A
mí no me venga con ésas, compay, que ya hace más de treinta años que me
están
engatusando con lo mismo: promesas y más promesas y mameyes verdes.
Mire,
le voy a decir: cuando triunfó la Revolución nos reunieron a todos aquí en el
batey
del central y nos dijeron: "compañeros, ahora sí los campesinos y los
obreros
en
general van a cambiar de vida, porque ahora sí hay una Revolución en este
pais,
una Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, y esta
Revolución
sí va a reivindicar...", oiga, qué trabajo nos costó aprendernos esa
palabrita...
pues sí señor, nos dijeron eso, "esta Revolución va a terminar de una vez
con
la explotación, la miseria y el olvido en que los desgobiernos anteriores
tenían
a
los campesinos..." y por ahí aquel hombre se destapó a cotorrear y óigame,
mire,
a
Micaela se le aguaron los ojos, sí señor. Se puso como una Magdalena. Bueno,
todos
nos quedamos con las bocas abiertas, figúrese... hasta que empezaron a
intervenir
los centrales y las compañías extranjeras y los latifundios y nosotros
empezamos
a trabajar en esas tierras que antes pertenecían a los explotadores
extranjeros
(y a muchos del patio también, qué caray) y que ahora pertenecían al
pueblo,
o sea, al Estado que fue quien las nacionalizó. ¡Ah, qué tiempos aquellos!
Pues
bien, a cada rato se aparecía un tipo de ésos, con agendita y papelitos en
las
manos, y nos disparaba un teque que... bueno, cuando aquello aquí nadie
sabía
que eso era un teque (otra palabrita nueva que tuvimos que aprender, como
tantas),
imagínese. Pues sí, llegaba el tipo, se bajaba del yipe, porque nunca venía
a
pie por el camino real, no señor, se bajaba del yipe y nos disparaba un
discurso
lleno
de promesas, que ahora los campesinos ya son libres, que ahora ya son los
dueños
de la tierra, de los centrales, de las compañías que antes los explotaban,
en
fin, de todo. Oigame, yo me sentí rey del mundo cuando oí todo aquello, y
salí
disparado a contárselo a Micaela, la pobre, que estaba en los trajines de la
casa
y los muchachos, y se lo dije, Micaela, imagínate, ahora somos los dueños de
la
tierra, negra, ¿qué te parece?, ¡qué grande es la Revolución! Y así. Todo lo
que
nos
decía el tipo eran maravillas: viviendas confortables, escuelas, hospitales,
carreteras,
y todas las comodidades que había en la ciudad, porque eso lo repetían
cada
cinco minutos, que había que terminar con la diferencia entre el campo y la
ciudad.
Oigame, el copón bendito. ¿Quién no se iba a entusiasmar con aquellas
promesas?
Mire, si le confieso que hasta yo me emocionaba y todo, sí señor. ¡Ah!
Pero
al cabo de unos meses hicieron la primera reforma agraria y le dijeron a la
gente
que todavía tenía tierras privadas que se quedarían con treinta caballerías
cada
uno, o cada familia, y entonces algunos empezaron a quejarse un poco.
Nosotros
no, nosotros pensábamos que con treinta caballerías se podía hacer un
pocotón
de cosas. ¿Por qué se quejaban? No lo entendíamos, además de que
nosotros
nunca tuvimos tierras de nuestra propiedad. No, nunca las tuvimos, no,
nosotros
trabajábamos en la caña y en otras labores agrícolas en el tiempo muerto.
Pero
en fin, la gente se fue tranquilizando. Hasta que hicieron la segunda reforma
agraria
y oiga, eso fue de arranca pescuezo: cinco caballerías para cada familia.
