¿de
qué te sirvió el verano, / oh ruiseñor en la nieve?
Julio
Cortázar (Rayuela)
Estoy
parado en una esquina desde donde puedo ver el final de la avenida por la
que
ella puede aparecerse de un momento a otro. Hoy deseo verla como tantas
otras
veces en que la he llamado por teléfono y le he preguntado "¿salimos esta
noche?"
y me ha dicho "ay, querido, esta noche... es que esta noche tengo que ir
a
la empresa a llevar un informe y a discutir unas cosas ahí" y le he
insistido "¿y no
puedes
llevar ese informe mañana?" y me ha ripostado "es que... figúrate...
tú sabes
los
problemas que yo tengo en el trabajo" y yo "sí, yo lo sé, pero bueno,
¿no puedes
mandar
ese informe con alguien?" y ella "esa es la cosa, que hoy fue el
Contador
por
mi oficina y me dijo que no dejara de llevarle el informe esta noche, que se lo
llevara
yo misma, que tenía que hablar conmigo".
--Yo
creo que ese contador está girado para tu cartón.
--Tú
sabes que no.
--O
será que hoy tú no tienes muchos deseos de verme.
--Tú
sabes que sí.
--Entonces...
Y
ella se ha puesto a pensar seguramene con el teléfono pegado a la oreja y un
dedo
en la boca y "no sé... la verdad... deja ver" y después de darle
muela durante
cinco
minutos más ella ha inventado alguna descomposición estomacal y no ha
ido
a la empresa a llevar ese informe y discutir unas cosas ahí. Pero estoy
molesto,
porque
a pesar de mis años, de mi experiencia, de mi sonrisa, etc., siempre he sido
yo
quien ha tenido que esperar en cada cita. El caso es que estoy parado en esta
esquina
desde hace un buen rato y ella no acaba de llegar. Y cuando llegue
seguro
que me mira, me sonríe, y me dice "hola, querido". Y yo le diré
"¿por qué no
me
dices alguna vez mi amor o mi vida o cariño? Para variar, ¿no?" Y ella me
dirá
"no sé... pero tú sabes que aunque yo no te diga esas cosas, yo las
siento". Y
encenderé
un cigarro mientras pasa un ómnibus que no va a ser el que esperamos
para
ir a donde siempre vamos.
=====
--¿Hace
mucho que estás aquí?
Su
voz (ahora real, porque la tengo junto a mí, de cuerpo presente -llegó muy
sigilosa,
sin que me diera cuenta-) me saca de mis rememoraciones, o mejor de mis
elucubraciones,
para usar una palabra más exacta.
--No,
si acabo de llegar -le miento, porque en realidad ya me tenía impaciente y
nervioso.
--Menos
mal, querido -me suelta por fin, con una espléndida sonrisa de verano, a
pesar
de que estamos en invierno.
Entonces
nos ponemos a conversar sobre lo mismo que nos ponemos a conversar
cada
vez que nos vemos y mientras esperamos la dichosa guagua, porque yo sé
que
sería tonto que yo le hablara a ella (nada menos que a ella) de la novela de
William
Saroyan que estoy leyendo, que me parece una gran cosa, o que le dijera
que
no me gustó la interpretación que hizo la orquesta mal llamada sinfónica de la
obertura
Egmont, o que le informara que mañana domingo, después de comer
pizas
y espaguetis en La Fontana Di Trevi iré a ver (por supuesto que jamás le diría
que
con mi mujer) Deus e o Diabo na terra do sol (así mismo en portugués) al
Florencia,
o que le explicara que la teoría del señor Marcuse del amor es una mierda
si
en definitivas ella (nada menos que ella) no va a entender ni hostia, aunque
eso sí,
es
muy dulce y muy tierna y a mí, la verdad, me encanta estar con ella.
=====
La
susodicha guagua penetra en la Avenida del Zoológico (oscura y sugestiva como
un
poema de Ezra Pound) y se envuelve con los árboles que salen de las anchísimas
aceras
y con el murmullo de los insectos y con el susurro de las parejas que pululan
(esa
es la palabra) por los alrededores buscando un poco de tranquilidad para
decirse
o hacerse lo que se dicen y se hacen cuando están tranquilas y no las ve ni
el
sereno del parque. Nos bajamos en el Arbol de la Paz. El amor, después de todo,
es
una cosa bella. Recuerdo un cuento de Oscar Wilde que leí hace veinte años:
"dijo
que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas -lamentábase el joven
estudiante-,
pero en todo mi jardín no hay una sola". Pensar que un ruiseñor tiñó de
rojo
con la sangre de su corazón aquella rosa que el joven estudiante le llevaría a
su
amada...
nada, que Oscar Wilde tenía razón, pero mejor no sigo, porque me veo
diciéndole
al oído un montón de verracadas que ya en los tiempos de mi tía
Filomena
se consideraban picuencias.
