Cuántas
veces he deseado perder la memoria, no acordarme de nada ni de nadie,
arrancarme
del recuerdo las lágrimas, las penas, los dolores, los dolores morales y los
físicos,
que no sé cuáles son peores, y que a ambos los he padecido con creces.
Pero
inútil empeño, no se puede borrar el pasado, no se puede ni siquiera olvidar el
pasado,
y mi pasado no tiene una sola circunstancia por la que pueda encender
fuegos
artificiales para celebrarlo. Ni aun aquellos años en que yo creí que era
feliz,
cuando
era una niña y mi mamá me peinaba por las noches antes de acostarme.
Pero
estos últimos años yo los he vivido esperándote, esperándote siempre, noche
por
noche, en la misma puerta de mi casa, y me parece que yo era otra vez aquella
muchachita
que esperaba a Tony, hace más de diez años, antes de imaginarme
que
el amor podía ser lo más horrible o lo más hermoso de la vida. Es que yo me
imaginaba
que podías existir, que yo podía encontrarte, y esa sensación metida tan
dentro
de mí se mantuvo, a pesar de tantos sinsabores y tantos desengaños, hasta
que
apareciste, aquella noche a la salida de la escuela. Ya ves, cuando ya no
estaba
tan segura de encontrarte. Pero te encontré. Te encontré y me enamoré de
ti,
Basilio, me enamoré de ti como la muchachita que se había enamorado de Tony,
pero
también como la mujer que ahora soy, como la madre que siempre seré y
cómo
no, como la hembra urgida de cariño y de pasión, y esa esperanza que tú
alimentaste,
con alzas y bajas, se mantuvo hasta hoy, luchando contra el mal sabor
de
boca que me dejaron otros amores anteriores. Todo el tiempo anterior a ti
pertenece
a la nostalgia. Cuando tú no existías yo me iba a la playa por las tardes al
salir
del trabajo, y en la playa me sentaba en un tronco cerca de las cabañitas
donde
había estado con René, pero no dejaba que nadie se acercara a mí. Y así
me
pasaba las horas en éxtasis hasta que oscurecía y me quedaba sola rodeada de
sombras
y recuerdos, pero también de ilusiones. La vida se me complicó y me
convertí
en una autómata que iba al trabajo y a la escuela por costumbre, casi sin
saber
lo que hacía, lo que veía, lo que oía, y cansada todo el tiempo con muy
pocos
momentos de sonrisas y alegrías, con Plácido sobre todo, que me ayudó
bastante
a salir del marasmo. Pero Plácido fue mi amigo y lo que yo necesitaba no
era
un amigo. Entonces apareciste tú y mi vida cambió, no sé si para bien o para
mal,
porque no tuve tiempo ni para idealizarte, te conocí, te acepté, me enamoré
como
una tonta, te deseé como una gata ruina, asumí tu situación civil y tus
problemas,
y hasta tus defectos los encontré pasables, especialmente ese complejo
de
superioridad que no puedes disimular en ninguna ocasión. En fin, que lo que me
diste
fue mucho más que lo que me quitaste, por eso contigo fui feliz, sabiendo que
nunca
te dedicarías a mí sólamente, pero el amor es así, y cuando a una mujer le
gusta
un hombre no hay situación que valga, ni fuerza, ni dificultad, ni impedimenta.