¡Cinco
caballerías! ¿Usted me está oyendo? ¡Cinco! Y ahí ya el mambo sí fue
distinto
y diferente, porque coño, ¿qué carajos se puede hacer con cinco tristes
caballerías
de tierra? Y además, la tierra que te
toque, no la que tú escojas, que
había
alguna que ni marabú. ¡Para qué decirle! Eso fue el alboroto padre en todo
esto
por aquí. Pero a pesar de todo seguimos apoyando a la Revolución que tanto
hacía
por nosotros, ¿no? Y hasta nos hicimos milicianos cuando se crearon las
milicias
serranas, las milicias campesinas, todo eso... Sí señor. ¡Y qué le cuento! Pues
que
hasta Micaela aprendió a tirar tiros. Si usted la hubiera visto con su uniforme
de
miliciana
lo que parecía... por ahí anda una foto de ella de cuando aquello, no sé
dónde
estará... pero bien, sigo contándole: cuando soltaron aquello de que esto
era
una revolución socialista, entonces sí se alborotó el panal. Imagínese, si aquí
todo
el mundo era anticomunista, porque lo único que sabíamos de los comunistas
era
que eran unos tipos que venían de vez en cuando a echarnos también un
discursito
y a llenarnos el meollo de cosas, pero nunca habíamos visto a ninguno de
ellos
con el azadón pegado al surco. Ya usted sabe. Pues aquí la gente por poco se
alza...
sí, bueno, la propaganda que habíamos oído, sí, claro, figúrese. No, y hubo
gente
que se alzó de verdad en las lomas, aquí cerca, gente que nada más tenía
unas
escopeticas viejas, pero al fin se entregaron o los cogieron, el caso es que
aquellos
alzados duraron unos meses nada más, no pudieron hacer nada, y chirrín
chirrán.
Me acuerdo que aquella gente que venía a echarnos un discurso sobre el
sistema
socialista eran muy parecidos a los que después del triunfo de la Revolución
caían
por aquí también con sus discursitos y sus papelitos y nos decían más o menos
lo
mismo, por eso la gente empezó a desconfiar, aunque eso sí, seguía apoyando a
la
Revolución en todo lo que nos pedía, que era bastante. Pero a veces ya no nos
pedían,
no, al poco tiempo empezaron a exigirnos, a decirnos que era nuestro
deber
y nuestra obligación cumplir esta tarea y esta otra y todo eso, y que había
que
apoyar y ayudar a la Revolución. Si señor. Y así empezó todo, como se lo estoy
contando.
Empezaron a llevarse a los muchachos para la capital y para otras
ciudades,
a estudiar nos decían, porque la Revolución necesitaba gente preparada
y
todo eso, la Revolución siempre necesitando, lo mismo gente que trabajo, y
esfuerzos,
sacrificios, ¿se da cuenta? ¡Siempre! Pues se los llevaron. Y cuando
pasaron
los años no regresó ninguno. Claro, se acostumbraron a las ciudades y
naranjas
agrias. Venían a vernos una vez al año y nos mandaban fotos y nada más.
¿Quién
va a preferir el sol en el lomo todo el día al asfalto, las tiendas, los
ómnibus,
las
muchachas con minifaldas, las casas bonitas, todo eso? Pues eso fue tremenda
jodentina,
porque nosotros nos estábamos poniendo viejos, ¿sabe?, el almanaque
no
perdona... Sí, yo sé que es bueno estudiar y aprender, no vaya usted a creer
que
no,
aprender a leer y escribir, no se lo oculto, no, yo siempre estuve a favor de
eso.
Pero había que pensar en el campo, en la agricultura, porque a pesar de los
equipos
que mandaban para las granjas del Estado, nos íbamos quedando sin
gente
para producir alimentos, imagínese usted. Yo no sé cómo a ningún dirigente
se
le ocurrió pensar en eso. ¿Y los muchachos? Bien, gracias, en la capital, en
Santiago,
en Camagüey, haciendo cosas que no eran las que tenían que hacer,
para
lo que habían estudiado en las ciudades. De rareza regresaba algún cayuco
que
no daba más con los números y los papeles. De rareza. Hasta mandaron a
muchos
para los países extranjeros, a estudiar las técnicas de avanzada, así nos lo
dijeron.