=====
Entramos
en la casita de madera (que es el lugar que más nos gusta) después de
subir
la lomita (y también el más propicio) casi tropezando con otras parejas que
seguramente
piensan que la vida no importa un comino si no hay unos ojos, unos
labios,
unas manos, y que es mejor, mucho mejor amar que odiar, y que sería
muchísimo
mejor que esta gran humanidad pudiera dedicarse al amor y no a la
guerra,
como dicen que dijo no sé quién.
--Estás
fumando demasiado, querido.
Me saca por segunda vez de mis pesquisas su
voz dulce y tierna.
--Sí,
creo que sí, que estoy fumando demasiado.
Me
siento junto a ella en el banquito de piedra y miro el interior de la casita
que
tantas
veces nos ha servido de refugio contra "la mierdosa situación del
mundo"
como
dice Cortázar. Boto el cigarro, le aprieto el mollero, la atraigo hacia mí.
--¡Qué
frío! Tengo un frío tremendo y no traje el abrigo, y eso que mami me lo dijo,
que
no saliera sin el abrigo, que iba a pasar frío.
Sus
manos buscan mis manos y su cuerpo el calor de mi cuerpo. Decididamente es
dulce
y tierna, sí. Eso no hay quien se atreva a negarlo.
--Ahorita
vas a sentir calor.
Nos
reímos. Increíble, pienso, las cosas que uno dice. Y que uno hace. Si se
enteran
mis
compañeros del banco me desgracio.
--Traje
caramelos, si quieres.
Ella
cruza las piernas, la abrazo, nos apretamos un poquito, y trato de concentrarme
más
en lo que estoy haciendo.
--No,
ahora no, déjalos para ahorita.
Le
froto el lóbulo de la oreja. A ella le encanta eso. Qué jodedor se ha puesto
este
Cortázar
con eso de ponerle al gato el nombre del filósofo alemán.
--Y
te tengo una sorpresa para después.
Ella
me acaricia. Yo la beso en la mejilla y en el cuello.
--Hueles
rico hoy. ¿Qué te echaste?
Son
maravillosos los sentidos.
--Chico,
no, déjate de estarme oliendo.
Pero
insisto.
--¿Qué
es? No conozco ese perfume.
Ella
se aparta y mira a todas partes, como si estuviéramos en el parque Céspedes.
--Nada,
lo mismo que me echo siempre.
Vuelvo
a apretarla, vuelvo a olerla, y me parece que no, que no es lo mismo.
--No,
eso es algo que tú tenías para una ocasión especial. Vamos, confiésalo.
Pausa
lógica.
--¿Tenías
muchos deseos de verme?
Nos
besamos enfurecidamente y ya sin disimulos ni más preámbulos nos
acariciamos
plenamente mientras el viento ataca los ramajes espesos produciendo
un
sonido como de tormenta lejos que se reparte entre los merenderos vacíos, los
bancos
propicios, la vegetación y las demás casitas de San Juan y la noche y el
tiempo
se olvidan de nosotros, acurrucados aquí en un rinconcito que parece
perdido
del mundo, como perdidas parecen las demás parejas que se acarician, se
poseen,
se devoran, porque piensan que unos ojos, unos labios, unas manos les
hacen
comprender como a nosotros que están vivas, que respiran, aman y forman
parte
de esta maravillosa vida que a pesar de todo es, también, como el amor en
su
totalidad creadora, una cosa bella y digna de vivirse...
--...y
para mí, eso es una entrega, un sacrificio, una demostración de que te quiero,
querido.
--¿Eh?
Salgo
de mis abstracciones (por tercera vez) después de no haber podido
convencerla
(una vez más) y me acuerdo de otra noche igual a ésta porque ahora
me
doy cuenta (otra vez) de que estamos haciendo y discutiendo lo mismo que
hicimos
y discutimos la última noche que estuvimos aquí...
=====
Deben
ser las diez cuando enciendo un cigarro para disipar esta especie de
impasse
acostumbrado.
--No
sé por qué eres así -me dice, con un timbre de voz que sería capaz de
conmover
hasta a Antonio das Mortes.
--Por
favor, no dramatices -le digo, cruzo mis piernas, ella descruza las suyas, y
nos
quedamos
en silencio como si estuviéramos cumpliendo algún rito orientalista.
Pero
fuera de esta casita habrá seguramente otros impasses, otras discusiones, otros
problemas,
y a pesar de todo eso el amor no se detiene.
--Yo
conozco otros casos. Mira: en mi trabajo hay una compañera que se entregó a
un
hombre y después se ha quedado así... -me dice, lamentosamente, como el
cuarto
movimiento de la sexta sinfonía de Tchaikovski.
--Así...
¿cómo?
--Así...
vaya, se quedó así, con el niño, y el hombre nananina.
--¿Con
el niño? ¿Con qué niño? ¿De qué tú estás hablando, criatura?
