Cuando
le doy la última toma a Bertica, la acuesto, y ella se queda rendida en su
cuna,
me siento tan cansada que no sé qué hacer, y para colmo no tengo ni una
gota
de sueño. Entonces me pongo a ver la tele, pero todo lo que pasan por la tele
es
una mierda que no hay quien se la dispare. Un aparato inútil, política y más
política
y nada más. Enciendo el radio, pero igual, política, y las canciones que
me
sé de memoria, muchas de ellas de contenido político. Aquí no existe nada que
no
tenga que ver con la política. Mierda. Me queda el tocadiscos, pero no me gusta
la
música tan bajito y no quiero hacer bulla, por Bertica y por los vecinos que se
ponen
con sus cosas, aunque ellos hacen bastante. Así se me van las horas, viendo
revistas
viejas, tomando café, aspirinas cuando me duele la cabeza, de la sala a la
cocina,
de la cocina al patio, del patio a la sala por el corredor, y ni siquiera se me
ocurre
llamar a Aleida y conversar con ella un rato. Estoy de anjá. Y cuando ya no
puedo
más y me tiro en la cama empieza lo peor: la tía Emilia y el gato negro se me
confunden
en los recuerdos, que si la tía, que si el gato, que si la tía se convierte en
gato
negro para asustarme por las noches, que si el gato se convierte en una vieja
horrible
en su silla de ruedas para aterrorizarme, y a veces ya no estoy segura de que
la
tía Emilia haya estado aquí, o si todo fue un sueño, una de esas pesadillas que
me
atormentan
casi a diario, ni sé con certeza si ese gato negro del demonio se comió
mi
carne o si son cosas que yo me he imaginado, y cada vez que me pongo a
pensar
en todo eso me da un dolor de cabeza del carajo y tengo que tomarme dos
aspirinas
para poder dormir un rato. Pero cuando me duermo vuelvo a tener las
mismas
pesadillas, y la tía y el gato se me acercan juntos, amenazantes, con sus
uñas
larguísimas y sus colmillos afilados, y no sé cuál es uno y cuál es otro, pero
de
pronto
los dos se transforman en un monstruo enorme, horrible, muy viejo, que va
derramando
chorros de una sangre negra por la nariz y por la boca, y los huesos, las
uñas,
los colmillos, el bastón, el cuchillo, la sangre... entonces me despierto dando
gritos...
No sé cómo no se despiertan los vecinos... Cuando me tranquilizo y me
levanto
camino por toda la casa para comprobar que todo ha sido un sueño, y un
silencio
sobrecogedor envuelve todos los rincones. Bertica en su cuna, durmiendo,
siempre
ajena a todo. Y aunque encienda todas las luces de la casa sigo en la
oscuridad
y en el silencio. Tomo café, hojeo una revista, me echo agua en la cara,
tengo
que dormir, tengo que dormir en paz sin tener que tomarme las pastillas, sí,
quiero
soñar otra vez con la nieve, quiero olvidarme del silencio, de la soledad, del
gato,
de la vieja, del telegrama, de todo. ¡De todo, coño! Ah, ya lo tengo: tan
pronto
Aurelia se lleve a Bertica para el Internado me voy a poner lo primero que
encuentre
y a la calle de cabeza. Porque aquí metida sin la niña no hay quien me
libre
del siquiátrico. A la calle. Y en la calle me iré derechito hasta la casa de
Marina.
Pues
sí señor, que bastantes veces que me dijo mi mamá que cuando tuviera algún
problema
serio fuera a ver a Marina. Aunque yo no tengo mucha confianza con esa
gente,
no sé por qué me da por eso, pero Marina era la mejor amiga que tenía mi
mamá,
sí, mi amorcito, si tú tienes un problema que no puedas resolver, corre a casa
de
Marina, que ella te va a ayudar. La casa de Marina es un caserón muy grande y
muy
viejo, tipo americano, rodeado de jardines por los cuatro costados, pero los
jardines
ya no tienen flores, todas las maticas están patisecas. Me acuerdo de que
cuando
yo era una niña venía aquí algunas veces, casi siempre con mi padre. Sí,
ahora
me acuerdo muy bien, porque mi padre nunca me sacaba a ningún sitio
como
sacaba a mis hermanos, pero a veces me decía hija, vamos a casa de
Marina,
y me traía aquí, sobre todo cuando mi mamá estaba enferma, que era la
mayoría
de las veces. Yo no sé qué le entraba a mi padre algunas veces con
traerme
aquí. Yo me quedaba encantada con tantas flores de tantos colores que
había
en los jardines, y mientras yo me entretenía con las flores y con las maticas,
mi
padre
y Marina entraban en la casa, cerraban la puerta principal, y cuando pasaba
un
ratico y yo quería entrar y tocaba, mi padre gritaba desde adentro que me
quedara
en el portal jugando un rato más, que ya me llamaría. Ahora me acuerdo,
sí.