Mi
entrega fue total, la tuya bastante que me costó que lo fuera o casi, y el
resultado
de esa entrega total es que me he puesto en este estado lamentable en
el
que estoy, porque el amor a veces mata, querido mío, y el nuestro es demasiado
fiero
para que los dos salgamos de él ilesos, y como yo soy la más débil ya no tengo
dudas
de que seré yo la víctima de tanto erotismo sin freno. Pero no me importa
nada
ya. Recordar lo que pasamos juntos me basta para curar todos los males que
el
amor pudiera haberme generado, las veces que corriste conmigo para el cuerpo
de
guardia cuando me desvanecía entre tus brazos ahogada por el asma, las citas
en
la Plaza de Dolores a la salida de la escuela, los infinitos cafés que nos
tomábamos
en La Isabelica, nuestras escapadas al cine, al teatro aquella noche
con
Bertica, al parque, a casa de Zenaida cada vez que a mí me caía un gorrión,
porque
tú me decías que Zenaida quitaba los pesares nada más que con su cara,
las
discusiones con Charito y su novio militar, que en definitivas ganó él, como
era de
esperar,
tus apariciones sorpresivas y tus desapariciones imperdonables, aquellos
amaneceres
en el patio de mi casa, tomándonos hasta el último buchito de café y
fumando
del mismo cigarro, y ese viaje que hicimos a Las Tunas, a ese lugar que me
deslumbró
por su naturaleza salvaje domada por el hombre, y donde me enseñaste
que
si en Cuba nevara tal vez yo estaría bajo tierra y tú no me hubieras conocido,
por
mis disparates incontrolables, como me dijiste cuando mirábamos caer la lluvia
desde
la ventana de nuestra cabañita, ¿te acuerdas?, y yo deseando que en lugar
de
lluvia fuera nieve, tonta que era y soy y seré hasta que me muera, pues eso no
se
quita
ni con mil rezos a Santa Clotilde, y las veces que nos encontrábamos con mis
amigos
que no te caían bien o con los tuyos que sin embargo no me molestaban.
Me
siento como la protagonista del poema de Campoamor que a tu madre le
gustaba
y que tu padre consideraba cursi, me rebelo a morir, pero es preciso, / el
triste
vive y el dichoso muere. / Cuando quise morir, Dios no lo quiso, / hoy, que
quiero
vivir, Dios no lo quiere. Cómo se nos ha ido el tiempo. Ah. En fin, querido mío,
para
qué recordar. Tú mismo me lo enseñaste, que el pasado no se puede borrar,
pero
tampoco se puede repetir. Y yo me
pregunto si saldré airosa de esta crisis, si
podré
recuperarme, si lograré ser otra vez la que tú conociste aquella noche a la
salida
de la escuela. Quizás el amor nos haya sorprendido demasiado tarde. Tengo
miedo
de no poder realizar ninguno de mis sueños. Sí, tengo mucho miedo, a pesar
de
que tú me dices, me repites que no sea tonta, que claro que podré recuperarme,
ser
la misma, realizar mis sueños, pero pienso que me engañas, que mis sueños se
ahogan
en esta realidad que no tiene marcha atrás. Como dice ese autor
americano
del libro que me regalaste aquella vez por uno de mis cumpleaños: amor
y
dolor son una sola cosa y el valor del amor es la suma que se paga por él y
cada
vez
que se consigue barato uno se está engañando, pero yo no lo conseguí barato,
sino
demasiado caro, y eso no te lo dije cuando te despediste por tu viaje a Europa,
que
no sabías cuándo regresarías, y yo pensé que quizás no querías regresar
creyendo
que yo me iría de Cuba y tú te quedarías aquí de un plumazo. Ay,
querido.
Los días pasaban y yo hacía un esfuerzo para rescatar la última esperanza,
con
ayuda de Plácido, que viene a verme casi a diario para contagiarme con su
risa,
y cuando se va no se entera de que la risa se convierte en lágrimas de dolor,
de
impotencia
y de rabia ante una situación que yo no puedo resolver. Luego la
soledad
se encarga de machacarme con que lo que queda de mí son recuerdos.
Nada
más que recuerdos. Recuerdos que trato de apartar inútilmente, reducida a
un
cuerpo poco móvil, en esta cama blanca de este hospital blanco rodeada de
enfermeras
y médicos vestidos de blanco, donde estoy ingresada desde hace no sé
cuánto
tiempo...
(finalizará
la semana próxima)
Augusto Lázaro
www.facebook.com/augusto.delatorrecasas
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