La vecina la encontró tirada en el
suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.
Cuando pudo reaccionar tras la
impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la
cabeza entre las manos, ensartando
palabras de consternación y aliento, tratando
de levantarla y colocarla en el sofá, y
cuando lo logró, miró a todas partes, como
buscando algo o alguien que la ayudara a
atenderla. Había oído gritos y golpes
que le hicieron temer lo peor, lo
acostumbrado, pues no era la primera vez que eso
sucedía. Se sentó junto a ella, y sin
preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía
muy bien, sólo atinó a exclamar:
"¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi
amiga", y sin poder evitarlo
comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que
ahora sustituía los quejidos de su
amiga. Entonces le dijo:
--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a
soportar esta situación?
En el Congreso de los Diputados, el
portavoz del gobierno lanzaba improperios que
él consideraba críticas justas contra el
principal partido de la oposición, que era en
realidad el único, pues todos los demás
minoritarios se habían puesto de parte del
mandamás de turno, lo que era muy común
en los cobardes y en los oportunistas.
Cuando tocó el turno al portavoz del
único partido de la oposición, éste comenzó
a lanzar improperios que consideró
críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus
secuaces, provocando una señora
algarabía, una más, entre los asistentes, aunque
éstos ya no se asombraban por tales
minucias. La mañana había estado movida,
plagada de gritos, aplausos, abucheos,
silbidos, golpes en los escaños y alguna que
otra ausencia de los llamados padres
de la patria, nombre algo irónico si se tiene
en cuenta lo mal que en realidad querían
a sus hijos estos próceres que ocupaban
su tiempo en insultarse mutuamente, como
buenos políticos, y ni se acordaban de
que existía una patria a la que tenían
que dedicar sus vidas por entero, pues para
eso habían sido elegidos, unos por votos
y otros por dedos, pero daba lo mismo:
todos tenían en común su convencimiento
de que cada cual tenía la razón, de
que cada cual era el dueño de los
caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo
que los demás, naturalmente, estaban
equivocados. A las dos de la tarde seguía
activo el ring, sin que se vislumbrara
un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera
del sagrado recinto, el único perdedor
era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar
ese mísero detalle? Curiosamente, sus
señorías no habían conversado ni un minuto
sobre el fútbol en los intermedios de
las sesiones.
Muchas veces habían conversado sobre esa
situación, insostenible según la vecina
y demasiado prolongada según su madre y
algún que otro familiar cercano. Pero
Julia no se decidía a hacer nada para
poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que
ese día ya no pudo más y por consejos y
alientos de su vecina y amiga, tomó una
decisión:
--Iré a la policía. Tú tienes razón,
esto no puedo seguir aguantándolo.
En la Comisaría presentó la denuncia,
rellenó el formulario correspondiente, y oyó
que le prometían tomar nota de su caso.
Para ella tomar nota no significaba nada,
pero al menos salió de la Comisaría con
un poco de alivio. No le duró mucho: al
llegar a su casa, el hombre la estaba
esperando. Un detalle que habían olvidado
ella y su amiga del piso colindante:
cambiar la cerradura, detalle que estuvieron
lamentando muchos días después de aquél
en que ella regresara de la Comisaría
y el hombre le propinara la paliza más
brutal que ella había recibido. Desde que
por fin él se había ido de la casa sólo
había vuelto un par de veces, y en ambas sólo
había vuelto para insultarla, golpearla
y romper algunas cosas que él argumentaba
que eran suyas, pues las había pagado
mientras vivió con ella allí. La paliza esta
vez fue tan bestial que ella perdió el
conocimiento, y no se enteró de que algunos
vecinos, al oír los golpes, los ruidos y
los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El
hombre salió y les pasó por delante,
ignorando los insultos que varias mujeres le
gritaron, muy airadas, y las protestas
de algunos hombres que no se sintieron con
valor para enfrentarse a aquel
mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían
competir con los de Arnold
Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no
podía hablar. No podía ni siquiera
llorar.
