domingo, 4 de septiembre de 2016

AHORA LOS VECINOS...


Doy tres golpes en la puerta y espero. El viento mueve el único bombillo encendido

en la esquina del frente. El chirrido de la verja de hierro me hace recordar un cierto

poema que comienza cuando se abre la reja de tu jardín, Marta mía. ¿Mía? Todas

las palabras posesivas andan conmigo hoy. Ahora especialmente. Antes de abrir

oigo su voz que dice ¿quién?, pero no espera mi respuesta y abre. Me doy cuenta

de que es un poco tarde y de que el viejo debe estar soñando con la plaza de toros

de Sevilla. Ella lleva puesto un pulóver malva, el color del luto en la semana

santa, según me dijo el viejo un día. ¿Irónica? El caso es que ella está preciosa o...

no sé, es que nunca he podido definirla como yo quisiera. Detrás de su pulóver se

ve todo el pasillo hasta el fondo de la casa. Es una casa kilométrica. Cuando cierra

la puerta me mira y me dice:

--Ahora los vecinos se van a creer que vienes a acostarte conmigo.

¡Los vecinos! ¡Qué frase! La noche duerme demasiado plácida para que alguno se

levante, Pero ella... Mis ojos se prenden de su pulóver malva hasta que nos

acomodamos en un espacio reducido al fondo de la casa. Ella está haciendo unos

pinceles para sus niños, según me dice.

--Sí, ahora tengo un grupito de niños a mi cargo, de aquí del vecindario. Les enseño

a pintar y a muchas cosas. Me entretengo con ellos cantidad.

La miro. Ella sigue trabajando sus pinceles y me mira algunas veces. Pero yo la miro

siempre. Se rasca. Mis ojos siguen todo el movimiento de sus manos. Sus manos se

escapan de cualquier descripción literaria. Toman la cuchilla de afeitar y sacan

astillas de la madera blanda. Sus dedos juegan con el mechón de pelo que está

sobre la mesa y ponen un pedazo en la punta afilada de cada pincel. Después los

pega. Se dedica a todo lo que hace con verdadero amor. Cuando termina el

último pincel me trae un libro viejo sobre astronomía que acaba de encontrar no sé

dónde y me lee algún párrafo, muy entusiasmada. Me contagio cuando leo varios.

--Es un sinvergüenza -le digo del autor del libro.

--No, qué va, si este libro...

--Quiero decir: es un poeta.

--¡Ah! -sonríe-, porque es que está escrito todo así, como si fuera una leyenda. Es que

parece una leyenda, por eso me gusta. Me atrapó desde que comencé a leerlo.

--¿Así que a ti te pueden atrapar?

Nos reímos. Sí, porque a ella todo hay que pedírselo. Al menos yo. Dentro de la casa

parece que se está muy lejos de todo cuanto nos rodea. A veces el silencio se hace

insoportable. Demasiado espacio para dos personas. Le hablo de mi novela y de

uno de sus personajes secundarios muy interesanres: una anciana paralítica, tía de

la protagonista. Me dice que ella conoció a una anciana parecida y me la describe

y ojalá hubiera traído mi grabadora. Pero confío en mi memoria. Entonces se me

ocurre ponerle un toque de misterio a la visita.

--Ven acá y dime una cosa: a que no adivinas dónde está encerrada esa anciana

paralítica.

Pronuncia mi nombre, abre los ojos y me mira muy seria. Seca los pinceles y casi me

arrepiento de la broma, pero confío en su entereza y a los pocos minutos el asunto

declina. Me levanto, porque cuando se lo pido me dice que hoy no tiene café, y

fumarme un cigarro así en seco nunca ha sido mi costumbre.

--¡Qué calor! -le digo, sacudiéndome la camisa.

Sus ojos brillan. Se levanta, corre a la ventana y la abre.

--¿Cómo no se me había ocurrido antes? Ahora los vecinos van a pensar que tú te

has acostado conmigo.

Otra vez la niña. ¿Cómo es posible que le importen tanto los vecinos? Le doy un

halón de pelo y me voy hasta el cuarto de desahogo a registrar las cosas tiradas

unas encima de otras. Por casualidad descubro que en un clóset hay un espacio

hueco encartonado. Doy varios golpes y ella viene enseguida y me pregunta qué

estoy haciendo. Cuando le comunico mi descubrimiento se pone muy nerviosa,

se mete en el clóset y comienza a golpear el cartón para romperlo. Halo sus brazos

y la convenzo de que deje eso para mañana. Volvemos a la sala. Volvemos a

sentarnos. Volvemos a conversar como antes. Trato de penetrar sus ojos y de saber

qué piensa. Creo que la quiero bastante y se lo digo, pero no le digo cómo es que

la quiero. No se lo digo porque yo mismo no lo sé. Con ella todo siempre resulta

indefinible. Pero todo atrae. Seguimos con la astronomía y yo le digo que cuando

nació Napoleón el sol no estaba en Leo como creen los astrólogos. Me dice que

los astrólogos, para sus predicciones, siempre han tenido en cuenta todas esas

diferencias de tiempo y espacio. ¡Ja! Realmente es deliciosa. ¿Cómo podría yo

descubrir sus posibilidades de delicia? Me dan ganas de darle un cocotazo. Me dan

ganas de restregarle en la boca la ternura posible.

--Te queda bien el malva -le digo, cuando en mi reloj ya pasan de las doce y la

noche se empeña en seguir con nosotros.

--Me gusta ese color, aunque no tengo mucha ropa así.

--Ese color te da un toque de misterio... pero te hace más bella.

Y es verdad. Por lo menos para mí es verdad. A ella no le miento, aunque tal vez

en la mentira haya más atractivo. Pero esta noche la verdad me llena, de sueños

y de imágenes. ¿Estoy filosofando? No, con ella no. Con ella la poesía.

--Me voy. Acompáñame a la puerta, no vaya a ser cosa que tu abuelo se despierte

y me dé un bastonazo.

Se ríe. Quisiera ver su cara siempre en risa. Cuando se ríe parece más ingenua, más

tímida, más niña. Me voy en realidad. En el portal hay un pedazo de muñeca rota,

una pierna. Qué raro. Al llegar no lo vi. También hay dos balances blancos ya casi

destartalados y me pareció ver uno solo. ¿Qué me pasa? Aunque no me extraña,

con ella siempre están apareciendo cosas. Recojo el pedacito de muñeca y se lo

tiro y se pierde en el pasillo detrás de su pulóver malva. ¿Tendrá miedo? Ojalá que

duerma bien. La miro con todo el cariño que se puede ofrecer con los ojos. Entonces

se acerca y me dice:

--Vete pronto, los vecinos se van a imaginar que te has acostado conmigo.

La miro con deseos de decirle me cago en los vecinos... pero no en ti, me vaciaría

en ti, me encontraría quizás... Y no la miro más. Cruzo la calle y el aire suaviza mi

piel. Es más de media noche. Vista Alegre duerme demasiado tranquila. ¡Ah, sí!

¡Los vecinos! Quisiera ver alguno. Siento deseos de fumar y entonces veo sus ojos,

sus ojos en el pulóver malva, en los pinceles, en sus manos, en las paredes blancas

de su enorme casa, en el mechón de pelo negro, en la verja de hierro... sus ojos,

siempre tristes y solos, que me sacan eso tan cercano al amor, eso que puede

sentirse por una muchacha que nos dice que los vecinos se van a creer, van a

pensar, se van a imaginar que nosotros...



Augusto Lázaro

www.facebook.com/augusto.delatorrecasas



No hay comentarios:

Publicar un comentario