
quedas
con las copias y con la resaca del esfuerzo y el tiempo dedicados a ese
menester
de dar tecla, y sin el dinero que te costó certificar el paquete, que ese es
otro
capítulo digno de Arrabal: en el correo siempre le encuentran -¡oh casualidad!-
algunos
detallitos al bulto que llevas: que no está bien pegado o amarrado,
compañero,
que tiene que cortarle las esquinas, joven, que el papel de la envoltura
es
muy flojo, óyeme, es como para incrustárselo a la empleada de la ventanilla en
la
cabeza. Mejor deja eso, muchacho. ¿Y a un concurso? Idem de lienzo. Podrías
enviarla,
pero llevarse el premio es como la aparición de la virgen de Fátima a las
doce
a. m. en la Plaza del Mediodía de Marianao. Además, tanto esfuerzo por si
acaso
quinientos pesitos que se te irían en frituras y batidos a los quince días. No
vale
la
pena. Por eso te decidiste: ¿por qué no se la doy al gallego de los altos para
que
la
entregue en alguna institución de su país? Y a mandar la obrita para la Madre
Patria
a ver qué suerte corre, que con probar no pierdes más que lo que ya has
perdido
aquí sentado mirando a la Remington con cara de idiota. Pero imagínate
si
te publican la novela en España: serías un escritor internacional y entonces
aquí
enseguida
te publican cualquier bobería que escribas de un tirón y sin pulir. ¡Ja ja!
Se
te eriza la piel de pensar en la cara que pondrían algunos por ahí. ¡La novela!
La
odisea de las hojas, del trabajo, de conseguir la ponchadora, las presillas,
las
carátulas,
no, hijo, Ulises es un comemierda al lado tuyo. Pero es inútil regodearse
con
esos recuerdos calamitosos carentes de sustancia. Ya pasaste el puente, ahora
no
mires a las cataratas no vaya a ser cosa que te marees y te caigas en plena
cascada.
Si hasta goma de pegar conseguiste con la señora de los cucuruchos de
maní,
que la hace de almidón, porque ni en el correo existe eso. Vamos, ahora a lo
tuyo,
que con tu método casi siempre las cosas te salen campanudas: no sentarte
frente
a esa hoja en blanco hasta tener bien alineada la historia que vas a contar,
sólo
cuando te sientas, como ahora, en condiciones óptimas para darle a las teclas
(deberías
ser pianista) que aunque ya son casi las ocho de la noche y todavía ni
baño
ni comida ni nada, te ha entrado la corcomilla de escribir, y si aprovechas
va
y lo escribes de un tirón, porque estás inspirado y no puedes dejarlo para
luego.
Después
lo guardas y a las dos o tres semanas lo revisas y comienzas a pulirlo, que
para
eso tú nunca te has apurado. Y gracias que ya llenaste los tanques de agua,
no
te pase como cuando escribías la primera versión de la novela, que cuando más
disposición
tenías para armar un capítulo, ¡pum!, llegó el agua, movimiento
doméstico
impostergable: los tanques, los latones, los cubos, el fregado, la cocina,
y
el papel se quedaba esperando la caricia del lápiz, o de la máquina si ya
habías
hecho
un bosquejo, y cuando terminabas con esos trajines caseros ya ni tus manos
ni
tu cabeza estaban para ninguna hoja en blanco.
Otras veces tenías aue correr
a
la calle, que llegaron las papas, que hay huevos en la carnicería (y que hace
como
un mes que no entregan, por cierto), que por fin trajeron el faltante del arroz
a
la bodega... Así que ahora tienes que clavarte ahí, en esa banqueta ortopédica,
y
a teclear se ha dicho, que después podrás bañarte feliz y comerte contento el
jurel
y las papas hervidas y a dormir, porque esta noche en la tele lo único que van
a
pasar es la comparecencia número mil ciento ochenta y seis del Presidente de la
Asamblea
Nacional del Poder Popular repitiendo lo mismo que dijo en la número
mil
ciento ochenta y cinco la semana pasada, por los dos canales, y eso tú no te
lo
vas a disparar. Vamos, frótate las manos, que lo que tienes en la chola va a
dejar
chiquito
al pobre Rulfo, trae el Predom y ponlo cerca, que el barómetro está al
romper
los 35 y la humedad por encima del 90, y escribir sin aire en este calorcito
delicioso
y húmedo es una idea casi inquisitorial. Y a ver la vuelta que le das a eso
que
quieres escribir, por si acaso, acuérdate de lo que le pasó a Armandito, el
pobre,
que muy poco faltó para que lo acusaran de diversionismo ideológico por
aquel
poema oscuro (como dijo Rubén) y ambiguo (como señaló la asesora del
taller
literario) y hasta sospechoso (como recalcó ese gordo que aunque no es
escritor
ni miembro del taller siempre acude a las reuniones a observarlo todo).
¡Cuidado!
Y a ver después, porque fuera de la capital sólo puedes aspirar a la
benevolencia
de Cultura que edita plegables de ocho paginitas recortadas de los
desperdicios
de la imprenta y gracias, con doscientos ejemplares de tirada única
que
circulan entre la misma gente que ya conoce el cuento o los poemas. No, no
es
fácil. Y mira el mismo Carpentier que escribió en la misma cárcel en agosto de
1927
(preso por actividades políticas) la versión completa de su primera novela,
Ecué
Yamba-o. ¡Ay, muchacho! Mírate ahí tú, que no estás en la cárcel, lo que
tienes
que inventar para escribir el cuentecito ese... Pero vamos, hombre, acaba
de
empezar de una vez, que ahorita te cogen las diez y no has tecleado ni la
primera
frase... Así, así, tú verás que te va a quedar de rechupete. Estás en tu
mejor
momento. Sigue, sigue... pero... ¡recoño! ¿Qué es esto? ¡Mameyes! Lo que
faltaba.
Ahora sí... Precisamente ahora que tienes la musa en estado de gracia:
¡el
apagón! Nada menos que el dichoso apagón. ¡Cojones! Y que hoy no estaba
programado...
Augusto
Lázaro
(en
días del primer período especial en Cuba)
Lea
mañana en http://laenvolvencia.blogspot.com
el post 372 titulado HAY MOTIVOS... Y HAY SON
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