Los magistrados comentaban el partido de
fútbol de la noche anterior, en el que
el equipo estrella se había dejado meter
nada menos que tres goles, provocando
reacciones furiosas en sus fans, tan
furiosas que uno de los deportistas recibió en la
frente un botellazo lanzado desde el
graderío enardecido. Porque perder en propia
casa no se lo perdonaban ni al mejor
futbolista millonario que casi no sabía articular
palabras cuando lo entrevistaban en la
tele.
--Es una vergüenza. Con lo que les pagan
y mira qué chorrada.
--Ya. Me imagino lo que sucedería si a
este equipo le sacaran los extranjeros que son
los que le dan los pocos triunfos que
tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso
del público también es una vergüenza.
Vamos a tener que hacer algo al respecto.
--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse.
¿Otra cañita?
Ambos jueces, pasados de peso y de
tripa, con rostros del color del tomate maduro,
se repocharon en los pullmans mientras
se deleitaban con un filme de acción en el
vídeo del televisor de pantalla plana
colocado en el salón del magistrado mayor.
Su invitado le había comentado que él
también pensaba comprarse uno igual. De
algunos asuntos pendientes no hablaron.
Entre ellos estaba la última denuncia por
malos tratos recibida días atrás, pero
entre tantas, ¿quién podía acordarse?
Les costó mucho esfuerzo convencerla,
pero los reporteros del canal 3 conquistaron
a Julia para acudir a una entrevista
donde pudiera denunciar a su maltratador ante
todo el país.
--Señora, créame, lo que sale en la tele
se resuelve. Los que mandan le tienen terror
a la tele, a lo que dice, y sobre todo,
a que sus nombres, y mucho más sus caretos,
salgan en la pantalla chica. Créame, no
se va a arrepentir.
Y llegó la noche de la entrevista. Hacía
muchos días que Julia no sabía nada de su
ex y estaba preocupada, pensando siempre
lo peor. La vecina la acompañó al
plató, donde no la maquillaron, con el
fin de que pudiera mostrar los moretones
de la última paliza ante las cámaras. En
su familia hubo voces que la aconsejaron
que no fuera, pero la mayoría la apoyó,
al igual que casi todos sus vecinos que
conocían la tragedia. Era un paso que
había pensado bastante, pero su situación
no podía continuar así. Porque su vida
peligraba y ella no sabía a quién podía ya
acudir.
--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más.
Por favor, necesito que me ayuden. Ese
hombre me ha amenazado varias veces y me
va a matar. Por Dios que sí, me va a
matar. Por favor... necesito que me
ayuden...
Habían formado un grupito en la
cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías
con sus armas cortas, comentando un
partido de fútbol y el coche nuevo que se
había comprado uno de ellos, dos de los
cuales fumaban pitillos, precisamente
frente a la pared donde había una señal
de prohibido fumar. Cerca del grupo se
veía a varios viajeros con cigarros en
las bocas, pero nadie se daba por enterado.
Uno de ellos los miró y cambió de tema.
--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente
sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?
--Hombre, podíamos multarlos, eso está
prohibido.
--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles.
En primera, que esa multa no la van a pagar
jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te
dicen que te han visto fumando aquí mismo?
--Bueno, pero...
--Mira, tío, esto es como todo: esto de
las prohibiciones es un paripé, nadie cumple
nada y además, ¿para qué vamos a
buscarnos problemas, si cuando tú detienes
a un delincuente, al día siguiente el
juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el
mundo, tío, que este mundo no hay quien
lo arregle.
Al día siguiente de su comparecencia por
televisión, Julia sintió unos golpes fuertes
en la puerta. Enseguida supo que se
trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,
pero el hombre, al darse cuenta de que
su llave no servía, comenzó a llamarla a
toda voz y a dar golpes estruendosos en
la puerta.
--Abreme, Julia, que sé que estás ahí.
Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo
que quiero es llevarme algunas cosas que
tengo y nada más. Vamos, ábreme, no
empieces a cabrearme. Acaba de abrirme
de una vez, recoño. ¡Joder!
