domingo, 5 de junio de 2016

LA ULTIMA NOCHE DE SAN JUAN


¿de qué te sirvió el verano, / oh ruiseñor en la nieve?

Julio Cortázar (Rayuela)



Estoy parado en una esquina desde donde puedo ver el final de la avenida por la

que ella puede aparecerse de un momento a otro. Hoy deseo verla como tantas

otras veces en que la he llamado por teléfono y le he preguntado "¿salimos esta

noche?" y me ha dicho "ay, querido, esta noche... es que esta noche tengo que ir

a la empresa a llevar un informe y a discutir unas cosas ahí" y le he insistido "¿y no

puedes llevar ese informe mañana?" y me ha ripostado "es que... figúrate... tú sabes

los problemas que yo tengo en el trabajo" y yo "sí, yo lo sé, pero bueno, ¿no puedes

mandar ese informe con alguien?" y ella "esa es la cosa, que hoy fue el Contador

por mi oficina y me dijo que no dejara de llevarle el informe esta noche, que se lo

llevara yo misma, que tenía que hablar conmigo".

--Yo creo que ese contador está girado para tu cartón.

--Tú sabes que no.

--O será que hoy tú no tienes muchos deseos de verme.

--Tú sabes que sí.

--Entonces...

Y ella se ha puesto a pensar seguramene con el teléfono pegado a la oreja y un

dedo en la boca y "no sé... la verdad... deja ver" y después de darle muela durante

cinco minutos más ella ha inventado alguna descomposición estomacal y no ha

ido a la empresa a llevar ese informe y discutir unas cosas ahí. Pero estoy molesto,

porque a pesar de mis años, de mi experiencia, de mi sonrisa, etc., siempre he sido

yo quien ha tenido que esperar en cada cita. El caso es que estoy parado en esta

esquina desde hace un buen rato y ella no acaba de llegar. Y cuando llegue

seguro que me mira, me sonríe, y me dice "hola, querido". Y yo le diré "¿por qué no

me dices alguna vez mi amor o mi vida o cariño? Para variar, ¿no?"  Y ella me

dirá "no sé... pero tú sabes que aunque yo no te diga esas cosas, yo las siento". Y

encenderé un cigarro mientras pasa un ómnibus que no va a ser el que esperamos

para ir a donde siempre vamos.



=====



--¿Hace mucho que estás aquí?

Su voz (ahora real, porque la tengo junto a mí, de cuerpo presente -llegó muy

sigilosa, sin que me diera cuenta-) me saca de mis rememoraciones, o mejor de mis

elucubraciones, para usar una palabra más exacta.

--No, si acabo de llegar -le miento, porque en realidad ya me tenía impaciente y

nervioso.

--Menos mal, querido -me suelta por fin, con una espléndida sonrisa de verano, a

pesar de que estamos en invierno.

Entonces nos ponemos a conversar sobre lo mismo que nos ponemos a conversar

cada vez que nos vemos y mientras esperamos la dichosa guagua, porque yo sé

que sería tonto que yo le hablara a ella (nada menos que a ella) de la novela de

William Saroyan que estoy leyendo, que me parece una gran cosa, o que le dijera

que no me gustó la interpretación que hizo la orquesta mal llamada sinfónica de la

obertura Egmont, o que le informara que mañana domingo, después de comer

pizas y espaguetis en La Fontana Di Trevi iré a ver (por supuesto que jamás le diría

que con mi mujer) Deus e o Diabo na terra do sol (así mismo en portugués) al

Florencia, o que le explicara que la teoría del señor Marcuse del amor es una mierda

si en definitivas ella (nada menos que ella) no va a entender ni hostia, aunque eso sí,

es muy dulce y muy tierna y a mí, la verdad, me encanta estar con ella.



=====



La susodicha guagua penetra en la Avenida del Zoológico (oscura y sugestiva como

un poema de Ezra Pound) y se envuelve con los árboles que salen de las anchísimas

aceras y con el murmullo de los insectos y con el susurro de las parejas que pululan

(esa es la palabra) por los alrededores buscando un poco de tranquilidad para

decirse o hacerse lo que se dicen y se hacen cuando están tranquilas y no las ve ni

el sereno del parque. Nos bajamos en el Arbol de la Paz. El amor, después de todo,

es una cosa bella. Recuerdo un cuento de Oscar Wilde que leí hace veinte años:

"dijo que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas -lamentábase el joven

estudiante-, pero en todo mi jardín no hay una sola". Pensar que un ruiseñor tiñó de

rojo con la sangre de su corazón aquella rosa que el joven estudiante le llevaría a su

amada... nada, que Oscar Wilde tenía razón, pero mejor no sigo, porque me veo

diciéndole al oído un montón de verracadas que ya en los tiempos de mi tía

Filomena se consideraban picuencias.