--Sí,
tú me vas a decir ahora que eso no importa, que la gente siempre habla, que la
opinión,
que esto, que lo otro, pero no. ¡No puede ser!
--Elina...
-pronuncio su nombre con resignación cristiana. Y me parece que yo
también
estoy haciendo la verdadera pavana de la noche.
--¿Qué?
--Mira,
yo creo que lo mejor sería que nosotros...
Pero
me detengo, porque mis palabras suenan tan huecas que yo mismo no las
creo.
--¿Que
nosotros qué?
--No
sé, chica, es que siempre caemos en lo mismo.
--Pero
es que no hace tanto tiempo que estamos saliendo, querido. Tú quieres que
las
cosas vayan demasiado rápido. Le matas la emoción a las cosas.
--¿Y
cuándo vas a ser tú más comprensiva conmigo?
--Cuando
tú seas más comprensivo conmigo -hace una pausa, abre su cartera, y
saca
los caramelos, deliciosamente-. ¿Quieres?
Me alcanza un caramelo con una sonrisa
inocente y monalísica.
--Sí,
dame uno acá.
Otra
pausa, no menos lógica que la anterior.
--Yo
te quiero, chico, no pongas esa cara.
Ni
Cumbres Borrascosas. Si mi madre nos estuviera viendo me diría que estoy
en
decadencia.
--Sí,
sí, ya.
Me
ofrece el caramelo que se ha colocado entre sus dientes y le voy a decir una
barbaridad,
pero la noche está efectivamente hermosa y fría y los minutos que nos
quedan
no pueden convertirse en discusiones estériles (por no decir ya bizantinas) y
decido
que como no soy un estudiante de noveno grado, si esta es la última noche
que
voy a pasar aquí con ella, en vez de ponerme a cantar Reloj como un
enajenado
lo que tengo que hacer es disfrutar al máximo este mínimo placer. Y si no
lo
es, también.
=====
--Bueno,
cuando quieras nos vamos -le digo después de un último intento por
supuesto
inútil. Me arreglo la camisa y el pelo revuelto y no la aprieto contra mí, no
la
abrazo, no la toco.
--¿Ya
tú te quieres ir? -y no me mira.
Se
arregla. Nos ponemos en pie. Suspiramos.
--¿Cuándo
nos vemos otra vez? -me pregunta mientras bajamos la lomita y nos
acercamos
al portón dejando atrás un montón de sensaciones que a pesar de
todo
vamos a recordar por unos días.
--No
sé... deja ver -le respondo, con otro cigarro en la boca y unos deseos
terribles
de
llegar a mi casa y acostarme a dormir junto a mi esposa.
=====
La
Avenida del Zoológico está callada y quieta y como no estamos muy cansados y
no
es muy tarde aún preferimos caminar y meternos en las áreas verdes del reparto
Sueño
hasta llegar a dos escasas cuadras de su casa. Ahí mismo nos miramos a los
ojos,
pensamos lo infantiles que hemos sido otra vez, sentimos deseos de decirnos
montones
de cosas, de volver a encontrarnos mañana o el próximo fin de semana,
y
besarnos y abrazarnos y acariciarnos hasta el delirio como hemos hecho hoy, que
no
importa que en la nueva despedida ella continúe siendo virgen si algún día...
pero
no, volvemos a mirarnos a los ojos y una sonrisa (triste o resignada) suya y
una
mirada
mía (nostálgica o decepcionada) nos hacen pensar que hemos vivido una
noche
igual a tantas otras noches en las que hemos estado al borde de la dicha y
que
la vida ha sido eso y ha sido otra cosa a pesar de unos ojos, unos labios, unas
manos...
=====
Estoy
parado en una esquina esperando el ómnibus que me lleve de regreso a mi
casa.
Fumo. Siento el aire fresco de la noche. Y recuerdo el cuento de Oscar Wilde
que
leí hace veinte años, que después que el ruiseñor tiñó de rojo con la sangre de
su
corazón la rosa aquella, cuando el joven estudiante se la ofreció a su amada,
ésta
le dijo: "temo que esa rosa no vaya bien con mi vestido. Además, el
sobrino del
chambelán
me ha regalado algunas joyas de verdad y es sabido que éstas cuestan
mucho
más que las rosas". Y algo dentro de mí se rebela y pienso que el amor,
después
de todo, nunca será como lo vio el ilustre irlandés cuando terminó su
cuento
diciendo el estudiante: "¡qué cosa más tonta es el amor!" y
metiéndose en su
cuarto
a leer un libro, porque hace apenas un momento ella me decía "te llamo
después
de las cinco" y yo le decía "espero ansioso tu llamada" y nos
separamos a
unas
cuadras de aquí, ya convencidos los dos de que sí, de que mañana mismo,
de
que tal vez (¿o tal vez no?) mañana mismo después de las cinco podamos
comenzar
de nuevo...
Augusto Lázaro
Santiago
de Cuba, 1971
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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