Mientras Julia temblaba, alejándose de
la puerta, el hombre se desesperó. En esa
planta no había casi nadie a esa hora y
la vecina estaba en su trabajo. El hombre
insistió una vez más, y al ver que no
podía lograr que ella le abriera, le dio una
patada a la puerta.
Las calles estaban, como siempre, llenas
de gente que caminaba de prisa. Frente a
la tienda El Corte Inglés, dos mujeres
maduras comentaban las rebajas, otras más
jóvenes hojeaban revistas de famosos y
de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin
dificultades a esa hora temprana. El
ruido y el polvo campeaban en todos los
rincones. Un hombre joven, vestido como
un espantapájaros, lograba sonrisas en
los menos exigentes que lo miraban
admirados. Un pequeño grupo esperaba el
semáforo para cruzar. En la parada del
autobús se agrupaba mucha gente de
mirada ansiosa, esperando y comentando
la tardanza en esa línea, que según un
hombre joven y algo escuálido, era la
peor de la ciudad. No había ningún niño
alrededor. Los vendedores ambulantes
pregonaban sus ofertas, colocadas sobre
mantas y sábanas en las aceras de la
concurrida calle. El día estaba nublado, pero
no acababa de llover. Muchos jóvenes
hablaban por sus móviles, entusiasmados.
Otros conversaban sobre el fútbol,
mostraban el último compacto de U-2, y uno de
ellos hizo un comentario sobre la moto
que pensaba comprarse cuando pudiera
sacarle el dinero a su padre, con el
cual no se llevaba muy bien. Más allá de la
cafetería, una adolescente con uniforme
escolar se lamentaba del mal rollo que se
había ligado con un tal Joaquinito, por
culpa del dichoso examen de física, sobre
todo porque el profesor no era de los
que se desviven por acercarse a sus alumnos
y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió
a su compañera:
--Ese está allí por el dinero que le
pagan, tía. No le interesa nada más.
--¿Y qué me dices de la profe nueva, con
su ropa de pija y sus modales tan...
--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve
que está en otra onda. No se ha dado cuenta de
que en estos tiempos hay que estar en la
calle y con vaqueros.
La ciudad era la misma del día anterior,
y seguramente sería la misma del día
siguiente: activa, dinámica,
atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con
transportes lentísimos y aglomeraciones
en las paradas y en las tiendas con rebajas,
inmigrantes caminando sin destino
cierto, bodas de homosexuales, discusiones de
grupos de amigos en los bares sobre
fútbol, política, coches, y si había mujeres en
esos grupos, sobre el famoseo, que
ocupaba una gran parte del tiempo femenino.
Julia había sido enterrada en familia,
en un funeral discreto a donde sólo acudieron
unos pocos vecinos y algunos familiares
cercanos. Al día siguiente, unas doscientas
mujeres del barrio salieron a la calle
en manifestación, en silencio, con pancartas y
telas, denunciando una vez más lo que
llamaban la violencia de género. El canal
3 no asistió. Tampoco había ningún cargo
político, judicial ni policial. El ex marido
de Julia, muy bien asesorado por un buen
abogado que le recomendó demostrar
alteraciones del sistema nervioso en el
momento del asesinato, cuando declarara
ante el juez, había quedado en libertad
condicional con cargos bajo fianza, y por
el momento debería presentarse ante el
juzgado cada quince días, hasta que se
celebrara el juicio. O hasta que el
delito prescribiera.
Augusto Lázaro
@lazarocasas38
La vecina la encontró tirada en el
suelo, con la cara ensangrentada, y quejándose.
Cuando pudo reaccionar tras la
impresión, corrió junto a ella, se arrodilló, le tomó la
cabeza entre las manos, ensartando
palabras de consternación y aliento, tratando
de levantarla y colocarla en el sofá, y
cuando lo logró, miró a todas partes, como
buscando algo o alguien que la ayudara a
atenderla. Había oído gritos y golpes
que le hicieron temer lo peor, lo
acostumbrado, pues no era la primera vez que eso
sucedía. Se sentó junto a ella, y sin
preguntarle lo que había pasado, cosa que sabía
muy bien, sólo atinó a exclamar:
"¡Dios mío!, pero esta vez ha sido mucho peor, mi
amiga", y sin poder evitarlo
comenzó a sollozar, uniendo sus lágrimas al llanto que
ahora sustituía los quejidos de su
amiga. Entonces le dijo:
--Pero Julia, ¿hasta cuándo vas a
soportar esta situación?