¡Ah! ¿Que quién atendía la tierra me pregunta? Bueno, eso fue otro show.
Figúrese
que primero mandaban a los presos, ya usted sabe. ¡Un desastre! Los presos
acabaron
con la quinta y con los mangos, sí señor. Después mandaron estudiantes,
los
pobres, que me acuerdo qué trabajo pasaban, vejigos que no habían visto en
su
vida una guataca y que no distinguían entre un boniato y una papa. Oiga, se lo
digo
yo: para trabajar en el campo, hay que conocer bien el campo, hay que
vivir
en el campo, no venir aquí de picnic los fines de semana y ya. Pues como le
cuento,
los estudiantes no sabían hacer nada, algunos querían trabajar de verdad,
querían
ayudar, cumplir, pero qué va, no había manera. Mire: hay cultivos, como el
tabaco
por ejemplo, que para recoger las hojas que hay que recoger cada día, hay
que
ser un guajiro criado entre las matas de tabaco... ¿Cómo dice? Ah, sí, un
especialista,
sí, eso mismo, aunque el hombre no sepa ni poner su nombre. Por eso
desgraciaron
las cosechas de tabaco por allá por Vueltabajo, y lo poco que había
por
aquí, imagínese: cualquiera llegaba y a arrancar se ha dicho, sin saber cuál
hoja
se podía arrancar y cuál no, y la calidad del tabaco cubano al carajo. No, no
es
fácil, se lo digo yo. Pues bien. Así pasaron los primeros años: presos,
estudiantes, y
después
trabajadores voluntarios, gente de oficinas, del pueblo, que sólamente
cogían
las mochas y a dar guantazos sin ningún control. Las mochas o las guatacas.
Otro
show. Y que venían en manadas, se tiraban aquí, allá, y a acabar con la
tierra
y con todo lo que hubiera sembrado. Y hasta vinieron unas cuantas brigadas
de
jovencitos que querían enseñarnos a nosotros cómo se debía trabajar aquí en el
campo.
¡Manda huevos! ¡A nosotros, sí señor!
Brigadas técnicas de no se sabe qué
mierda
las llamaban. Oiga, le zumba la berenjena. "Así se produce más, compañero
agricultor",
nos decían esos vejigos, y mire lo más que se ha producido que hoy no
tenemos
aquí ni malangas para los niños. Cuando yo se lo digo. En fin, que todo el
mundo
pasó por el campo, porque el Partido decía que el hombre debería estar
en
todo, integrarse a todo, tener esa experiencia del trabajo físico, y el
resultado ya
usted
lo conoce. Me acuerdo muy bien, si Micaela me lo decía molesta, que un fin
de
semana venía un grupo y otro fin de semana venía otro, que en vez de continuar
lo
que había hecho el anterior, empezaba donde le saliera, con un responsable que
ellos
mismos traían del pueblo, dígame usted. Pregúntele a cualquiera de los viejos
de
por aquí para que vea. Pues sigo: cuando pasaron los años todo esto se
convirtió
en una gran agrupación agropecuaria del Estado. Todos nos convertimos
en
empleados del Estado, y ahí sí que la mula tumbó a Genaro, porque con el
Estado
uno no puede discutir, siempre pierde. Oigame, hay que dejarse de bobería:
uno
trabaja bien lo que es de uno, pero lo que es de todos, que no es de nadie,
olvídese.
