Mírate
al espejo. No quieres mirarte, pero tienes que hacerlo, a no ser que te dejes
la
barba
y el bigote y no tengas que afeitarte. Vamos, mírate. ¿Qué ves? Lo que ves
todos
los días y que no te gusta ver: te has vuelto feo, ya no tienes aquel atractivo
que
tenías hace veinte años, cuando todavía podías aspirar a la conquista de
alguna
jovencita. Ya no. Te has vuelto feo, y esa verdad es el primer golpe que
recibes
cada amanecer, cuando te levantas y te miras al espejo. Pero además,
estás
viejo, otra evidencia a la que no quisieras tener que rendirte. Feo y viejo. Y
medio
calvo. Y cada día descubres en el maldito espejo alguna nueva arruga que
lastra
más tu rostro. ¡Ah! Y hasta la salud, que siempre ha sido tu baluarte, se te
está
deteriorando,
aunque por el momento no es nada preocupante, quizás dentro de
algunos
años, cuando se convierta en una limitante más en tu camino hacia la
nada.
Porque tú, como cualquier mortal, caminas hacia la nada y diariamente,
cuando
abres los ojos en tu cama, te repites en voz alta: "un día más... un día
menos",
en esa especie de ripios filosóficos que no te sirven para consolarte... Tus
achaques
comenzaron cuando descubriste que se te caían las cosas con mucha
más
frecuencia que diez años atrás: rompías vasos, tropezabas con las puertas,
enredabas
tus pies en el cable de los auriculares del televisor: Juan Torpín. ¿Y el
chorrito?
¡Ah! ¡El chorrito! Eso ya pasó de la molestia a la humillación, a la
autohumillación,
ya que nadie te ve cuando orinas. Pero tú mismo te avergüenzas
de
que ahora el chorrito (ya no es un chorro) de orines se gobierne a sí mismo, y
caiga
a la izquierda, a la derecha, fuera de la taza, y cuando crees que has
terminado
de vaciar la vejiga te das cuenta de que continúan saliendo unas
goticas
que no sabes cómo atajar a tiempo para que no dejen huellas en los
calzoncillos,
o peor aún, en los pantalones, si ya estás vestido. Cuando esto te
sucede,
sólo atinas a exclamar, con dolor y con rabia: "no soy más que un pobre
hombre",
porque no puedes hacer nada para remediarlo. Tu padre te lo dijo
cuando
eras un niño: "hijo, lucha por superarte, por ser alguien, huye de la
pobreza,
porque
un hombre pobre de pobre hombre nunca pasa". Recuerdas esas palabras
con
exactitud, porque aparte de todo lo demás eres pobre, no tienes ni para
invitar
a una mujer a tomar un café. ¡Ah! ¡Qué panorama el tuyo! Sin atractivo
físico,
sin la juventud perdida para siempre, sin aquel pelo negro que tanto le
gustaba
acariciar a tu madre, sin amor, sin familia, sin hogar, sin trabajo, sin
dinero,
y
lo peor de tantos sines, sin perspectivas de mejora en tu incierto futuro,
marioneteándote
en el centro de este vendaval de gestiones baladíes, intentos
infructuosos,
esfuerzos agotadores que sólo te han facilitado acceder a un subsidio
miserable
que te salva de caer en la mendicidad. ¿Te lo imaginas? ¡Tú, mendigo! A
tus
años. Y con tu inteligencia, tu cultura, tu talento, con esa gran capacidad de
trabajo
y de organización que demostraste desde que comenzaste a trabajar. ¿De
qué
te ha servido todo eso? ¡Ah!... Anda, sigue mirándote. Pero no rompas el espejo
de
un puñetazo, él no tiene la culpa y además podrías herirte y tienes que evitar
cualquier
nueva calamidad. Serénate. Pero sigue pensando, sí, que a veces a ti te
complace
atormentarte con tu situación y tus problemas: ¿cuánto hace que no te
acuestas
con una mujer? Incluso, ¿cuánto hace que no besas los labios de una
mujer?
Y cuando lo sueñas, te despiertas y comprendes que ese cuerpo de mujer
que
tanto necesitas sentir entre tus brazos se ha escapado de tu imaginación, te
sientas
en la cama a pensar que el tiempo sigue transcurriendo y que ya dentro de
poco
no podrás siquiera pensar en disfrutar de ese placer postergado quizas ya
definitivamente.
¿La viagra? Cómo no. Si no tienes ni para entrar en el IMAX, ¿cómo
carajos
podrías adquirirla cuando la necesitaras? Deja de soñar, hijo, o mejor, viejo,
acuérdate
de tu colega Calderón, que hace poco dieron una conferencia sobre su
teatro.
Sí, ya. Ya ni siquiera te mandan esas invitaciones para acudir como público a
los
actos culturales. Se cansaron de invitarte, como tú nunca asistías. Al
principio sí, a
la
Casa de América, al Círculo de Bellas Artes, a la FNAC, pero te paraste en seco
y
te
dijiste: ¿por qué cojones no me invitan a dar un recital? y se acabó.