En el Congreso de los Diputados, el
portavoz del gobierno lanzaba improperios que
él consideraba críticas justas contra el
principal partido de la oposición, que era en
realidad el único, pues todos los demás
minoritarios se habían puesto de parte del
mandamás de turno, lo que era muy común
en los cobardes y en los oportunistas.
Cuando tocó el turno al portavoz del
único partido de la oposición, éste comenzó
a lanzar improperios que consideró
críticas justas al gobierno y a lo que llamó sus
secuaces, provocando una señora
algarabía, una más, entre los asistentes, aunque
éstos ya no se asombraban por tales
minucias. La mañana había estado movida,
plagada de gritos, aplausos, abucheos,
silbidos, golpes en los escaños y alguna que
otra ausencia de los llamados padres
de la patria, nombre algo irónico si se tiene
en cuenta lo mal que en realidad querían
a sus hijos estos próceres que ocupaban
su tiempo en insultarse mutuamente, como
buenos políticos, y ni se acordaban de
que existía una patria a la que tenían
que dedicar sus vidas por entero, pues para
eso habían sido elegidos, unos por votos
y otros por dedos, pero daba lo mismo:
todos tenían en común su convencimiento
de que cada cual tenía la razón, de
que cada cual era el dueño de los
caballitos y poseía la llave de los truenos, por lo
que los demás, naturalmente, estaban
equivocados. A las dos de la tarde seguía
activo el ring, sin que se vislumbrara
un claro vencedor ni un oscuro vencido. Fuera
del sagrado recinto, el único perdedor
era el pueblo. Pero ¿a quién podía importar
ese mísero detalle? Curiosamente, sus
señorías no habían conversado ni un minuto
sobre el fútbol en los intermedios de
las sesiones.
Muchas veces habían conversado sobre esa
situación, insostenible según la vecina
y demasiado prolongada según su madre y
algún que otro familiar cercano. Pero
Julia no se decidía a hacer nada para
poner freno a tanto sufrimiento. Hasta que
ese día ya no pudo más y por consejos y
alientos de su vecina y amiga, tomó una
decisión:
--Iré a la policía. Tú tienes razón,
esto no puedo seguir aguantándolo.
En la Comisaría presentó la denuncia,
rellenó el formulario correspondiente, y oyó
que le prometían tomar nota de su caso.
Para ella tomar nota no significaba nada,
pero al menos salió de la Comisaría con
un poco de alivio. No le duró mucho: al
llegar a su casa, el hombre la estaba
esperando. Un detalle que habían olvidado
ella y su amiga del piso colindante:
cambiar la cerradura, detalle que estuvieron
lamentando muchos días después de aquél
en que ella regresara de la Comisaría
y el hombre le propinara la paliza más
brutal que ella había recibido. Desde que
por fin él se había ido de la casa sólo
había vuelto un par de veces, y en ambas sólo
había vuelto para insultarla, golpearla
y romper algunas cosas que él argumentaba
que eran suyas, pues las había pagado
mientras vivió con ella allí. La paliza esta
vez fue tan bestial que ella perdió el
conocimiento, y no se enteró de que algunos
vecinos, al oír los golpes, los ruidos y
los gritos, tocaron a la puerta, alarmados. El
hombre salió y les pasó por delante,
ignorando los insultos que varias mujeres le
gritaron, muy airadas, y las protestas
de algunos hombres que no se sintieron con
valor para enfrentarse a aquel
mastodonte de seis pies y unos músculos que podrían
competir con los de Arnold
Schwarzenegger. Cuando llegó el Sámur, Julia ya no
podía hablar. No podía ni siquiera
llorar.