Y eso fue lo que pasó, que cuando la gente empezó a trabajar para el
Estado,
que era el nuevo patrón único y que nos pagaba menos por lo que
producíamos
y nos quería controlar hasta en la manera de agacharnos en el surco
la
gente empezó a majasear, a hacerse el chivo loco, a inventar, porque también
empezaron
a escasear las cosas, y si uno se pega a trabajar en el campo desde el
amanezco,
y después cuando cobra no puede comprarse lo que necesita o lo que
le
da la gana, figúrese. Yo no sé a quién se le ocurrió eso de quitarle la tierra
a los
campesinos
y hacer agrupaciones estatales. Poner al Estado de dueño. Oigame,
ese
tiene que tener cascaritas de calabaza en la azotea. Mire usted, que entonces
aquí
nadie se quedó ni siquiera con un conuquito para sembrar plátanos y criar
gallinas,
imagínese. La tierra empezó a ponerse triste, los animales empezaron a
languidecer
(¿me está oyendo las palabritas que uso?, ¡ah!, porque yo estudié mi
poquito,
no vaya usted a creer) y muchos estiraron la pata. No no no, el acabóse
vigueta.
En fin, que para qué voy a seguir contándole los desbarajustes de aquellos
años
de locuras. No es que yo sea un enemigo de la Revolución, no se vaya a
confundir.
No señor. Yo no niego las cosas buenas que la Revolución ha hecho. Pero
óigame,
el desastre que provocó poner las tierras en manos del Estado... ¡eso no es
un
juego! Ni en cuarenta años se recupera lo que se perdió... Y así hasta hoy, que
mire
cómo estamos, que ni el azúcar alcanza para que Micaela pueda hacer un
domingo
arroz con leche, si conseguimos la leche, que si no es con dólares hay que
ponerle
una vela a San Lázaro a ver. Nosotros, que vivimos al lado de un central. Por
eso
le digo, compay, a mí no me vengan con ésas. Mire: eso de que los guajiros
somos
los dueños de la tierra, de los centrales, del país, no se lo cree ni el mongo
Masabí.
¿Usted se lo cree? Mire, no se me haga el bobo y perdone, pero el tiempo
de
los bobos se acabó. Venga acá y dígame una cosa: ¿quiénes son los que tienen
las
mejores viviendas?, porque usted vio dónde vivimos nosotros. Sí, una casita
casi
nueva
que nos ganamos en la emulación Micaela y yo, trabajando como dementes
pero
de madera. ¿Quiénes viven en los mejores edificios de las ciudades? ¿Eh? ¿Y
quiénes
son los que tienen carros y no pasan tanto trabajo con esos camiones
repletos
de gente con paquetes y sacos y peste a chivo viejo? A ver. ¿Y quiénes se
visten
mejor, que todo lo que se ponen encima es de afuera? Porque ni Micaela ni
Rolandito
ni Joaquín ni yo nos hemos puesto nunca encima una tela de esas que
dicen
que se venden en las tiendas de los dólares que hay en las ciudades. ¿Y qué
me
dice de los sueldos? ¿O me va a negar que los campesinos, que somos los que
más
trabajamos, los que producimos los alimentos en este país, somos los que menos
ganamos?
¿Eh? Los que producimos la comida que hay, ¿se da cuenta? Y casi no
tenemos
ni para nosotros mismos. Ni un pedacito de mantequilla ni un café con
leche
para desayunar. ¿Y quiénes se pasan la vida por ahí, viajando de lo lindo, de
avión
en avión, con el dinero del Estado, del pueblo? Pregunte por todo esto para
que
vea que aquí nadie ha viajado nunca por los países extranjeros ni nada de eso,
no
señor. Eso lo hacen los que vienen aquí a echarnos un discurso con su agenda y
sus
planillas, y diciéndonos siempre que tenemos que seguir sacrificándonos...
Mire,
déjeme
callarme, porque si sigo hablando se me va a subir lo que tengo de isleño a
la
cabeza y... mejor cerrar el pico que a veces hablar más de la cuenta es
peligroso.
Ya
me lo decía Micaela al principio y yo no le hice caso: Celedonio, mi marido, no
cojas
tanta lucha con la política, que de los políticos no se puede esperar nada,
porque
tos son peores...
Augusto
Lázaro
en
Cuba, últimas décadas del siglo XX
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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