=====



Entramos en la casita de madera (que es el lugar que más nos gusta) después de

subir la lomita (y también el más propicio) casi tropezando con otras parejas que

seguramente piensan que la vida no importa un comino si no hay unos ojos, unos

labios, unas manos, y que es mejor, mucho mejor amar que odiar, y que sería

muchísimo mejor que esta gran humanidad pudiera dedicarse al amor y no a la

guerra, como dicen que dijo no sé quién.

--Estás fumando demasiado, querido.

 Me saca por segunda vez de mis pesquisas su voz dulce y tierna.

--Sí, creo que sí, que estoy fumando demasiado.

Me siento junto a ella en el banquito de piedra y miro el interior de la casita que

tantas veces nos ha servido de refugio contra "la mierdosa situación del mundo"

como dice Cortázar. Boto el cigarro, le aprieto el mollero, la atraigo hacia mí.

--¡Qué frío! Tengo un frío tremendo y no traje el abrigo, y eso que mami me lo dijo,

que no saliera sin el abrigo, que iba a pasar frío.

Sus manos buscan mis manos y su cuerpo el calor de mi cuerpo. Decididamente es

dulce y tierna, sí. Eso no hay quien se atreva a negarlo.

--Ahorita vas a sentir calor.

Nos reímos. Increíble, pienso, las cosas que uno dice. Y que uno hace. Si se enteran

mis compañeros del banco me desgracio.

--Traje caramelos, si quieres.

Ella cruza las piernas, la abrazo, nos apretamos un poquito, y trato de concentrarme

más en lo que estoy haciendo.

--No, ahora no, déjalos para ahorita.

Le froto el lóbulo de la oreja. A ella le encanta eso. Qué jodedor se ha puesto este

Cortázar con eso de ponerle al gato el nombre del filósofo alemán.

--Y te tengo una sorpresa para después.

Ella me acaricia. Yo la beso en la mejilla y en el cuello.

--Hueles rico hoy. ¿Qué te echaste?

Son maravillosos los sentidos.

--Chico, no, déjate de estarme oliendo.

Pero insisto.

--¿Qué es? No conozco ese perfume.

Ella se aparta y mira a todas partes, como si estuviéramos en el parque Céspedes.

--Nada, lo mismo que me echo siempre.

Vuelvo a apretarla, vuelvo a olerla, y me parece que no, que no es lo mismo.

--No, eso es algo que tú tenías para una ocasión especial. Vamos, confiésalo.

Pausa lógica.

--¿Tenías muchos deseos de verme?

Nos besamos enfurecidamente y ya sin disimulos ni más preámbulos nos

acariciamos plenamente mientras el viento ataca los ramajes espesos produciendo

un sonido como de tormenta lejos que se reparte entre los merenderos vacíos, los

bancos propicios, la vegetación y las demás casitas de San Juan y la noche y el

tiempo se olvidan de nosotros, acurrucados aquí en un rinconcito que parece

perdido del mundo, como perdidas parecen las demás parejas que se acarician, se

poseen, se devoran, porque piensan que unos ojos, unos labios, unas manos les

hacen comprender como a nosotros que están vivas, que respiran, aman y forman

parte de esta maravillosa vida que a pesar de todo es, también, como el amor en

su totalidad creadora, una cosa bella y digna de vivirse...

--...y para mí, eso es una entrega, un sacrificio, una demostración de que te quiero,

querido.

--¿Eh?

Salgo de mis abstracciones (por tercera vez) después de no haber podido

convencerla (una vez más) y me acuerdo de otra noche igual a ésta porque ahora

me doy cuenta (otra vez) de que estamos haciendo y discutiendo lo mismo que

hicimos y discutimos la última noche que estuvimos aquí...



=====



Deben ser las diez cuando enciendo un cigarro para disipar esta especie de

impasse acostumbrado.

--No sé por qué eres así -me dice, con un timbre de voz que sería capaz de

conmover hasta a Antonio das Mortes.

--Por favor, no dramatices -le digo, cruzo mis piernas, ella descruza las suyas, y nos

quedamos en silencio como si estuviéramos cumpliendo algún rito orientalista.

Pero fuera de esta casita habrá seguramente otros impasses, otras discusiones, otros

problemas, y a pesar de todo eso el amor no se detiene.

--Yo conozco otros casos. Mira: en mi trabajo hay una compañera que se entregó a

un hombre y después se ha quedado así... -me dice, lamentosamente, como el

cuarto movimiento de la sexta sinfonía de Tchaikovski.

--Así... ¿cómo?

--Así... vaya, se quedó así, con el niño, y el hombre nananina.

--¿Con el niño? ¿Con qué niño? ¿De qué tú estás hablando, criatura?