Los magistrados comentaban el partido de
fútbol de la noche anterior, en el que
el equipo estrella se había dejado meter
nada menos que tres goles, provocando
reacciones furiosas en sus fans, tan
furiosas que uno de los deportistas recibió en la
frente un botellazo lanzado desde el
graderío enardecido. Porque perder en propia
casa no se lo perdonaban ni al mejor
futbolista millonario que casi no sabía articular
palabras cuando lo entrevistaban en la
tele.
--Es una vergüenza. Con lo que les pagan
y mira qué chorrada.
--Ya. Me imagino lo que sucedería si a
este equipo le sacaran los extranjeros que son
los que le dan los pocos triunfos que
tienen a la hora de la verdad. Y otra cosa, eso
del público también es una vergüenza.
Vamos a tener que hacer algo al respecto.
--Sí. Hay cosas que no pueden tolerarse.
¿Otra cañita?
Ambos jueces, pasados de peso y de
tripa, con rostros del color del tomate maduro,
se repocharon en los pullmans mientras
se deleitaban con un filme de acción en el
vídeo del televisor de pantalla plana
colocado en el salón del magistrado mayor.
Su invitado le había comentado que él
también pensaba comprarse uno igual. De
algunos asuntos pendientes no hablaron.
Entre ellos estaba la última denuncia por
malos tratos recibida días atrás, pero
entre tantas, ¿quién podía acordarse?
Les costó mucho esfuerzo convencerla,
pero los reporteros del canal 3 conquistaron
a Julia para acudir a una entrevista
donde pudiera denunciar a su maltratador ante
todo el país.
--Señora, créame, lo que sale en la tele
se resuelve. Los que mandan le tienen terror
a la tele, a lo que dice, y sobre todo,
a que sus nombres, y mucho más sus caretos,
salgan en la pantalla chica. Créame, no
se va a arrepentir.
Y llegó la noche de la entrevista. Hacía
muchos días que Julia no sabía nada de su
ex y estaba preocupada, pensando siempre
lo peor. La vecina la acompañó al
plató, donde no la maquillaron, con el
fin de que pudiera mostrar los moretones
de la última paliza ante las cámaras. En
su familia hubo voces que la aconsejaron
que no fuera, pero la mayoría la apoyó,
al igual que casi todos sus vecinos que
conocían la tragedia. Era un paso que
había pensado bastante, pero su situación
no podía continuar así. Porque su vida
peligraba y ella no sabía a quién podía ya
acudir.
--Ya no sé qué hacer, ya no puedo más.
Por favor, necesito que me ayuden. Ese
hombre me ha amenazado varias veces y me
va a matar. Por Dios que sí, me va a
matar. Por favor... necesito que me
ayuden...
Habían formado un grupito en la
cafetería: dos vigilantes del Metro y dos policías
con sus armas cortas, comentando un
partido de fútbol y el coche nuevo que se
había comprado uno de ellos, dos de los
cuales fumaban pitillos, precisamente
frente a la pared donde había una señal
de prohibido fumar. Cerca del grupo se
veía a varios viajeros con cigarros en
las bocas, pero nadie se daba por enterado.
Uno de ellos los miró y cambió de tema.
--Lo que yo les digo. ¿Ven cómo la gente
sigue fumando? ¿Y qué vas a hacer?
--Hombre, podíamos multarlos, eso está
prohibido.
--¿Multarlos? Mira, tío, no te enrolles.
En primera, que esa multa no la van a pagar
jamás, y en segunda, ¿qué pasa si te
dicen que te han visto fumando aquí mismo?
--Bueno, pero...
--Mira, tío, esto es como todo: esto de
las prohibiciones es un paripé, nadie cumple
nada y además, ¿para qué vamos a
buscarnos problemas, si cuando tú detienes
a un delincuente, al día siguiente el
juez lo deja en libertad? No quieras arreglar el
mundo, tío, que este mundo no hay quien
lo arregle.
Al día siguiente de su comparecencia por
televisión, Julia sintió unos golpes fuertes
en la puerta. Enseguida supo que se
trataba de su ex. Había cambiado el cerrojo,
pero el hombre, al darse cuenta de que
su llave no servía, comenzó a llamarla a
toda voz y a dar golpes estruendosos en
la puerta.