Ah, pero cuando era mi mamá quien me traía, yo recorría todas las habitaciones
de
la casa, jugaba con Anita, que era casi un bebito todavía, y salíamos al
corredor
y
al jardín, y cuando nadie me estaba mirando yo arrancaba una flor y la
escondía,
y
después me la llevaba para mi casa, porque desde niña me gustaron las flores,
por
eso
ahora cada vez que puedo me pongo una flor en el pelo... Después no sé qué
pasó
que mis padres no me trajeron más, aunque a veces Marina se aparecía allá
en
la casa y se metía en el cuarto a hablar con mi mamá... Y ahora estoy aquí otra
vez,
después de tantos años, sin mi mamá, sin mi padre, sin flores. Hace mucho
tiempo
que no sé nada de esta gente, desde que se fueron mis padres. La casa está
en
silencio y se ve algo abandonada, como si fuera una casa deshabitada. La verja
de
hierro, el corredor, las puertas y las ventanas, todo sigue igual al parecer,
pero un
poco
más viejo y más gastado o descuidado, como si nadie se ocupara de esto.
Las
casas, cuando nadie se ocupa de ellas, envejecen mucho más rápido. Como las
personas.
Como me ha pasado a mí. Cruzo los
restos del jardín y me acerco a la
puerta
principal. Estoy nerviosa, pero toco. No voy a echarme atrás aunque el
miedo
me paralice. No sé por qué, pero esta casa me da miedo. Además, es la
primera
vez que vengo sola y en esta casa hay un silencio muy parecido al
silencio
de mi casa y eso no me gusta ni un poquito. Toco otra vez. El silencio me
da
miedo, como la soledad, como la noche, como el sueño, como los gatos
negros.
Todavía están aquí los cuatro balances blancos de madera y rejilla, no tan
blancos
ya. Se ven destartalados. Aquí todo se ve destartalado. ¿Qué pasará con
esta
casa? Pero estoy segura de que no me he equivocado, es aquí, número tres,
aquí
mismo, recuerdo la fachada. Esta es la casa de Marina. Ah, me estoy dejando
impresionar
por gusto. Aquí tiene que haber alguien. Toco por tercera vez, más
fuerte,
y me doy cuenta de que la puerta principal está entornada y eso quiere
decir
que adentro hay alguien. Pero nadie responde. Entonces me lleno de valor y
llamo
a Marina una vez, dos veces, tres veces en voz alta, y nada. Casi sin darme
cuenta
empujo la puerta y paso. El miedo y el valor se confunden, a veces van
juntos
a buscar algo imprevisto, unas veces vence uno, otras vence el otro. Pero
cuando
me veo dentro de la sala me asusto mucho más y casi lanzo un grito, como
en
las películas de terror. Llamo a Marina una vez más y nada. Cuando estoy ya
decidida
a salir de aquí, convencida de que no hay nadie y de que se olvidaron de
cerrar
la puerta, me fijo en la puerta del cuarto que está junto a la sala: hay una
luz
muy
suave, algo raro, que no sé qué diablos es. Esa puerta también está entornada.
Es
como si dentro hubiera alguien despertándose en este momento, porque oigo
murmullos
o algo así. No sé cómo me atrevo, pero me acerco, empujo la puerta y
entonces
me quedo paralizada del miedo, porque con la luz de una lamparita de
noche
que apenas ilumina el cuarto veo una muchacha muy delgada, rascándose
la
cabeza, que me mira con desgano, como no distinguiéndome del todo. La
muchacha
se está poniendo un pulóver apretadísimo, porque estaba con las tetas
al
aire, y debajo sólo tiene un blúmer estrechísimo y nada más. Por fin me decido,
ya
que ella casi ni me nota, y le pregunto por Marina. Antes de contestarme la
muchacha
enciende la luz fuerte del cuarto, me mira más detenidamente, bosteza,
y
se estira el pulóver, dando la impresión de que debajo no tiene nada más
puesto.
Todo
se le marca, sus senos sobresalen con las puntas de los pezones delineados
debajo
de la tela casi transparente, y en el borde inferior del pulóver creo ver los
vellitos
del pubis, qué es esto, madre mía. ¿Tú no sabes nada? ¿Quién eres tú?,
me
dice la muchacha, mirándome fijamente. ¿Nada de qué? ¿Le pasó algo a
Marina?
Y antes de acercarse a mí para seguir hablándome, la muchacha saca un
cigarro
de una caja aplastada que está encima de la mesita de noche, lo
enciende,
se me acerca y me lanza una bocanada a la cara con fuerza y
desparpajo.
Yo retrocedo hasta la puerta, con deseos de echarme a correr y salir de
esta
casa. Marina está presa. Todos están presos. Los cogieron cuando se iban en
una
lancha con los Izaguirre. ¿Quién coño eres tú?...
(continuará)
Augusto Lázaro
@augustodelatorr
http://laenvolvencia.blogspot.com