--Sí, tú me vas a decir ahora que eso no importa, que la gente siempre habla, que la

opinión, que esto, que lo otro, pero no. ¡No puede ser!

--Elina... -pronuncio su nombre con resignación cristiana. Y me parece que yo

también estoy haciendo la verdadera pavana de la noche.

--¿Qué?

--Mira, yo creo que lo mejor sería que nosotros...

Pero me detengo, porque mis palabras suenan tan huecas que yo mismo no las

creo.

--¿Que nosotros qué?

--No sé, chica, es que siempre caemos en lo mismo.

--Pero es que no hace tanto tiempo que estamos saliendo, querido. Tú quieres que

las cosas vayan demasiado rápido. Le matas la emoción a las cosas.

--¿Y cuándo vas a ser tú más comprensiva conmigo?

--Cuando tú seas más comprensivo conmigo -hace una pausa, abre su cartera, y

saca los caramelos, deliciosamente-. ¿Quieres?

 Me alcanza un caramelo con una sonrisa inocente y monalísica.

--Sí, dame uno acá.

Otra pausa, no menos lógica que la anterior.

--Yo te quiero, chico, no pongas esa cara.

Ni Cumbres Borrascosas. Si mi madre nos estuviera viendo me diría que estoy en

decadencia.

--Sí, sí, ya.

Me ofrece el caramelo que se ha colocado entre sus dientes y le voy a decir una

barbaridad, pero la noche está efectivamente hermosa y fría y los minutos que nos

quedan no pueden convertirse en discusiones estériles (por no decir ya bizantinas) y

decido que como no soy un estudiante de noveno grado, si esta es la última noche

que voy a pasar aquí con ella, en vez de ponerme a cantar Reloj como un

enajenado lo que tengo que hacer es disfrutar al máximo este mínimo placer. Y si no

lo es, también.



=====



--Bueno, cuando quieras nos vamos -le digo después de un último intento por

supuesto inútil. Me arreglo la camisa y el pelo revuelto y no la aprieto contra mí, no

la abrazo, no la toco.

--¿Ya tú te quieres ir? -y no me mira.

Se arregla. Nos ponemos en pie. Suspiramos.

--¿Cuándo nos vemos otra vez? -me pregunta mientras bajamos la lomita y nos

acercamos al portón dejando atrás un montón de sensaciones que a pesar de

todo vamos a recordar por unos días.

--No sé... deja ver -le respondo, con otro cigarro en la boca y unos deseos terribles

de llegar a mi casa y acostarme a dormir junto a mi esposa.



=====



La Avenida del Zoológico está callada y quieta y como no estamos muy cansados y

no es muy tarde aún preferimos caminar y meternos en las áreas verdes del reparto

Sueño hasta llegar a dos escasas cuadras de su casa. Ahí mismo nos miramos a los

ojos, pensamos lo infantiles que hemos sido otra vez, sentimos deseos de decirnos

montones de cosas, de volver a encontrarnos mañana o el próximo fin de semana,

y besarnos y abrazarnos y acariciarnos hasta el delirio como hemos hecho hoy, que

no importa que en la nueva despedida ella continúe siendo virgen si algún día...

pero no, volvemos a mirarnos a los ojos y una sonrisa (triste o resignada) suya y una

mirada mía (nostálgica o decepcionada) nos hacen pensar que hemos vivido una

noche igual a tantas otras noches en las que hemos estado al borde de la dicha y

que la vida ha sido eso y ha sido otra cosa a pesar de unos ojos, unos labios, unas

manos...



=====



Estoy parado en una esquina esperando el ómnibus que me lleve de regreso a mi

casa. Fumo. Siento el aire fresco de la noche. Y recuerdo el cuento de Oscar Wilde

que leí hace veinte años, que después que el ruiseñor tiñó de rojo con la sangre de

su corazón la rosa aquella, cuando el joven estudiante se la ofreció a su amada,

ésta le dijo: "temo que esa rosa no vaya bien con mi vestido. Además, el sobrino del

chambelán me ha regalado algunas joyas de verdad y es sabido que éstas cuestan

mucho más que las rosas". Y algo dentro de mí se rebela y pienso que el amor,

después de todo, nunca será como lo vio el ilustre irlandés cuando terminó su

cuento diciendo el estudiante: "¡qué cosa más tonta es el amor!" y metiéndose en su

cuarto a leer un libro, porque hace apenas un momento ella me decía "te llamo

después de las cinco" y yo le decía "espero ansioso tu llamada" y nos separamos a

unas cuadras de aquí, ya convencidos los dos de que sí, de que mañana mismo,

de que tal vez (¿o tal vez no?) mañana mismo después de las cinco podamos

comenzar de nuevo...



Augusto Lázaro


Santiago de Cuba, 1971

www.facebook.com/augusto.delatorrecasas










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