Ñico se incorporó de un salto y se quedó en la cama
como un monje budista. Se restregó los ojos. Se rascó la cabeza. "Menos
mal que no falló", se dijo, cuando encendió la luz y miró el despertador
que marcaba exactamente
--las cuatro, chica -le dijo, desamodorrándose, a
Mercedes, que también se había despertado, aunque no tan de súbito, y le
preguntó qué hora era.
--¿Para qué lo pusiste tan temprano? -exclamó Bola
de Sebo, como cariñosamente le decía Ñico a su mujer.
--Mira, no empieces con la embromadera y vuélvete a
dormir.
Pero ya Mercedes se estaba calzando las chancletas
plásticas y no le hizo caso.
--Voy a colar un buche -dijo.
Después de pensarlo un ratico, volverse a restregar
los ojos y rascarse la cabeza por segunda vez, Ñico decidió que no le quedaba
más remedio que levantarse. Comenzó a vestirse cuando ya Mercedes le traía una
taza echando humo.
--Se te fue la mano con el agua, mija.
Antes de salir, Ñico se tomó un jarro de leche bien
caliente, rechazando el pan tostado que le ofreció Mercedes. "Tiene un
poquito de mantequilla, muchacho". Pero Ñico se cepilló los dientes, se
dio un par de peinazos con el tenedor de pino ruso, y terminando de abrocharse
la camisa Benny le dijo: "A ver si amanecí con suerte hoy", y se
dobló hacia atrás, apretándose la cintura con las dos manos, "porque ya
tengo la espalda que parece una tabla de planchar".
No había nadie en Calvario a esa hora y aunque no
hacía frío Ñico sintió el aire de la madrugada pegándosele en las mejillas y
restregándole el humo del cigarro en plena cara. "A lo mejor cojo un
número bajito", pensó, "porque nada más son diez colchones". Y
en efecto, él los había visto ayer cuando el camión de Comercio Interior los
descargaba en la tienda NOVEDADES de la Plaza de Marte. Entonces se había
aproximado, quedándose en éxtasis ante tanta belleza, comodidad y olor a nuevo.
"Y que son de muelles", descubrió al tocar uno, ante la mirada
indiferente del manipulador. Hacía varios meses se lo había dicho a Mercedes:
--Oye, Bolita, yo creo que con los ahorritos que
tenemos podríamos comprarnos un colchón nuevo, ¿no te parece? Porque la verdad
que éste ya está largando el piojo.
Mercedes no dijo ni ¡hum! Sabía que cuando a su
marido se le metia algo entre las cejas era inútil tratar de persuadirlo.
--Chica, parece que a ti no te gusta dormir cómoda
-le espetó Ñico una noche en que tuvieron que acostarse temprano, porque ni la
abuela Amanda resistió la programación de la tele.
--A mí sí me gusta dormir cómoda, Ñiquín, pero es
que cada vez que sacan los dichosos colchones tú dices lo mismo, y por tu
haraganería siempre llegas cuando ya no quedan ni almohadas.
Ñico se rascó la cabeza y reconoció a su pesar que
su mujer tenía razón.
--Por eso la próxima vez me levanto a las cuatro y
tú verás.
Y ahora Ñico subía Aguilera, todavía a oscuras, con
el cigarro colgándole en laboca y con las manos metidas en los bolsillos. Al
llegar a la Plaza de Marte no vio a nadie por los alrededores. "No puede
ser", pensó, y buscó con los ojos alguna silueta escondida entre los
arbustos o debajo de los bancos o detrás del obelisco, que le dijera que
todavía estaba amodorrado por el sueño. Pero no: no había nadie.
--¡Coño! Soy el uno -gritó, sacándose las manos de
los bolsillos y lanzando el cabo del cigarro a la esquina de Garzón-. ¡El
colchón es mío!
Y cerró los ojos, imaginándose la placidez de un
sueño suave junto a su mujercita, en una horizontalidad que invitaba a la
caricia y al descanso. Poco a poco fueron llegando los supuestos usuarios y
formaron una cola que daba gusto verla, por la disciplina que mantenían tantos
cuerpos en fila. Pero Ñico tenía el uno. Y cada vez que miraba su reloj se
repetía mentalmente: "¡El colchón es mío!"