--Abreme, Julia, que sé que estás ahí.
Vamos, ábreme. No voy a hacerte nada, lo
que quiero es llevarme algunas cosas que
tengo y nada más. Vamos, ábreme, no
empieces a cabrearme. Acaba de abrirme
de una vez, recoño. ¡Joder!
Mientras Julia temblaba, alejándose de
la puerta, el hombre se desesperó. En esa
planta no había casi nadie a esa hora y
la vecina estaba en su trabajo. El hombre
insistió una vez más, y al ver que no
podía lograr que ella le abriera, le dio una
patada a la puerta.
Las calles estaban, como siempre, llenas
de gente que caminaba de prisa. Frente a
la tienda El Corte Inglés, dos mujeres
maduras comentaban las rebajas, otras más
jóvenes hojeaban revistas de famosos y
de otras tonterías. El tránsito fluía, no sin
dificultades a esa hora temprana. El
ruido y el polvo campeaban en todos los
rincones. Un hombre joven, vestido como
un espantapájaros, lograba sonrisas en
los menos exigentes que lo miraban
admirados. Un pequeño grupo esperaba el
semáforo para cruzar. En la parada del
autobús se agrupaba mucha gente de
mirada ansiosa, esperando y comentando
la tardanza en esa línea, que según un
hombre joven y algo escuálido, era la
peor de la ciudad. No había ningún niño
alrededor. Los vendedores ambulantes
pregonaban sus ofertas, colocadas sobre
mantas y sábanas en las aceras de la
concurrida calle. El día estaba nublado, pero
no acababa de llover. Muchos jóvenes
hablaban por sus móviles, entusiasmados.
Otros conversaban sobre el fútbol,
mostraban el último compacto de U-2, y uno de
ellos hizo un comentario sobre la moto
que pensaba comprarse cuando pudiera
sacarle el dinero a su padre, con el
cual no se llevaba muy bien. Más allá de la
cafetería, una adolescente con uniforme
escolar se lamentaba del mal rollo que se
había ligado con un tal Joaquinito, por
culpa del dichoso examen de física, sobre
todo porque el profesor no era de los
que se desviven por acercarse a sus alumnos
y ayudarlos. Hizo una mueca y se dirigió
a su compañera:
--Ese está allí por el dinero que le
pagan, tía. No le interesa nada más.
--¿Y qué me dices de la profe nueva, con
su ropa de pija y sus modales tan...
--Tan finolis, sí. Es eso, tía. Se ve
que está en otra onda. No se ha dado cuenta de
que en estos tiempos hay que estar en la
calle y con vaqueros.
La ciudad era la misma del día anterior,
y seguramente sería la misma del día
siguiente: activa, dinámica,
atolondrada, sucia, bulliciosa, repleta de obras, con
transportes lentísimos y aglomeraciones
en las paradas y en las tiendas con rebajas,
inmigrantes caminando sin destino
cierto, bodas de homosexuales, discusiones de
grupos de amigos en los bares sobre
fútbol, política, coches, y si había mujeres en
esos grupos, sobre el famoseo, que
ocupaba una gran parte del tiempo femenino.
Julia había sido enterrada en familia,
en un funeral discreto a donde sólo acudieron
unos pocos vecinos y algunos familiares
cercanos. Al día siguiente, unas doscientas
mujeres del barrio salieron a la calle
en manifestación, en silencio, con pancartas y
telas, denunciando una vez más lo que
llamaban la violencia de género. El canal
3 no asistió. Tampoco había ningún cargo
político, judicial ni policial. El ex marido
de Julia, muy bien asesorado por un buen
abogado que le recomendó demostrar
alteraciones del sistema nervioso en el
momento del asesinato, cuando declarara
ante el juez, había quedado en libertad
condicional con cargos bajo fianza, y por
el momento debería presentarse ante el
juzgado cada quince días, hasta que se
celebrara el juicio. O hasta que el
delito prescribiera.
Augusto Lázaro
@lazarocasas38
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