"Para llenar
espacio,
para eso sí, pues al carajo". Relacionas esas invitaciones con los
soldados
que
los jefes envían como carne de cañón mientras ellos viven inmersos entre los
placeres
humanos y divinos. Pero haces bien en no asistir a esos actos donde otros
que
han triunfado roban cámara y público: ¿para envidiarlos y amargarte la vida
preguntándote
por qué ellos sí y tú no? No, no, no. Haces muy bien en no ir. Es que
tú
te mandas un oficio que le traquetea la picha: publicar en España para gente
como
tú es un círculo vicioso que rota y rota sin cesar: para darte a conocer tienes
que
publicar, pero para publicar tienes que ser un conocido. ¡Manda huevos! Mejor
hubieras
pasado como fontanero, a lo mejor alguna vieja aburrida adinerada te
contrataba
para que le arreglaras las tuberías de su casa vieja que desde que su
marido
liquidó está sin agua... Y de diversiones, distracciones, esparcimientos, ¡ni
hablar!
El único esparcimiento que todavía te queda porque puedes disfrutarlo
gratis
es la lectura. Pues a seguir leyendo. Esa costumbre (¿manía, vicio, escape?)
no
la has perdido ni en los peores momentos de tu vida. Y ahora estás en el peor,
precisamente,
aunque sigues leyendo. Quizás buscas en los libros lo que no puedes
encontrar
en ninguna otra cosa. Pero ya deja de mirarte y de compadecerte.
Cuídate
mucho de parecer un aguafiestas o un rompegrupos en los lugares donde
tienes
que acudir, recuerda que un agripino siempre cae mal y nadie se va a
compadecer
de ti, nadie te va a echar una mano si te ven amargucho, porque
la
tragedia no le mola a nadie. En persona, porque por la tele parece que la
gozan.
Es
inútil, viejo, aunque la realidad te pese como si tuvieras una piedra de molino
colgada
en el cuello. ¡Ay, mi amigo! ¡Estás frito! Siete años en este país y mameyes.
Este
país te ignora, ni siquiera sabe que existes y que estás metido en él hasta los
tuétanos.
Y ya es demasiado tarde para emprender nuevos derroteros: estás
cansado
y a tu edad (volver a) comenzar es un sueño de viejo imbécil. ¡Siete
largos
años! Quizás escogiste el país equivocado. Aquí tu inteligencia, tu cultura,
tu
talento, no interesan a nadie. Por eso te revientas, porque cualquier idiota,
cualquier
guarro, cualquier piojoso y grosero que sólo provoca risas en otros
idiotas
que asisten a esos programas que pasan por la tele, puede conseguir en
un
día lo que tú no has conseguido en siete años, ni en toda tu vida, y mucho,
muchísimo
más: no sólo fama, sino también fortuna y a veces hasta gloria. ¡Ay!
¡Bendito
país! Pero vives aquí y aquí vas a morirte irremediablemente, dentro de
diez
años o tal vez mañana mismo, eso nadie lo sabe, porque antes era en el
llamado
País Vasco y los fines de semana, pero ahora puede ser en toda España
a
cualquier hora y cualquier día: vas caminando por la Gran Vía y ¡PUM!, un
coche
bomba te manda para el otro barrio sin previo aviso. Y lo peor, vas a
morirte
como estás ahora: feo, viejo, calvo, pobre, solo, desconocido, ignorado,
y
quizás hasta rechazado por esta sociedad, porque ¿qué proyección social tú
tienes?
¡Ninguna! Esta sociedad no te ha dado la más mínima oportunidad de
destacarte,
de servirla como bien pudieras. Esa es la verdad apabullante que te
martiriza
diariamente cuando a pesar de no querer hacerlo, piensas y meditas
en
tu situación y en tu futuro. ¡Ja! Es grotesco, ¿eh? Un hombre de tu edad
martirizándose
por el futuro, como si el futuro existiera para ti, como si para ti
existiera
alguna remota esperanza. Hay que reírse, majete. Te tocó joderte en
esta
vida: cuarenta y cinco años perdidos bajo dos dictaduras que al final te
empujaron
a este exilio tormentoso y hostil, y siete años aquí, buscando la
puerta
de salvación que por lo menos al final de tu vida te trajera un poco
de
alegría. Porque te la mereces, coño, bastante que has sufrido, bastante que
te
han jodido los todopoderosos soberbios y déspotas que arruinaron tu país. Pero
¡ay!,
lo que no sucede en siete años no va a suceder en catorce. Siete largos años
de
malvivir con limosnas estatales entre múltiples penurias que quienes te ven en
la
calle
con los dientes al aire no pueden imaginarse, careciendo hasta de cosas tan
elementales
que cualquier hijo de vecino tiene con sólo acercarse a una tienda.
¡Ah!