Por fin se abrió la puerta de la tienda cuando ya
el sol calentaba las cabezas, las pañoletas y los rulos de quienes habían
esperado con paciencia de gato, aunque a partir del número once esperaban en
vano, porque sólo había diez colchones, y eso lo sabía Ñico, que los había
contado uno por uno. "Los pobres", se decía, mirando la cola con
benevolencia. Y ahora estaba dentro de la tienda. Y ahora, ¡por fin!, podría
comprar su tantos meses deseado flamante colchón. Porque Ñico tenía el uno.
--¿Qué desea? -preguntó sin mirar un hombre grueso
que emborronaba vales en el mostrador.
--¡Un colchón de muelles! -casi gritó Ñico
alborozado, repasando sus planes de descanso y placidez.
--¡Se acabaron los colchones!
Ñico pensó que había oído mal. "Ya me lo decía
Bolita, que tengo que ir a ver al otorrino". En cuestión de segundos
pasaron por su mente millares de ideas, todas espeluznantes. Pero reaccionó de
inmediato.
--¿Cómo dice?
--Que se acabaron los colchones -el gordo levantó
la cabeza por primera vez y lo miró-. ¿Usted es sordo o qué?
--Pero...
Pero Ñico no pudo decir nada. Ahora estaba
convencido de que no eran fallos de su sistema auditivo y no podía de ninguna
manera admitir esa idea increíble, ilógica, absurda.
--¿Cómo que se acabaron, compadre? -gritó uno de la
cola-. Si yo los vi aqui ayer por la noche, que los estaban acomodando en el
recibidor.
--Pues se acabaron, compañero. Los vendimos todos
ya.
--¿Que los vendieron todos ya? ¿Y a quién? Porque
nosotros somos los primeros en la cola y de aquí nadie ha salido con ningún
colchón.
--Se los vendimos a los empleados.
Ñico tuvo que alzar mucho la voz, porque los
comentarios y las protestas de los demás usuarios aumentaban de tono y de
volumen segundo a segundo, hasta hacerse amenazantes. Al encender un cigarro,
Ñico se quemó las pestañas con la llamita del fósforo, pero enseguida gritó:
--¿Qué es eso de venderle los colchones a los
empleados? ¿Usted se cree que aquí nos chupamos el dedo?
Entonces el resto de la cola se desplayó sin
miramientos.
--Sí, sí, sí, ¿qué coño es eso?
--Eso no puede ser.
--Déjate de jodiendas, masa boba.
--No no no, que saquen los colchones, vamos, que
los saquen ya.
--¿Qué se ha figurado el gordo pendejo este?
Y el coro de insultos, gritos y malas palabras, se
mantuvo in crescendo hasta que el dependiente, en actitud de ofendido, les
gritó a todos con su voz de acordeón viejo que cerraran el pico y si no
llamaría a la policía, lo que no causó ningún efecto en el público presente.
Viendo que no se calmaban, aumentó el volumen de su voz:
--¿Y ustedes qué coño se creen? ¿Eh? ¿Qué coño se
creen? Estos compañeros de la tienda son tan trabajadores como ustedes, ¿eh? Y
hacen sus guardias, y van al trabajo voluntario, y quieren dormir sabroso como
ustedes, ¿eh? ¡Ah! Y tienen los mismos derechos que ustedes. ¡No faltaba más!...
Cuando Ñico dobló por Rey Pelayo, de regreso a su
casa, con la cara estirada como un bastidor de colombina remozado y con las
manos metidas en los bolsillos observó que en la puerta de su casa, de espaldas
a él, Mercedes comentaba con una vecina a voz en cuello:
--Pues sí, mi amiga, el colchón debe estar al
llegar. Imagínate lo rico que vamos a dormir esta noche...
Augusto Lázaro
http://laenvolvencia.blogspot.com
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