Pero estás cansado, sí. A falta de oídos receptivos ajenos te lo repites
siempre:
"estoy
cansado, coño, muy cansado de andar y desandar, caminando, subiendo
y
bajando escaleras, solicitando citas, llenando formularios, entrevistándome con
utópicos
empleadores, no ya de mi especialidad, ¡ni soñarlo!, no, si yo lo único que
quiero
es un trabajo, así sea de portero de finca". Pero ni eso aparece, a pesar
de
que
este país te concedió el asilo que tenía implícito encargarse de integrarte en
esta
sociedad. Y ¡ja!, ñiringas, hijo, si te he dado el asilo no me acuerdo. Suerte
y al
toro.
Entonces, al regresar a tu cuarto alquilado en un apartamento sin salón donde
compartes
el reducido espacio con un par de tipos que tú no escogiste y que no
tienen
nada, absolutamente nada en común contigo, te tiras en el camastro que
se
hunde hasta casi tocar el suelo, miras al techo y te pones a pensar una vez más
qué
será de tu vida dentro de muy poco tiempo: vivir en sociedad, en la vejez, y
quién
sabe si con alguna enfermedad que te impida valerte por ti mismo y eso sí
sería
la mundial, porque pueden ingresarte, por compasión, en una de esas casas
de
ancianos minusválidos desamparados, enfermos o chenenes, donde sólo se ven
caras
agrias y arrugadas, y donde sólo se oyen quejidos, lamentos, llantos, gritos,
para
al final morir ignorado y humillado mientras "el mundo sigue andando"
con
tus
ojos cerrados para siempre. ¡Sí señor! "¿Por qué he fracasado tan
injustamente
en
este país?", te preguntas, y rememoras a aquellos que te ayudaron a
decidirte,
que
no tienen la culpa de nada, pero que bien podrían echarte una mano, ahora
que
es cuando más la necesitas. ¿No será que quienes podrían ayudarte a salir de
este
marasmo no se acuerdan de ti, o peor aún, que tú no les importas? Acuérdate
de
que en esta sociedad tan libre, tan democrática, tan respetuosa de los derechos
humanos,
nadie recibe, nadie contesta, nadie ayuda, y menos al que no tiene
como
tú ni dónde caerse muerto. Bueno, no tanto, puedes caerte muerto en ese
cuartucho
que estás obligado a habitar, ya que no puedes permitirte algo decente
para
al menos continuar sobreviviendo con tranquilidad, sin que el casero entre y
salga
de tu cuarto cuando le salga de los cojones, con el pretexto de que limpia,
arregla,
cambia sábanas y fundas, metiendo las narices en tus cosas, y tú
maldiciendo
tu total falta de privacidad, de intimidad... "esperando el carrito",
como
te
decía don Francisco Santa Cruz-Pacheco Riverí, tu vecino, allá en tu tierra
natal,
cuando
soñabas con hacer realidad este sueño inocente de la idealización que
habías
hecho de esta sociedad. Pero mejor no te acuerdes de tu tierra, viejo, que
también
te acordarás de tus hijos, a los que no has podido enviarles ni un dólar
como
cualquier exiliado acostumbra a enviar y eso te pondrá de mala leche, con
un
humor de perro viejo famélico y mugriento. ¡No! Mejor no te acuerdes. Recordar
no
es muy edificante que digamos, y menos cuando todo lo que puede recordarse
es
negativo. Así que pasa. Y mejor ríete, mejor búrlate de tu propia desgracia.
Anda,
vístete, coge calle, camina, distráete, mira las tiendas, los edificios, la
gente,
suda
un poco, que eso es beneficioso para expeler las toxinas, y ve a comer con
los
babosos. Total, si no levantas la vista del plato mientras comes ni cuenta te
darás
de
esas otras desgracias, algunas mayores que las tuyas, que "amenizan"
tus diarios
almuerzos,
y gracias a las monjitas, consagradas a servir sin aspirar a nada, ejemplos
de
solidaridad, de humanismo, que deberían imitar los políticos, que según tú
ninguno
sería capaz de sacrificio semejante. Pues eso. Deja ya ese libraco que
cuenta
la vida fatal de grandes escritores que se suicidaron. ¿A qué viene esa
lectura?
Porque tú no te vas a suicidar, ¿verdad que no? ¡No! Claro que no. Los
cubanos
no se suicidan, muchacho, por muy jodidos que estén se aferran a esta tan
puñetera
vida que tanto los maltrata. Siempre esperan que algo ocurra, que el
milagro
se produzca, que la varita mágica los toque con su halo divino. Y tú, que
todavía
eres un ser cubano, aunque te empeñes en negarlo, sigues confiando en
eso:
en ese golpe de la suerte que un día tocará tu puerta. Vamos, hombre, no
pierdas
el sentido del humor que siempre destacó tu personalidad. "Al mal tiempo
buena
cara". Y a confiar, a esperar el milagro, aunque te repitas, cuando el
pesimismo,
que alguien dijo que era un optimismo muy bien informado, arremete:
"pero
coño, que aparezca pronto el toque mágico, no vaya a ser cosa que cuando
llegue,
el milagro sea póstumo"...
Augusto Lázaro
@lazarocasas38
(publicado
en el libro HOMBRES, MATERIAL SENSIBLE, de Joana Bonet, editado por Random
House Mondadori, S. A. en mayo de 2003, en España)